Portada » Historia » España en el Siglo XIX: Carlismo, Isabel II, Sexenio y Restauración
Fernando VII era padre de Isabel II, pero según la Ley Sálica de tradición francesa, introducida por los Borbones, no se permitía reinar a las mujeres. Tras los sucesos de La Granja en 1832, Fernando VII suprimió mediante una Pragmática Sanción la Ley Sálica y nombró heredera del trono a su hija Isabel. El infante don Carlos María Isidro, hermano de Fernando VII, no reconoció a su sobrina Isabel como heredera y reclamó sus derechos a la Corona. En diversos lugares de la península se produjeron levantamientos armados; comenzó así una guerra civil que duraría siete años.
Las características principales del programa ideológico-político del carlismo se resumían en su lema “Dios, Patria, Fueros, Rey” y eran:
A lo largo del siglo XIX existieron tres conflictos armados carlistas:
Fue la más importante militarmente y se pueden delimitar tres etapas:
Este conflicto estuvo bastante localizado, pues afectó principalmente a Cataluña (donde se conoce como Guerra dels Matiners). El detonante fue el fracaso de los intentos de matrimonio entre Isabel II y el pretendiente carlista, Carlos VI. Por tanto, el motivo político-dinástico fue la chispa del conflicto, aunque también tuvo un fuerte componente social, con la participación de las clases más bajas debido a la difícil situación económica. Desde el punto de vista militar, se caracterizó por la falta de armamento y la desorganización del bando carlista, dirigido por el general Ramón Cabrera. El ejército liberal arrinconó con relativa facilidad a unas guerrillas carlistas muy poco efectivas.
El conflicto carlista se reanudó coincidiendo con el Sexenio Democrático (1868-1874), aprovechando la caída de Isabel II y la inestabilidad durante la monarquía de Amadeo I de Saboya, y acabó en 1876, ya en plena Restauración borbónica.
La Tercera Guerra Carlista se inició en 1872 con el levantamiento en armas de los partidarios de Carlos VII, nieto de Carlos María Isidro, que pretendía acceder al trono por lo que consideraba su legítimo derecho.
Los principales escenarios de la guerra fueron, de nuevo, el medio rural de las Vascongadas, Navarra y Cataluña.
Por la Paz de Somorrostro, que puso fin a la guerra:
El nuevo estado liberal se vio influido por una serie de factores que obstaculizaron el libre juego político y la estabilidad del sistema:
El papel de los militares en el reinado de Isabel II fue destacado. Debido a la amenaza carlista, los militares se convirtieron en una pieza clave para la defensa del régimen liberal. Conscientes de su protagonismo, los generales (Espartero, Narváez, O’Donnell, Prim) se colocaron al frente de los recién creados partidos (Moderado, Progresista, Unión Liberal) y se erigieron en árbitros de la vida política. La inclinación de la Corona hacia el Partido Moderado frente al Partido Progresista, y el recurso abusivo a la práctica del pronunciamiento (golpe de estado militar o civil con apoyo militar) se convirtió en una fórmula habitual para promover cambios de gobierno. Este hecho provocó una anomalía dentro del liberalismo español, que estuvo tutelado por el ejército durante largos periodos.
A la muerte de Fernando VII y debido a la minoría de edad de Isabel II, se hizo cargo de la Regencia su madre, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, hasta 1840. Fue una etapa difícil, condicionada por la Primera Guerra Carlista. La guerra civil reforzó el vínculo entre los liberales y la defensa de la causa de la princesa Isabel frente a la sublevación carlista. Esta alianza entre la monarquía y los liberales permitió desmantelar el Antiguo Régimen y sentar las bases de una monarquía constitucional, una economía de signo capitalista y una nueva sociedad de clases:
De 1837 a 1840 se sucedieron gobiernos moderados que intentaron restringir algunas reformas progresistas, como la Ley de Ayuntamientos (la ley progresista permitía a los vecinos elegir a su alcalde, mientras los moderados y la Regente pretendían que fueran designados por el gobierno). Ante el intento de los conservadores de reformar la citada ley, la reacción popular y la postura radical del general Espartero provocaron la renuncia de María Cristina, que marchó al destierro.
