Portada » Historia » La Revolución Francesa: Transformaciones Políticas, Científicas y el Origen de la Sociología Moderna
El siglo XVIII europeo, que se encamina poco a poco hacia la Revolución, se caracteriza por guerras continuas entre las primeras potencias continentales. Estas guerras reflejan frecuentemente una serie de alianzas y coaliciones variables y engañosas, casi siempre motivadas por cuestiones dinásticas o territoriales. Especialmente significativo resultó el Tratado de Versalles de 1763 que, dando fin a la Guerra de los Siete Años, confirmó la supremacía de Gran Bretaña como potencia colonial indiscutible, tras imponerse finalmente a Francia. Pese a su trascendencia, la independencia de los Estados Unidos de América (1783) apenas afectó a la potencia británica, que también logró imponerse tras las inacabables guerras napoleónicas.
Sin embargo, 1789 es la fecha decisiva: la Revolución Francesa supondrá una convulsión política sin precedentes, y sus consecuencias transformarían Francia, que dejaría de estar marcada por un feudalismo secular, el omnímodo poder de la Iglesia y el derecho divino de los reyes. Los acontecimientos se originan en los problemas de la hacienda pública francesa, agotada tras un siglo de incesantes guerras, y con el desesperado intento gubernamental de 1786 de extender un nuevo impuesto de forma uniforme, lo que provocó la oposición de la nobleza, el clero y la opinión pública. Tras meses de tensiones, cambios de ministro y la dramática revelación de la incapacidad del gobierno de Luis XVI, este convoca para 1789 los Estados Generales, institución medieval donde, tras un proceso electoral, estarían representados la nobleza, el clero y el Tercer Estado. Este último comprendía a la incipiente burguesía (comerciantes y banqueros), junto a un conglomerado de artesanos y profesionales liberales como abogados, procuradores, médicos e intelectuales de diversa extracción.
En el verano de 1789, cuando va a iniciarse el gran impulso revolucionario, se superponen tres revoluciones, según Vovelle: la institucional o parlamentaria (los privilegiados, que no quieren pagar), la urbana o municipal (París, que dirigirá todo el proceso) y la campesina (ya que el campo pasa hambre en numerosas regiones). El 5 de mayo se abren las sesiones y el Tercer Estado toma rápidamente la iniciativa, erigiéndose sus diputados en Asamblea Nacional Constituyente. Nobles y clérigos se vieron obligados a renunciar expresamente a sus privilegios económicos y sociales en la memorable noche del 4 de agosto, lo que significó la autoliquidación del feudalismo.
La famosa Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (26 de agosto) superó en convicción y vigor expresivo a la Declaración de Virginia (1776), con la que la revolución norteamericana, más aristocrática que burguesa, había pretendido asombrar al mundo. Pronto la cuestión monárquica causó estragos. En 1791, tras la aprobación de la primera Constitución y la constitución de la Asamblea Legislativa (16 de diciembre), se inició una escalada revolucionaria con el objetivo de acabar con la monarquía. Los nobles emigrados y el clero perdieron gran parte de sus posesiones. Al abolirse la monarquía (21 de septiembre), una primera coalición de ejércitos europeos invadió tierras francesas. La guerra aceleró la Revolución: se estableció la Convención Republicana y se inició la cronología revolucionaria con el Año I (que comenzó el 21 de septiembre de 1792). En Valmy, contra todo pronóstico, el ejército revolucionario venció a los prusianos, ocupando incluso territorios de Alemania e Italia.
El intenso verano de 1792 fue aún más trascendental, ya que se produjo la ruptura de la unidad entre las fuerzas burguesas, pasando la iniciativa a la Comuna insurreccional de París y a los sans-culottes. De entre estos agentes colectivos revolucionarios surgieron figuras tan famosas y decisivas como Marat, Danton, Saint-Just y Robespierre. Acusado de traición, Luis XVI fue juzgado y guillotinado el 21 de enero de 1793 (el 17 de octubre le seguiría al patíbulo la reina austriaca, María Antonieta). A la burguesía moderada, incluso monárquica, le sucedió la burguesía revolucionaria, los jacobinos, quienes, aun así, se enfrentaron a las masas populares, que siempre pugnaban por ir más allá. En abril de 1793 se formó el Comité de Salvación Pública bajo Danton, que asumió la dirección de una Francia que debía afrontar múltiples emergencias: las sublevaciones campesinas, la invasión del territorio por fuerzas extranjeras, la subversión realista y la traición antirrevolucionaria.
