Portada » Filosofía » Pilares del Pensamiento Occidental: De la Ética Aristotélica a la Mente Cartesiana y el Empirismo de Hume
Aristóteles, discípulo de Platón, desarrolló una filosofía que, si bien partía de su maestro, presentaba profundas divergencias. Rechazó el mundo de las Ideas platónico y la existencia de un bien universal e inmutable, argumentando que la ética y la política deben basarse en la experiencia concreta y los hábitos. Para Aristóteles, el conocimiento no reside en un mundo ideal, sino en la realidad sensible.
Frente a la Idea del Bien de Platón, Aristóteles propone la eudaimonía (vida buena o florecimiento humano) como el bien supremo, una vida feliz y plena. Introduce la phrónesis (prudencia), que es la capacidad de tomar buenas decisiones en cada situación particular.
La filosofía aristotélica es profundamente teleológica: toda la naturaleza tiene un télos (fin). El fin del ser humano es vivir según la razón y practicar las virtudes. La eudaimonía es el bien supremo, una vida feliz y plena.
La virtud (areté) es la excelencia del carácter y se adquiere con la práctica. Aristóteles distingue dos tipos de virtudes:
La felicidad, o eudaimonía, no se encuentra en los placeres ni en los bienes materiales. Se logra viviendo de forma virtuosa y racional, y requiere una vida activa en comunidad (la polis).
El ser humano es, por naturaleza, un animal político. La política es natural y surge de la necesidad de convivir y usar la razón. La polis es la forma más alta de comunidad que permite desarrollar virtudes y alcanzar la eudaimonía.
Aristóteles clasifica las formas de gobierno según su fin:
El objetivo de la política no es solo organizar el poder, sino educar en la virtud, asegurar el bien común y ayudar a los ciudadanos a vivir conforme a su naturaleza racional.
Aristóteles definía la felicidad como eudaimonía, es decir, la realización plena a través de la virtud y el desarrollo de nuestras capacidades. Esto contrasta con la visión actual, donde la felicidad suele asociarse al materialismo, entendiendo que acumular bienes o consumir nos hace sentir realizados. Sin embargo, esta búsqueda material muchas veces genera insatisfacción, ya que lo externo no siempre llena nuestras necesidades internas. Para Aristóteles, las riquezas eran solo herramientas para alcanzar objetivos más altos, nunca el propósito final de la vida.
Según él, la verdadera felicidad dependía de vivir con virtud, practicando valores como la justicia, la generosidad y la prudencia. En la actualidad, su mensaje sigue siendo relevante porque ofrece una alternativa al vacío que muchas personas experimentan al enfocarse solo en lo material. Además, Aristóteles sostenía que el bienestar individual debía estar conectado con el bien común. En un mundo donde el consumismo puede provocar desigualdades y aislamiento, su filosofía nos recuerda la importancia de construir relaciones positivas y contribuir a la sociedad. Aunque vivimos en un contexto diferente, el pensamiento de Aristóteles nos invita a reflexionar sobre nuestras prioridades. Nos plantea que la felicidad no se encuentra en poseer más, sino en desarrollar nuestras virtudes y encontrar un propósito que dé sentido a nuestra vida. Su filosofía, sencilla y profunda, sigue siendo una fuente de inspiración para quienes buscan una vida más plena y equilibrada.
Platón y Aristóteles fueron dos de los filósofos más influyentes de la historia y, a pesar de ser maestro y discípulo, discrepaban en algunos aspectos de su pensamiento. Primero, debemos saber que Aristóteles era un hombre de ciencias que se guiaba por sus observaciones y sentidos. Esto nos deja clara una de sus primeras diferencias: Aristóteles tiene un pensamiento empirista, ya que argumenta que el conocimiento debe entenderse a partir de la experiencia real y no de un mundo inteligible; únicamente el conocimiento proviene de la práctica y de la observación del mundo sensible. En cambio, para Platón, el conocimiento se encontraba en el mundo de las Ideas, un pensamiento idealista.
Platón, con su ideal abstracto, pensaba en sociedades escogidas y ligaba la ética y la política a ese mundo ideal, pensamiento con el que Aristóteles no estaba de acuerdo. Mientras que Platón se imaginaba una ciudad ideal y utópica, donde se buscaba el conocimiento puro, la visión de la política de Aristóteles era muy diferente. Aristóteles, por medio de la observación de otras comunidades ya existentes, buscó cómo se podía alcanzar el bien de todas a partir de la realidad social y las relaciones humanas.
Aristóteles criticaba la idea que tenía Platón sobre el Bien, ya que Platón lo veía como una Idea abstracta y universal (una realidad independiente del mundo) que solo se encuentra en el mundo inteligible. El Bien para Aristóteles era algo que debía definirse por acciones concretas y situaciones específicas, ya que todas las acciones tienden a un fin (télos).