En 1840 y hasta 1843, Espartero, héroe popular por su victoria contra los carlistas y con el apoyo de los progresistas, resultó elegido por las Cortes para asumir la Regencia. Durante su regencia se aceleró la desamortización eclesiástica y se recortaron los fueros vasco-navarros. Partidario de una política económica librecambista, en diciembre de 1842 se difundió el proyecto de un acuerdo comercial con Gran Bretaña que perjudicaría a la industria textil catalana. La reacción fue una sublevación violenta en Barcelona; Espartero ordenó bombardear la ciudad para sofocarla. Esta orden liquidó el prestigio de Espartero, que se ganó la oposición política general (moderados, sectores progresistas e industriales catalanes). En este contexto, tras una sublevación armada impulsada por los moderados Narváez y O’Donnell en 1843, Espartero marchó al exilio.
Para evitar la inestabilidad de una nueva regencia, se decidió anticipar la mayoría de edad de Isabel II en 1843, con solo 13 años. Con esto se inicia la Década Moderada (aunque el primer gobierno moderado se formó en 1844).
Comienza el predominio casi absoluto de los moderados en el poder, limitando libertades, disolviendo las Milicias Nacionales, imponiendo una ley municipal centralista (1845), controlando la prensa, etc.
La Reina siempre confió la formación de gobierno a los moderados; jamás eligió a los progresistas por voluntad propia. Por tanto, los progresistas solo llegaron al poder por medio de revueltas y pronunciamientos.
Entre 1844 y 1854 gobernaron los moderados, siendo la figura destacada de esta década el general Narváez.
Las actuaciones políticas más destacadas fueron:
La aplicación de la Constitución de 1845 se apoyó en el control del Estado (administración, Guardia Civil, aparato judicial) y la influencia de la Iglesia católica sobre una población mayoritariamente rural y analfabeta.
Hacia 1854, un gobierno moderado autoritario proyectó una reforma constitucional que restringía aún más el régimen representativo. Esta pretensión, junto con escándalos de corrupción, condujo a la declaración del estado de sitio y a la persecución de la oposición. Ante esta situación, el general moderado descontento O’Donnell protagonizó un pronunciamiento en Vicálvaro (la Vicalvarada). Para atraer a los progresistas de Espartero, se publicó el Manifiesto de Manzanares (redactado por Cánovas del Castillo), en el que se criticaba la corrupción administrativa y se incluían reivindicaciones progresistas como la mejora de las leyes Electoral y de Imprenta, el restablecimiento de la Milicia Nacional, la descentralización administrativa y la reducción de impuestos. La radicalización revolucionaria en las ciudades obligó a Isabel II a recurrir a Espartero para formar gobierno. Espartero formó un gobierno de coalición progresista-moderado e incorporó a O’Donnell al mismo como Ministro de la Guerra.
Durante este periodo se realizó una obra legislativa de modernización muy importante:
El enfrentamiento entre progresistas (Espartero) y moderados (O’Donnell) en temas como la Iglesia, las libertades políticas, el movimiento popular y la actitud ante el Partido Demócrata llevó a la dimisión de Espartero y al fin del Bienio, con O’Donnell asumiendo el poder.
Los 12 años que siguieron comenzaron con gobiernos de la Unión Liberal (partido de centro creado por O’Donnell) y, posteriormente, gobiernos del Partido Moderado que volvieron a ser conservadores y reprimieron cualquier oposición.
De 1858 a 1863, O’Donnell presidió el consejo de ministros del llamado «Gobierno largo», al frente de la Unión Liberal. Durante este periodo de relativa estabilidad (favorecida por una coyuntura económica expansiva y los fraudes electorales), destacaron las expediciones militares exteriores (Cochinchina, Marruecos, Santo Domingo y México), buscando prestigio internacional y cohesión interna.