En esos meses se proclamó un Ser Supremo y se rindió culto a la diosa Razón, pero la Revolución fue devorando a sus líderes y a sus hijos. El Terror se desencadenó (junio de 1794), produciendo miles de víctimas entre la aristocracia y los moderados, mientras se sufrían importantes derrotas militares. El reflujo llegó tras la revuelta contra Robespierre y el golpe de Estado del 9 de Termidor (27 de julio de 1794). A partir de ahí, se preparó una nueva Constitución que fue aprobada por plebiscito y entró en vigor en agosto de 1795. A la Convención le sucedió el Directorio (1795-1799), que marcó el inicio de la contrarrevolución, desandando el camino en numerosos aspectos. Coincidió con un nuevo giro favorable en la guerra, de modo que, con los tratados de paz de 1795, Francia retuvo Renania y Bélgica. Fue la guerra, con una extraordinaria serie de éxitos, lo que determinó el giro definitivo de la Revolución al promover la figura excepcional de Napoleón Bonaparte, quien infligió durísimas derrotas en Italia tanto a piamonteses como a austriacos (1796-1797), antes de llevar a cabo la fulgurante campaña de Egipto y Oriente Medio (1798-1799), donde se midió por primera vez con los ingleses.
Napoleón fue elevado al poder tanto por sus éxitos militares como, más aún, por el cansancio y el agotamiento del periodo revolucionario. En definitiva, fue el ansia estabilizadora de la burguesía triunfante, que con Napoleón veía asegurada la consolidación de sus logros. Un golpe militar era lo que siempre temieron los jacobinos, seguros de que acabaría con el proceso revolucionario. Y eso fue lo que hizo Napoleón en su 18 de Brumario (9 de noviembre de 1799), formando un Consulado (1799-1802) de tres miembros. Su inmensa popularidad le permitiría pronto convertirse en cónsul único y vitalicio, hasta autoproclamarse emperador hereditario de los franceses dos años después (1804).
Con el Imperio y sus campañas militares, culminaría ese proceso de 25 años, el ciclo más extraordinario de la historia de Francia (1789-1814). En él se sucedieron todos los regímenes posibles —monarquía, república, dictadura e imperio, con las variantes y los excesos del periodo revolucionario y la restauración monárquica—, pero al final de la experiencia, nada volvió a ser como antes de 1789.
Con el cambio de siglo, Francia seguía siendo la principal preocupación político-militar de las monarquías europeas, pero al mismo tiempo vivía un estado de exaltación científica e intelectual sin parangón en su historia, producto de la Revolución y de su sustrato ideológico: la Ilustración. Y, como representación, extracto y sublimación de un país en agitación, París asombraba al mundo y a la historia. Alrededor del año 1800, desde el final del Antiguo Régimen hasta la Restauración (1789-1814), se produjo en París una acumulación de acontecimientos políticos, sociales, intelectuales, científicos, religiosos y antropológicos de una intensidad y trascendencia tan extraordinarias que algunas filosofías posteriores encontraron su fundamento solo en la lectura de aquellos…, señala Michel Serres en su Historia de las ciencias. Y resume su análisis con afirmaciones de este calado: «La historia de Francia coincide y se asemeja a la historia de las ciencias: durante la Revolución, los sabios toman el poder».
Efectivamente, la proliferación de sabios y científicos en ese momento fue extraordinaria y sin parangón en la historia anterior de ningún país. Serres aporta una lista enorme de científicos de primera fila, presentes de alguna manera en el París del momento:
Con el cambio de siglo, la Revolución dejó de serlo, pero los cambios políticos apenas afectaron el progreso de las ciencias (aunque algunos científicos importantes cayeron víctimas del implacable Terror revolucionario, como Lavoisier), entendiendo por tales fundamentalmente las ciencias físico-naturales, que luego serían llamadas positivas. Las ciencias ganaron terreno a las humanidades, y estas últimas no dejaron de sufrir humillaciones y limitaciones desde el inicio de la Revolución. Algunos de sus principales exponentes, como Chateaubriand y Madame de Staël, tuvieron que exiliarse; Beaumarchais fue encarcelado; Chénier fue decapitado.
