Portada » Filosofía » La Estructura del Ser y la Acción en Aristóteles: Potencia, Acto y Eudaimonía
Aristóteles parte del hecho evidente de que en la naturaleza hay movimiento y cambio, algo que Parménides negaba y que Platón explicaba recurriendo a dos mundos. Aristóteles sostiene que el movimiento no es un cambio absoluto, sino el proceso por el cual algo que está en potencia pasa a estar en acto, es decir, llega a ser lo que puede ser.
Para ello propone tres elementos esenciales del cambio:
La potencia es la capacidad real de llegar a ser algo que todavía no se es, mientras que el acto es la actualización de esa capacidad. Con esta explicación, Aristóteles supera la oposición entre Heráclito y Parménides, mostrando que el cambio es posible sin que el ser surja de la nada ni se destruya, ya que siempre existe un sustrato material que recibe una nueva forma. El movimiento es, por tanto, un proceso natural que ocurre en las sustancias del mundo sensible, y no exige abandonar este mundo ni recurrir a realidades separadas. Todo movimiento implica un ser que pasa de tener una posibilidad a realizarla efectivamente, y esta concepción será la base de toda su física y su metafísica.
Para Aristóteles, toda sustancia está compuesta de materia y forma, lo que denomina hilemorfismo. La materia es el sustrato indeterminado que puede ser muchas cosas, mientras que la forma es aquello que determina lo que realmente es una sustancia. Esta teoría permite explicar el cambio sin recurrir al mundo inteligible, pues la forma no está separada, sino presente en los seres naturales.
A partir de aquí, Aristóteles formula la teoría de las cuatro causas, necesarias para explicar completamente un ser o un proceso:
La causa final es la más importante, porque dirige el proceso como fin interno hacia el que tiende la naturaleza. Así, cada sustancia se entiende como un compuesto orientado hacia su perfección o acto. Esta estructura causal permite comprender por qué los seres naturales actúan de manera ordenada y con un fin, y fundamenta la visión teleológica que caracteriza toda la filosofía aristotélica. El hilemorfismo y las cuatro causas explican la realidad sensible sin recurrir a entidades externas.
Aristóteles, al estudiar el movimiento, afirma que todo lo que se mueve es movido por otro, y que no es posible una cadena infinita de motores. Por ello concluye que debe existir un Primer Motor Inmóvil, que inicia el movimiento sin moverse él mismo. Este ser es eterno, inmaterial y acto puro, porque la materia está ligada a la potencia y al cambio, y en él no puede haber potencia alguna.
Aristóteles lo concibe como una causa final, que mueve como objeto de deseo y perfección, no como causa eficiente que empuja físicamente. El Primer Motor es “pensamiento de pensamiento”, una realidad perfecta que se piensa a sí misma y constituye el máximo acto posible. Con este argumento, Aristóteles pasa de la física, centrada en el movimiento y las sustancias sensibles, a la metafísica, que estudia el ser en cuanto ser y las causas últimas. El Primer Motor garantiza el orden del cosmos y explica por qué el movimiento es eterno y regular, especialmente en el ámbito celeste. Así, Dios no crea el mundo, sino que lo ordena y mueve como fin supremo hacia el que todo tiende, completando la visión teleológica del universo aristotélico.
Aristóteles diferencia entre saberes:
La ética se sitúa dentro de los saberes prácticos porque trata de la acción humana en lo que puede ser de otra manera. La ética estudia cómo debemos actuar para vivir bien, ya que en nuestras acciones nos jugamos nuestra propia vida y nuestra forma de comportarnos. Aristóteles parte del carácter teleológico de la acción: toda acción humana se orienta a un fin que se considera un bien. Por ello se pregunta si existe un fin supremo al que se ordenen todos los demás, llegando a la conclusión de que ese fin último es la felicidad (eudaimonía), entendida como la plenitud y realización de la vida.
La felicidad no consiste en placeres momentáneos, riquezas u honores, sino en la actividad que perfecciona la naturaleza humana. Para saber en qué consiste esta plenitud hay que conocer cuál es la función propia del ser humano, y Aristóteles sostiene que, igual que cada ser es feliz realizando la actividad que le es propia, el ser humano lo será perfeccionando su actividad racional. La ética se convierte así en una reflexión sobre las acciones concretas y sobre los hábitos que permiten realizarlas bien, poniendo la excelencia (areté) en el centro de la vida moral.
Aristóteles se pregunta si existe un bien supremo que sea fin de todos los fines perseguidos por los seres humanos. Parte del hecho de que toda acción humana tiene carácter intencional, pues se realiza para conseguir algo que se considera un bien. Este análisis lleva a afirmar que existe un fin último que da sentido a todos los demás fines intermedios, y ese fin es la felicidad (eudaimonía).
Para concretarla, Aristóteles analiza distintas vidas consideradas felices —la vida de placer, la vida política del honor, la vida de riqueza o la vida contemplativa— y concluye que la felicidad debe ser una actividad completa, estable y propia de la naturaleza humana. Según su concepción teleológica, cada ser alcanza su perfección realizando su función específica, y la del ser humano es la actividad racional, de modo que la forma más perfecta de vida feliz es la vida contemplativa. No obstante, el texto subraya que Aristóteles reconoce también la necesidad de otras virtudes relacionadas con las distintas actividades humanas, porque la felicidad exige una vida completa en todas sus dimensiones. La felicidad no es un estado pasajero, sino un modo de vivir conforme a la excelencia y guiado por la razón.
Aristóteles distingue dos tipos de virtudes, según perfeccionen la parte racional o el carácter:
La prudencia guía la acción en lo que puede ser de otra manera, permitiendo deliberar bien y elegir lo correcto en cada situación concreta. Las virtudes éticas, en cambio, se adquieren mediante el hábito, no por naturaleza. La acción virtuosa se sitúa en el término medio entre dos vicios, uno por exceso y otro por defecto, siempre relativo a cada persona y cada situación. Estas virtudes requieren educación moral y repetición de actos que configuren un buen carácter. El texto enfatiza que el ser humano es responsable de formar su propio ethos y que solo quien cultiva tanto virtudes éticas como dianoéticas puede vivir de acuerdo con la razón, alcanzando así la excelencia moral.
La justicia es la virtud ética más importante para Aristóteles, porque regula las relaciones entre las personas y garantiza un orden social correcto. La justicia implica obedecer las leyes y tratar a cada uno según lo que le corresponde. Aristóteles distingue dos tipos principales de justicia:
Junto a ella, el texto destaca la enorme importancia de la amistad (philia), considerada indispensable para la vida humana, porque ningún hombre desearía vivir sin amigos aunque tuviera todos los bienes. Aristóteles distingue tres tipos de amistad:
La amistad también tiene una dimensión política: en la polis se manifiesta como concordia, cuando los ciudadanos están de acuerdo en lo que es beneficioso para la comunidad y colaboran en llevarlo a cabo. Tanto la justicia como la amistad sostienen la convivencia y son pilares de la buena vida.