Los últimos gobiernos moderados, a partir de 1863 y especialmente desde 1866 bajo la presidencia de Narváez, desarrollaron una política muy conservadora y autoritaria, extremadamente represiva, actuando a menudo al margen de la Constitución y empleando métodos casi dictatoriales. En este último periodo surgieron una serie de acontecimientos que produjeron la crisis y el desmoronamiento del sistema isabelino:
Ante este cúmulo de circunstancias, en agosto de 1866, progresistas y demócratas firmaron el Pacto de Ostende (Bélgica), al que posteriormente se sumó la Unión Liberal (1867 tras la muerte de O’Donnell). Sus objetivos eran:
En septiembre de 1868 estalló con éxito la “Revolución Gloriosa”, iniciada en Cádiz con un pronunciamiento naval (almirante Topete) y militar (generales Prim y Serrano), que derrotó a las tropas leales a la reina en la batalla de Alcolea, logró el exilio de Isabel II y abrió un nuevo periodo llamado Sexenio Democrático.
La eliminación de los obstáculos legales heredados del Antiguo Régimen era una condición necesaria para liberar el mercado de la tierra, lo que se conoce como la “reforma agraria liberal”. En consecuencia, a partir de 1836 se adoptaron tres medidas fundamentales, que ya se habían planteado anteriormente:
Se transformaron los bienes vinculados a mayorazgos, indivisibles y fuera del mercado hasta entonces, en propiedades plenas y libres en poder del titular de la familia nobiliaria correspondiente. Este, en lo sucesivo, podría disponer libremente de sus propiedades: venderlas, donarlas o perderlas si se las embargaban por deudas.
Esta medida tuvo una doble vertiente:
En consecuencia, la antigua nobleza no resultó perjudicada con la abolición de los señoríos jurisdiccionales y, en muchos casos, incluso aumentó su patrimonio territorial al convertir antiguos señoríos en propiedad privada plena.
Consistieron en la expropiación, por parte del Estado, de tierras y bienes inmuebles pertenecientes a la Iglesia (manos muertas eclesiásticas) y a los municipios (bienes de propios y comunales) para su posterior venta a particulares en pública subasta. En compensación por el patrimonio confiscado a la Iglesia, el Estado se hacía cargo de los gastos del culto y del clero (dotación de culto y clero).
Aunque se dieron algunos precedentes a finales del siglo XVIII (Godoy), durante la Guerra de Independencia y en el Trienio Liberal, el verdadero proceso de desamortización se desarrolló a partir de 1836 en dos fases principales, conocidas por el nombre del ministro que las impulsó:
Se inició en una etapa de gobierno progresista durante la regencia de María Cristina. Consistió principalmente en la venta por subasta de las tierras expropiadas a la Iglesia (clero regular y luego secular), por lo que se la conoce también como desamortización eclesiástica. Sus objetivos fueron:
Los resultados fueron limitados. El propósito financiero no se logró plenamente, ya que parte de la deuda se pagó con títulos de deuda pública devaluados. El objetivo político se logró solo parcialmente, pues aunque se crearon apoyos, también se generó la hostilidad de la Iglesia y los sectores católicos. El objetivo social fracasó, ya que las tierras fueron compradas principalmente por nobles y burgueses adinerados o especuladores, no por los campesinos, lo que contribuyó a consolidar una estructura de propiedad latifundista en muchas zonas.
Se inició durante el Bienio Progresista del reinado efectivo de Isabel II. Afectó a todo tipo de tierras amortizadas: las de la Iglesia aún no vendidas, las del Estado, las de las órdenes militares y, principalmente, las de propiedad municipal (bienes de propios, arrendados por los ayuntamientos, y bienes comunales, aprovechados directamente por los vecinos). Por eso se la conoce como desamortización general.
La situación política y fiscal no era tan grave como durante la desamortización anterior. La Primera Guerra Carlista había terminado y el régimen liberal estaba más consolidado. Por consiguiente, además de reducir la deuda pública, se pretendía destinar parte de los ingresos obtenidos a financiar la modernización económica, en especial la construcción de la red de ferrocarriles.