En estas transformaciones político-científicas, la última década del siglo XVIII francés, casi enteramente inmersa en el periodo revolucionario, adquiere un significado especial. Aludiendo a esa década tan significativa, cabe destacar, por sus contenidos, el año 1794. En marzo de 1794, concretamente, murió Condorcet, uno de los intelectuales que prefiguraban la sociología, por causas no aclaradas, pero cuando estaba a punto de caer en manos del Tribunal Revolucionario (que lo habría llevado a la guillotina sin ninguna duda). En ese mismo año se produjo la publicación de su célebre obra Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, en la que quedaría acuñada la idea de progreso en su versión ilustrada (la que mayor interés ha suscitado después). En mayo, el gran químico Lavoisier fue guillotinado por pertenecer a un grupo privilegiado y bajo la acusación de traición a la patria. Es de destacar, también, que en el verano de 1794 el Ministerio de la Guerra instaló entre París y Lille la primera línea de telégrafo óptico, obra de Chappe, impulsado por la necesidad de hacer frente a la invasión de las tropas austriacas. En septiembre se creó la École Centrale des Travaux Publics, que al año siguiente adquiriría el nombre definitivo de École Polytechnique, convirtiéndose en el centro de la producción y la irradiación del saber científico en Francia. Todo ello ocurrió durante la Convención Republicana (1792-1795) y en la transición del Terror revolucionario al Terror Blanco que siguió a la caída de Robespierre.
Históricamente, el inicio del movimiento cultural global conocido como Romanticismo coincide en gran medida con el periodo revolucionario en Francia. Este movimiento surgió, con síntomas y expresiones muy parecidas y de forma casi simultánea, en Alemania, Gran Bretaña y Francia. El Romanticismo es una reacción frente a la Ilustración, el racionalismo y los estereotipos neoclásicos, anteponiendo el sentimiento, la libertad y la identificación con la naturaleza. La expresión madura de esta corriente cultural es, en primer lugar, literaria y artística, pero también político-nacionalista e incluso económica o científica. En ese sentido, como reacción anti-ilustrada, el Romanticismo se opone a los resultados de la Revolución Francesa y, concretamente, al modelo político y estatal propagado por Napoleón en toda Europa, lo que incluye la progresiva implantación del modelo burgués.
De carácter más científico, el Positivismo es una corriente filosófica que considera que el único y verdadero conocimiento es el científico, aquel que basa el análisis de la realidad en un método científico, es decir, teniendo en cuenta los hechos reales, verificados por la experiencia. El Positivismo es gestado por la Ilustración, sin duda, y en este sentido se diferencia claramente del pensamiento romántico. Pero, al mismo tiempo, se fue convirtiendo en una parte integrante del movimiento romántico, que surgió en gran medida como reacción al exceso de racionalismo del periodo ilustrado, ya que con su apasionada actitud hacia la ciencia y la humanidad, los positivistas acabaron mostrándose como «románticos de la ciencia», a pesar de optar por elementos racionalistas francamente detestados por los románticos.
El Positivismo surgió, por otra parte, en la coyuntura histórico-intelectual de la Revolución y, motivado en gran medida por las convulsiones que esta generó, puso especial interés en el estudio de la sociedad. Este es el marco intelectual en el que hay que inscribir el pensamiento y la obra de Saint-Simon, así como de sus primeros seguidores, incluyendo de manera especial a Comte, quien fue su secretario durante varios años. Ambos son considerados los fundadores de la ciencia de la sociedad, es decir, la Sociología.
Es así, como consecuencia de este recorrido por la Revolución, sus causas y sus consecuencias, y en especial por el ambiente intelectual que la nutrió y la sobrevivió, como surgió la Sociología a partir de sus primeros formuladores. En los años siguientes al final del Terror, nacieron Quételet (1796, en la Bélgica francesa del momento) y Comte (1798, Montpellier), mientras que Saint-Simon se instaló frente a la École Polytechnique (1798). Del reflujo de la Revolución se fue desprendiendo la Sociología, como una capa de sólidos flotantes que acabarían sedimentando. La referencia a los horrores de la Revolución, la necesidad de reordenar la sociedad de forma estable y, por supuesto, la tarea intelectual de estructurar este empeño sobre una base científica que hilvane y unifique el conocimiento, determinaron la base de la nueva ciencia de la sociedad.
La Sociología nació del espíritu genuino de una época claramente diferenciada desde el punto de vista del pensamiento, la de finales del siglo XVIII y principios del XIX, y por tanto se enraíza en los conocimientos, ideas y concepciones fruto de la Modernidad. Así, la Sociología resultaría una «ciencia-corolario», que surge del positivismo sansimoniano y comteano. El ambiente intelectual reinante en la transición entre siglos, en resumen, presionó con fuerza sobre la ciencia social emergente, imponiendo la metodología de las ciencias físico-naturales y el espíritu práctico y optimista. Esto quedó reflejado en las denominaciones originales de la ciencia sociológica: fisiología social según Saint-Simon y física social según Comte.