El significado de la felicidad también es distinto entre ellos dos: para Platón es producto del conocimiento de la Idea suprema de Bien, pero para Aristóteles es mediante la práctica de las virtudes, ligado con la naturaleza humana y la racionalidad. También Platón creía que solo por conocer el mundo inteligible y las Ideas bastaba (solo el ignorante podía actuar mal); en cambio, Aristóteles introdujo el concepto de prudencia (phrónesis), que significa no solo saber qué está bien y qué no, sino saber aplicarlo en cada circunstancia en particular. La ética para Aristóteles era algo práctico que servía para poder encontrar el justo medio de las virtudes, pero la visión platónica destaca únicamente en la contemplación del Bien.
Platón concebía la sociedad dividida según la naturaleza del alma de cada persona. Distinguía tres partes del alma:
La justicia se logra cuando cada clase cumple su función sin interferir en las demás. El equilibrio entre las clases asegura el orden y la justicia tanto en la sociedad como en el individuo.
Platón postula la existencia de dos mundos:
Las Ideas son esencias, eternas, únicas e inmutables. Son los modelos perfectos de las cosas del mundo físico. Platón las clasifica desde las Ideas inferiores (cosas concretas) hasta las Ideas superiores (conceptos abstractos). La más importante es la Idea del Bien, que da sentido y valor a las demás.
El mundo físico fue creado por el Demiurgo (un ser divino) organizando la materia siguiendo el modelo del mundo de las Ideas. El mundo sensible es solo una copia imperfecta del mundo inteligible.
Conocer es recordar (anamnesis): el alma ya conocía las Ideas antes de unirse al cuerpo. El conocimiento verdadero no proviene de los sentidos, sino de la razón. El método es la dialéctica (ascenso del alma hacia las Ideas), que culmina en la contemplación de la Idea del Bien. Después, se produce un descenso dialéctico: el filósofo vuelve al mundo sensible para gobernar y enseñar.
Solo el filósofo que conoce el Bien está preparado para gobernar. Gobernará buscando la virtud y el bien común, no el interés propio. Su papel es pedagógico y político, guiando al resto de la polis hacia la justicia.
La teoría de las Ideas tiene múltiples interpretaciones:
El Mito de la Caverna es una alegoría para explicar:
El mensaje es que la ignorancia no debe gobernar; solo los sabios pueden hacerlo con justicia.
El “Mito de la Caverna” de Platón muestra cómo muchas personas viven en un mundo de apariencias, aceptando lo que ven sin cuestionarlo. Esta idea sigue siendo importante hoy, especialmente en la educación y las tradiciones culturales que influyen en nuestras creencias. La tesis es que las ideas de Platón siguen siendo relevantes porque nos invitan a cuestionar lo que nos dicen que es verdad. En este trabajo, exploraremos los argumentos de Platón, algunas críticas a su visión y ejemplos actuales que reflejan esta «caverna» moderna.
Platón nos enseña que para encontrar la verdad, necesitamos salir de nuestra “caverna” mental y dejar atrás creencias limitadas. A menudo, aceptamos ideas simples sin pensar en ellas. Esta «caverna» de pensamientos nos impide ver la realidad completa.
El pensamiento de Descartes se enmarca en la crisis del siglo XVII, marcada por el fin de la escolástica (con figuras como Ockham que separan fe y razón) y el auge del Renacimiento (siglos XV y XVI), con su antropocentrismo, humanismo y utopías. Frente al escepticismo creciente (como el de Montaigne), Descartes siente la necesidad de certeza y busca un conocimiento firme.
Descartes es el padre del racionalismo (junto a Leibniz y Spinoza), que postula que la certeza se alcanza a través de la razón y las ideas innatas, rechazando el conocimiento sensible. En contraste, el empirismo (Locke y Hume) sostiene que la razón parte de la experiencia y que todo conocimiento proviene de los sentidos.
Descartes rechaza definiciones anteriores de verdad como la aletheia (griegos: desocultamiento), la verdad por autoridad (Iglesia) o la adecuación (Edad Media). Para Descartes, la verdad es lo que es claro y distinto, y no depende de nada externo.
Las ideas de René Descartes siguen siendo relevantes hoy en día, especialmente en el contexto de la inteligencia artificial (IA). Descartes, con su famoso «cogito, ergo sum» (pienso, existo), defendía que la mente humana es lo único de lo que no se puede dudar, ya que el pensamiento es lo que garantiza nuestra existencia. En la actualidad, el avance de la IA plantea preguntas sobre la naturaleza del pensamiento y la conciencia. ¿Puede una máquina pensar? ¿Tiene conciencia como los seres humanos?
Estas preguntas recuerdan al dualismo cartesiano, que distingue entre la mente (res cogitans) y el cuerpo (res extensa). Descartes creía que el cuerpo y la mente eran dos sustancias separadas. Hoy, este concepto se cuestiona, ya que las máquinas, aunque carecen de cuerpo biológico, pueden realizar tareas que parecen implicar «pensamiento». Sin embargo, la Inteligencia Artificial no posee conciencia ni pensamientos propios, ya que sus procesos están basados en algoritmos preestablecidos. Esto plantea un desafío para la teoría cartesiana: si las máquinas pueden simular el pensamiento, ¿realmente piensan?