Sin embargo, la venta de los bienes municipales privó a los ayuntamientos de una fuente de ingresos (propios) y a los campesinos más pobres del aprovechamiento de los comunales (pastos, leña), lo que empeoró sus condiciones de vida, aumentó la presión fiscal municipal y generó protestas sociales.
Los antecedentes de la revolución de 1868 («La Gloriosa») se encuentran en la crisis final del reinado de Isabel II (autoritarismo, represión) y el Pacto de Ostende (1866), firmado entre progresistas y demócratas y, posteriormente, también por la Unión Liberal para derrocar a la reina. Al descrédito del régimen isabelino habían contribuido:
Tras el triunfo de la revolución en septiembre de 1868, se formó un Gobierno Provisional presidido por el general Serrano (unionista) y con el general Prim (progresista) como Ministro de la Guerra y hombre fuerte del nuevo régimen. Se convocaron elecciones a Cortes Constituyentes por sufragio universal masculino (mayores de 25 años), que dieron la victoria a la coalición gubernamental (progresistas, unionistas y demócratas monárquicos).
Estas Cortes elaboraron la Constitución de 1869, la primera democrática de la historia de España:
Una vez aprobada la Constitución, que definía España como una monarquía, y al no haber rey, Serrano fue nombrado Regente y Prim Jefe de Gobierno, encargado de buscar un candidato adecuado para el trono español entre las casas reales europeas. Finalmente, se eligió a Amadeo de Saboya, hijo del rey de Italia Víctor Manuel II, que fue proclamado rey como Amadeo I en enero de 1871.
El reinado de Amadeo I fue breve (1871-1873) y estuvo marcado por la inestabilidad política (divisiones entre los partidos que lo apoyaban, asesinato de Prim, su principal valedor), la oposición (carlistas, alfonsinos, republicanos) y los conflictos sociales y bélicos (Tercera Guerra Carlista, Guerra de Cuba). Ante la imposibilidad de reinar, Amadeo I abdicó en febrero de 1873.
Tras la abdicación, las Cortes, de mayoría monárquica pero sin alternativa viable, proclamaron la República el 11 de febrero de 1873. La República nació débil, careciendo de amplios apoyos sociales consolidados, aunque algunos la vieron como la forma de culminar los objetivos democráticos de la Revolución de 1868.
El nuevo régimen tuvo importantes enemigos: los ‘poderes fácticos’ (banqueros, grandes empresarios, altos mandos del ejército, Iglesia) mostraron en general hostilidad hacia la República. Parte del movimiento obrero y campesino, influido por el anarquismo (bakuninista), adoptó posturas revolucionarias. Se sumaron las conspiraciones militares alfonsinas, pues sectores del ejército deseaban restaurar la monarquía borbónica en la figura de Alfonso, hijo de Isabel II. El partido alfonsino, liderado hábilmente por Cánovas del Castillo, seguía creciendo. Además, los propios republicanos estaban profundamente divididos entre ‘unitarios’ (partidarios de un estado centralizado) y ‘federalistas’ (partidarios de un estado descentralizado formado por la unión de regiones o ‘estados’), y estos últimos, a su vez, entre moderados e intransigentes.
En esta primera y breve experiencia republicana distinguimos dos fases:
Fue breve e inestable. En menos de un año se sucedieron cuatro presidentes del Poder Ejecutivo: Estanislao Figueras, Francisco Pi y Margall, Nicolás Salmerón y Emilio Castelar.
La primera fase de la República concluyó el 3 de enero de 1874, cuando, ante la posibilidad de que las Cortes retiraran la confianza a Castelar y volvieran a un gobierno federalista, las tropas del general Pavía dieron un golpe de Estado, disolvieron las Cortes y entregaron el poder ejecutivo al general Serrano.
