Portada » Filosofía » Grandes Problemas Filosóficos: Hume, Rousseau, Kant y Descartes
David Hume critica profundamente la idea tradicional de Dios, especialmente la noción de que su existencia pueda demostrarse racionalmente. Según él, la teología no puede ser considerada una ciencia, ya que se basa en la supuesta existencia de un ser del que no podemos tener impresiones sensibles, que son, según su teoría del conocimiento, el origen de todo saber verdadero. Por tanto, la existencia de Dios es una cuestión de fe, y no de razón.
Hume rechaza los argumentos clásicos que pretendían demostrar la existencia de Dios:
Este argumento sostiene que la existencia está incluida en la idea misma de Dios (como “tener tres lados” está incluido en la idea de “triángulo”). Hume responde que la existencia no es una idea que forme parte de otra, sino que es un hecho que solo puede conocerse a través de la experiencia, es decir, mediante impresiones. Como no tenemos impresiones de Dios, no podemos afirmar su existencia con certeza.
Estas se basan en el principio de causalidad para demostrar que debe existir un ser supremo (Dios). Pero Hume afirma que la causalidad no es un hecho objetivo, sino un hábito mental, una costumbre psicológica de asociar ideas. Por tanto, no se puede utilizar para demostrar que algo externo a nuestra mente (como Dios) existe realmente.
Además, Hume considera que el origen de la religión no es racional ni moral, sino instintivo: el ser humano recurre a la religión por miedo e inseguridad ante los fenómenos naturales. En este sentido, Hume valora más las religiones politeístas que las monoteístas, ya que las primeras le parecen más abiertas y tolerantes. Finalmente, concluye que no hay fundamentos racionales para la creencia en Dios. Aunque no critica directamente la fe, defiende que lo más prudente es mantener una actitud escéptica y refugiarse en una filosofía apacible. Como él dice:
“Nuestras ideas no llegan más lejos de lo que alcanza la experiencia. No tenemos experiencia de los atributos ni de las operaciones divinas (…) Éste es un asunto tan difícil que lo mejor es refugiarse en la apacible filosofía.”
Rousseau analiza la sociedad y su origen en su obra Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, donde sostiene que el paso del estado de naturaleza al estado social no fue un progreso, sino una degeneración. Esta degeneración comienza con la aparición de la propiedad privada, que trae consigo el derecho para protegerla y la autoridad para imponerlo. Así se origina la desigualdad entre ricos y pobres, ya que las leyes siempre favorecen a los poderosos y protegen sus bienes frente a los más desfavorecidos. Aunque esta situación no puede eliminarse del todo, Rousseau cree que puede mitigarse con una vuelta a la naturaleza y una educación basada en la independencia y la libertad del individuo.
Esta crítica es también una respuesta a autores como Hobbes y Locke, que usaban el estado de naturaleza para justificar sus ideas políticas:
Rousseau, en cambio, reconoce que su estado de naturaleza es solo una hipótesis, no un hecho histórico, pero le sirve para mostrar cómo la sociedad ha corrompido al ser humano, que originalmente era bueno.
En El Contrato Social, Rousseau propone una solución: establecer un nuevo contrato social que permita recuperar la libertad y la igualdad perdidas. Este contrato no es entre el pueblo y un gobernante, sino entre todos los ciudadanos, de modo que cada uno se une a todos, pero sigue siendo libre, ya que la voluntad general sustituye a las voluntades individuales. Esta voluntad general no es la suma de intereses particulares, sino el interés común de la comunidad.
La soberanía reside en esta voluntad general, que es indivisible e inalienable, y su misión es crear las leyes, que deben ser siempre generales, no particulares. Así, obedecer la ley es ser libre, porque esa ley expresa la voluntad de todos.
Rousseau entiende la libertad como la capacidad de anteponer la voluntad general al deseo individual. Por eso, cuando un individuo no obedece la voluntad general, se le debe “obligar a ser libre”, es decir, a actuar en función del bien común, aunque no lo desee en ese momento.
Kant sostiene que la metafísica no puede ser una ciencia, ya que pretende conocer realidades que están más allá de la experiencia (como Dios, el alma o la libertad), y nosotros solo podemos conocer lo que se nos presenta a través de los sentidos. Sin embargo, se pregunta si, aunque no podamos conocer esos objetos teóricamente, podemos tener un conocimiento práctico de ellos, es decir, si la ética puede darles sentido.
Kant distingue dos usos de la razón:
Desde el punto de vista científico, el ser humano es parte de la naturaleza y está determinado por leyes causales, igual que cualquier otro fenómeno. Pero el conocimiento científico solo alcanza al mundo de los fenómenos, no al de la realidad en sí (el noúmeno). Por eso, la libertad no puede demostrarse científicamente, pero la conciencia moral nos obliga a actuar como si fuéramos libres. Esa conciencia moral es una prueba interna de que la libertad debe ser aceptada como un postulado, una verdad necesaria para que la moral tenga sentido.
Por tanto, el ser humano es doble:
Kant dice que ha tenido que limitar el conocimiento para dar paso a la fe, es decir, ha mostrado que la razón teórica no puede demostrar verdades como la existencia de Dios, el alma o la libertad, pero sí son objetos de fe racional, válidos desde la perspectiva moral.
Así, según Kant:
René Descartes plantea que el ser humano está compuesto por dos cosas muy diferentes: el cuerpo, que es material y sigue las leyes de la física, y el alma, que es inmaterial y se dedica a pensar. El cuerpo es un mecanismo físico, pero el alma es lo que nos hace humanos porque pensamos, sentimos y decidimos. Descartes dice que los animales no tienen alma, solo son mecanismos sin pensamiento. Solo los humanos tienen alma, que es inmortal e independiente del cuerpo.
La pregunta es: ¿cómo se comunican el cuerpo y el alma si son tan diferentes? Descartes responde que esta comunicación sucede en la glándula pineal, una parte del cerebro.
Sobre la inmortalidad del alma, Descartes argumenta que, como el alma es distinta del cuerpo, no muere cuando el cuerpo muere. Además, el alma es indivisible, lo que significa que no se puede descomponer como el cuerpo, y por eso es incorruptible.
El cuerpo humano no es libre porque sigue las leyes físicas, pero el alma es libre porque es la parte que piensa. Las emociones (llamadas «pasiones») son reacciones involuntarias del alma que provienen del cuerpo, como el miedo o el amor. Estas pasiones pueden descontrolar al alma, pero Descartes sugiere que no hay que eliminarlas, sino controlarlas con la razón para que no afecten nuestras decisiones de manera irracional.
En resumen, Descartes nos dice que el ser humano es una mezcla de cuerpo y alma: el cuerpo sigue las leyes físicas, pero el alma tiene libertad y se puede controlar con la razón.