En el ámbito de la Inteligencia Artificial, se discute también la posibilidad de que las máquinas desarrollen conciencia. La filosofía cartesiana sigue siendo útil para abordar estas cuestiones, ya que nos obliga a preguntarnos si el pensamiento genuino puede existir sin una mente humana, o si lo que las máquinas hacen es solo una imitación del proceso mental humano. Las ideas de Descartes siguen siendo fundamentales para entender los límites de la inteligencia artificial y su relación con la mente humana.
René Descartes y David Hume representan dos posturas filosóficas opuestas: el racionalismo y el empirismo. Descartes defiende que la razón es la fuente principal del conocimiento y cree en la existencia de ideas innatas; el conocimiento verdadero se alcanza mediante el análisis, la deducción y el pensamiento lógico. Hume, por el contrario, sostiene que todo conocimiento proviene de la experiencia sensible. Para él, la mente nace como una hoja en blanco y adquiere ideas a través de percepciones e impresiones.
También difieren en sus métodos: Hume usa el método inductivo, basado en la observación y la experiencia, y afirma que el conocimiento no es absoluto, sino probable. Por ejemplo, creemos que mañana saldrá el sol porque siempre ha ocurrido, aunque no hay certeza total. Descartes, en cambio, aplica la duda metódica y utiliza un razonamiento deductivo, partiendo de verdades evidentes como el «Cogito, ergo sum» («pienso, luego existo»).
Respecto a la realidad, Hume niega que podamos conocer la esencia de las cosas; solo percibimos fenómenos. Descartes sí cree en una realidad sustancial formada por dos sustancias: res cogitans (mente) y res extensa (materia). En resumen, Descartes confía en la razón; Hume, en la experiencia y el escepticismo.
David Hume es una figura clave del empirismo británico, corriente que sostiene que todo conocimiento proviene de la experiencia. Rechaza el racionalismo y el dogmatismo, y se enmarca en la Ilustración, defendiendo la libertad, la tolerancia y una crítica profunda a la metafísica y a la moral tradicional. Frente a las certezas absolutas, Hume valora más la creencia y la probabilidad.
Comparado con otros empiristas, Hume va más allá: mientras Locke admite realidades más allá de la experiencia (como Dios o el alma) y Berkeley niega el mundo material pero acepta los espíritus, Hume defiende un fenomenismo radical: solo existen nuestras percepciones. Su método está influido por la ciencia empírica (como Newton o Boyle) y rechaza el método deductivo racionalista. Esto inspiró a Kant, quien dijo que Hume lo despertó de su “sueño dogmático”.
Según su principio de copia, solo son válidas las ideas que derivan de impresiones sensoriales. Rechaza cualquier concepto sin base empírica como el alma o Dios. El conocimiento tiene dos límites: nace de la experiencia y no la puede superar. Distingue entre impresiones (más vivas, directas) e ideas (copias menos intensas). Estas se organizan mediante tres principios: semejanza, contigüidad y causalidad.
Hume critica la causalidad: no existe conexión necesaria entre causa y efecto, solo una repetición constante que el hábito mental interpreta como causa. Esto implica una fuerte crítica a la ciencia basada en la inducción. Finalmente, rechaza la metafísica. No se puede probar empíricamente ni la existencia del yo (solo hay percepciones), ni del mundo exterior, ni de Dios, ni de sustancias. Por eso, Hume adopta una postura agnóstica y escéptica ante todo conocimiento que no proceda directamente de la experiencia.
David Hume sostenía que el “yo” no es una entidad fija o permanente, sino una sucesión de percepciones que cambian con el tiempo. Según él, la identidad personal es solo una ilusión creada por la memoria y la costumbre. Esta idea es muy relevante en el contexto actual, especialmente en el mundo digital y las redes sociales, donde las personas adoptan diferentes versiones de sí mismas según la plataforma.
Alguien puede mostrarse profesional en LinkedIn, divertido en TikTok y reflexivo en X (antes Twitter), lo que demuestra que no existe una identidad única, sino múltiples “yo” adaptados al entorno. Además, los algoritmos de las redes sociales influyen en cómo nos percibimos y cómo queremos ser vistos. Al recomendarnos contenido basado en nuestras interacciones anteriores, refuerzan ciertos comportamientos y moldean nuestras decisiones. Muchas personas, incluso sin darse cuenta, modifican su forma de actuar para encajar con lo que es popular o socialmente aceptado en internet. Esto nos lleva a cuestionar hasta qué punto nuestra identidad es realmente propia. En un entorno tan cambiante, la visión de Hume sigue siendo válida: el yo no es algo estable, sino una construcción dinámica que varía según nuestras experiencias, recuerdos y el contexto digital en el que nos movemos.