Durante la República Federal se intentaron o aprobaron algunas reformas:
Tras el golpe de Pavía, Serrano asumió la presidencia del Poder Ejecutivo. Aplicó una política autoritaria con fuerte protagonismo militar, suspendiendo garantías constitucionales y disolviendo la Internacional Obrera, aunque formalmente se mantuvo la República. Su objetivo era restablecer el orden y ganar las guerras pendientes.
El año que duró su mandato fue una etapa de transición. Tras la inestabilidad del Sexenio, amplios sectores de la burguesía y las clases medias se habían vuelto conservadores y anhelaban el restablecimiento del orden, que identificaban con la restauración de la monarquía en el hijo de Isabel II, el príncipe Alfonso, como garante de una monarquía liberal estable y moderada.
Actuando por iniciativa propia, sin esperar la vía política diseñada por Cánovas del Castillo, el 29 de diciembre de 1874 el general Martínez Campos realizó un pronunciamiento en Sagunto en favor del príncipe Alfonso. El pronunciamiento triunfó sin apenas resistencia, dando comienzo a la etapa de la Restauración.
El Sexenio se vio atravesado por una serie de conflictos que perturbaron sus sucesivas etapas y contribuyeron a su fracaso:
La inestabilidad política fue una constante. La coalición que derrocó a Isabel II (unionistas, progresistas, demócratas) pronto se fragmentó. Los progresistas se dividieron entre los más moderados seguidores de Sagasta y los más radicales de Ruiz Zorrilla. Los demócratas se dividieron entre monárquicos y republicanos. Los republicanos, a su vez, se dividieron entre federalistas y unitarios. Esta fragmentación dificultó la formación de gobiernos estables.
La fuerte incertidumbre política se trasladó a lo social y económico, haciendo que la opción de la restauración borbónica apareciese para muchos como una solución de orden y estabilidad.
El Sexenio enfrentó una fuerte oposición:
Además, el Sexenio no alteró sustancialmente las bases socioeconómicas de la España isabelina. Los grupos sociales favorables a un cambio de régimen conservador y al regreso de los Borbones seguían siendo muy poderosos: la alta nobleza y burguesía, los intereses coloniales (especialmente en Cuba), los grandes terratenientes, gran parte de los mandos del Ejército y la Iglesia Católica.
Coincidiendo con la Revolución Gloriosa, estalló en Cuba un levantamiento independentista que dio lugar a una larga y costosa guerra. El conflicto consumió enormes recursos económicos y militares, y dificultó las reformas políticas en la península.
Durante la Primera República Federal, estalló la insurrección cantonalista. Fue un movimiento político y social complejo, relacionado con un federalismo radical e influencias anarquistas. Comenzó en julio de 1873 con la proclamación del cantón de Cartagena. En los días siguientes, el movimiento se extendió y se organizaron cantones (ciudades o regiones que se declaraban autónomas o independientes) por diversas zonas, en especial por Levante y Andalucía (Valencia, Alcoy, Murcia, Sevilla, Cádiz, Granada, etc.). Algunos cantones se declararon la guerra entre sí. La intervención del ejército, ordenada por los gobiernos republicanos de Pi y Margall y Salmerón, sofocó la rebelión rápidamente, aunque el cantón de Cartagena, bien defendido y con apoyo naval, resistió hasta enero de 1874. El estado de desorden que generó en el país constituyó uno de los principales factores del fracaso de la Primera República y facilitó el giro conservador y el posterior golpe de Pavía.
Antonio Cánovas del Castillo fue el artífice político de la Restauración borbónica. Ya durante la I República se había erigido en jefe de la causa alfonsina. En 1874 redactó el Manifiesto de Sandhurst, firmado por el príncipe Alfonso, donde este se comprometía a instaurar un régimen constitucional, liberal moderado, católico y parlamentario.
Aunque Cánovas prefería una restauración por vía civil para evitar el protagonismo militar, el pronunciamiento de Martínez Campos en Sagunto (29 de diciembre de 1874) aceleró la proclamación de Alfonso XII como rey.
El sistema político ideado por Cánovas, inspirado en parte en el modelo británico, se apoyaba sobre tres pilares fundamentales:
Fue la constitución más duradera de la historia de España (vigente hasta 1923, y formalmente hasta 1931). Era un texto breve, flexible y de carácter moderado, inspirado en la de 1845 pero con elementos de la de 1869:
Según Cánovas, la historia había convertido al Rey y las Cortes en las dos instituciones fundamentales de la «constitución histórica» de España. Ambas formaban la columna vertebral de la nación y debían ejercer la soberanía conjuntamente. Esto suponía una monarquía constitucional pero no democrática, al basarse en la soberanía compartida y, inicialmente, en un sufragio censitario muy restringido (Ley Electoral de 1878). Aunque en 1890 se estableció el sufragio universal masculino, este fue sistemáticamente falseado mediante el fraude electoral.
Siguiendo una interpretación del modelo bipartidista inglés, la labor de gobierno debía recaer exclusivamente en dos grandes partidos dinásticos (que aceptaban la monarquía alfonsina y la Constitución de 1876), que se alternarían pacíficamente en el poder y en la oposición:
Estos dos partidos (‘dinásticos’) se alternarían en el poder de forma pactada (turno pacífico). El Pacto de El Pardo (1885), acordado entre Cánovas y Sagasta tras la temprana muerte de Alfonso XII para garantizar la estabilidad durante la regencia de María Cristina de Habsburgo, consolidó este sistema de alternancia.
En la práctica, la alternancia pacífica en el poder de ambos partidos se convirtió en cambios de gobierno pactados de antemano entre los líderes de los partidos y la Corona:
La clave del funcionamiento del turno era el fraude electoral generalizado, organizado desde el gobierno a través de una red piramidal:
Evidentemente, la capacidad de manipulación y fraude era mucho mayor en el medio rural, donde las relaciones de dependencia personal eran más fuertes, que en las ciudades.
La aplicación práctica del sistema canovista demostró que, bajo la apariencia de una monarquía parlamentaria y constitucional, se ocultaba una oligarquía política y económica que controlaba el poder a través del fraude electoral y las redes caciquiles. La realidad política fue ajena al espíritu democrático, adulterando las esencias del parlamentarismo.
Durante la Restauración, y en parte como reacción al centralismo del Estado liberal, surgieron o se consolidaron movimientos políticos que reivindicaban el reconocimiento de las identidades culturales y los derechos históricos de diversas regiones, especialmente Cataluña y el País Vasco.
Desde los años treinta, en el contexto del Romanticismo, se había iniciado en Cataluña un movimiento literario y cultural conocido como la Renaixença, que pretendía revitalizar la lengua y la cultura catalanas (restauración de los Jocs Florals en 1859). Sin embargo, no se puede hablar de catalanismo político propiamente dicho hasta la Restauración.
Inicialmente, tuvo una vertiente federalista y republicana, representada por Valentí Almirall (autor de Lo Catalanisme, 1886). Pero pronto predominó una corriente más conservadora y autonomista.
En 1891 se fundó la Unió Catalanista, agrupación de diversas asociaciones, que en 1892 aprobó las Bases de Manresa, consideradas como el acta de nacimiento del nacionalismo catalán conservador. Inspiradas en parte por Enric Prat de la Riba, proponían un autogobierno para Cataluña dentro de España.
Figuras como el obispo Torras i Bages (La Tradició Catalana, 1892) reforzaron la vertiente tradicionalista y católica del catalanismo. Prat de la Riba fue el principal ideólogo y organizador de esta corriente, impulsando la creación en 1901 de la Lliga Regionalista, partido político conservador que aspiraba a la autonomía de Cataluña y cuya base social estaba en amplios sectores de la burguesía y las clases medias catalanas, especialmente las vinculadas a la industria local.
La aparición del nacionalismo vasco en el último cuarto del siglo se debió principalmente a dos causas:
A partir de una idealización de su pasado y de la sociedad tradicional (católica, rural y foral), el nacionalismo vasco inicial rechazó la «españolización», sublimó la etnia y la lengua vascas (euskera) y reivindicó la recuperación de la soberanía perdida.
Con estos principios, Sabino Arana Goiri fundó en 1895 el Partido Nacionalista Vasco (PNV), de raíces carlistas, claramente conservador, católico y, en sus inicios, independentista y racista. Su lema era «Jaungoikoa eta Lege Zarra» (Dios y Ley Vieja, refiriéndose a los fueros).
Al principio, su apoyo social fue escaso debido a su radicalismo antiespañol e independentista y su limitación al entorno vizcaíno. Desde comienzos del siglo XX, evolucionó hacia posiciones más moderadas (autonomistas) para extender su influencia al conjunto de la población y los territorios vascos.
El nacionalismo español moderno surge, en gran medida, en las Cortes de Cádiz, asociado al liberalismo y en reacción al dominio francés napoleónico. La Constitución de 1812 definió la nación española como «la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios», depositaria de la soberanía nacional.
Durante el reinado de Isabel II, el nacionalismo español se identificó a menudo con la monarquía, una concepción centralista del Estado y la defensa del catolicismo como elemento esencial de la identidad nacional.
El Sexenio Democrático, con la Constitución de 1869, retomó con fuerza la idea de soberanía nacional. De forma parecida, aunque organizando España de manera federal, lo hizo el proyecto constitucional de 1873. La Constitución de 1876 de Cánovas del Castillo volvió al modelo de soberanía compartida entre Rey y Nación (representada en las Cortes).
Aunque los elementos vertebradores de la nación (escuela pública, servicio militar obligatorio, administración centralizada) no fueron tan potentes en España como en otras naciones europeas, en el siglo XIX se construyó un imaginario nacionalista español con sus símbolos, mitos y héroes, como se puso de manifiesto en la historiografía romántica, la pintura de historia y las esculturas que comenzaron a poblar los espacios públicos de las ciudades españolas.
El reinado de Alfonso XII, interrumpido por su temprana muerte a los 28 años (tuberculosis), representa la fase de construcción y consolidación del sistema político canovista.
Entre 1875 y 1881 gobernó casi ininterrumpidamente el Partido Conservador de Cánovas. El bipartidismo y el turno pacífico no se iniciaron plenamente hasta la formación del Partido Liberal por Sagasta en 1880 y su acceso al poder en 1881. Durante este primer periodo, Cánovas se dedicó a consolidar el nuevo régimen mediante:
El Rey Alfonso XII murió en noviembre de 1885. Su esposa, María Cristina de Habsburgo, que estaba embarazada del futuro Alfonso XIII, asumió la Regencia hasta la mayoría de edad de su hijo en 1902. Para garantizar la estabilidad del régimen tras la muerte del rey, Cánovas y Sagasta reafirmaron su compromiso con la alternancia pacífica en el Pacto de El Pardo (1885).
Sagasta asumió el poder y gobernó entre 1885 y 1890 en el llamado ‘Gobierno Largo’. Su obra legislativa incluyó reformas importantes, algunas inspiradas en el ideario progresista adaptado al marco de la Restauración:
Durante la década de 1890 continuó la alternancia entre Cánovas y Sagasta. Tras el asesinato de Cánovas por un anarquista en 1897, Francisco Silvela asumió el liderazgo del Partido Conservador. El final de la Regencia estuvo marcado por la crisis de 1898 (pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas tras la guerra con Estados Unidos), que sumió al país en un profundo pesimismo y puso de manifiesto las debilidades del sistema de la Restauración, abriendo paso a las corrientes regeneracionistas.
La aplicación práctica del sistema canovista entre 1875 y 1902 demostró que, bajo la apariencia de las instituciones parlamentarias, se ocultaba el verdadero poder de una oligarquía política y económica apoyada en los caciques locales. La realidad política fue contraria y ajena a la letra del texto constitucional, que sólo se respetó formalmente, adulterándose sus principios democráticos.