Portada » Filosofía » Explorando el Pensamiento Filofófico: Arendt, Nietzsche y Ortega y Gasset
Hannah Arendt parte de la distinción entre vida activa y vida contemplativa, presente desde la filosofía griega y el cristianismo. Mientras la tradición ha privilegiado la contemplación como vía hacia la verdad y lo eterno, Arendt centra su atención en la vida activa, cercana al comportamiento humano. Esta puede expresarse de muchas formas o incluso no llegar a concretarse. Para ella, la vida activa no solo relaciona a los seres humanos con los objetos, como sugiere la contemplación, sino que también es fundamental para la transformación de las relaciones humanas. Por ello, distingue entre tres tipos de actividades:
La política, según Arendt, se construye colectivamente, a través de la participación, y sostiene que cualquier forma de deliberación abierta y respetuosa es válida para seleccionar a quienes deben liderar. Así, logra conciliar la igualdad entre ciudadanos con el reconocimiento del liderazgo, sin comprometerse con un modelo democrático específico. Aun así, la acción política no ha tenido siempre el protagonismo. Según Arendt, el pensamiento político comenzó con Sócrates, pero Platón lo sustituyó por la contemplación de lo eterno hasta la Edad Media. En la modernidad esta orientación cambió, con el surgimiento del individuo productor, impulsado por descubrimientos geográficos, avances técnicos y la ruptura religiosa. En las sociedades modernas, los objetos producidos ya no responden solo a necesidades prácticas, sino que se convierten en bienes de consumo. Esto conduce a una cultura centrada en las necesidades del cuerpo y en el crecimiento económico. La acción política se relega a un plano secundario, y los individuos se ven atrapados en un ciclo de laborar, trabajar y consumir, a costa de la naturaleza. Como consecuencia, la ciudadanía pierde interés en el debate político y se enfoca únicamente en su bienestar individual. Arendt denuncia este fenómeno como un problema central de las democracias actuales: la política se vacía de sentido. Su propuesta es revitalizar el espacio público, fomentar la pluralidad y defender la diversidad de opiniones, para así devolverle a los ciudadanos su papel activo en la vida política y construir un mundo más libre y humano.
En Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt analiza el totalitarismo como una forma de organización social que transforma la política, el pensamiento y la ciencia. Según ella, los regímenes totalitarios tienen una serie de características:
Por eso, Arendt no considera el totalitarismo como un fenómeno solo ideológico, sino como una amenaza global. Su lógica se basa en la exclusión, que comienza en el interior del partido y se expande hasta abarcar a todo el Estado. Así ocurrió con el nazismo, que obligaba a evitar cualquier relación con judíos, y con el estalinismo, que exigía romper vínculos con supuestos opositores al proletariado. Esta exclusión se vuelve un deber moral, y quienes pertenecen a los grupos excluidos quedan marginados de la vida civil y aislados de la sociedad. En este contexto, todos los poderes del Estado se subordinan a esa lógica, y el cumplimiento de sus objetivos se persigue sin límites. Uno de sus instrumentos más importantes son los campos de concentración, que sirven para destruir la individualidad de las personas. Arendt distingue entre los soviéticos, caracterizados por el trabajo forzado y un “purgatorio”, y los nazis, organizados para infligir un “infierno”. En ambos casos, el objetivo es la deshumanización total: los individuos pierden su nombre, sus derechos y su capacidad de actuar.
Además de describir el fenómeno, Arendt investiga su origen. El totalitarismo surge del imperialismo y el antisemitismo. En el imperialismo, aplicado a pueblos no europeos, no existía protección legal ni reconocimiento de derechos: el poder era la única lógica. Promovieron ideas de superioridad racial, que luego se aplicaron en Europa a través del antisemitismo, señalando a los judíos como enemigos internos. Aunque el imperialismo fue más característico de Francia y Reino Unido, el totalitarismo se desarrolló especialmente en Alemania y Rusia, donde el descontento social tras la Primera Guerra Mundial, la inflación, el desempleo, las guerras civiles y el sentimiento de humillación crearon el caldo de cultivo para su propagación. En este contexto, desapareció el Estado de derecho; y la igualdad ciudadana fue reemplazada por el deseo de unidad y pureza, identificando a ciertos grupos como responsables de todos los males. Arendt advierte que el totalitarismo no desapareció; puede resurgir si se repiten las condiciones históricas. Como el macartismo en EE.UU., una “caza de brujas” contra presuntos comunistas en los años 50. Arendt lo interpretó como un fenómeno propio de sociedades de masas, donde los individuos pierden autonomía frente al poder. Defiende la vigilancia crítica constante, porque el totalitarismo no solo depende de líderes, sino también de ciudadanos que dejan de pensar por sí mismos.
El pensamiento de Nietzsche constituye una deconstrucción de la tradición filosófica occidental. Nietzsche interpreta que, desde Sócrates, la tradición filosófica occidental se ha caracterizado por una voluntad o una aspiración a la nada, una negación de la vida, un nihilismo (de “nihil”: “nada”). Nietzsche cree que la tradición platónico-cristiana se ha sostenido sobre la concepción de una realidad trascendente, en la que se fundamentaba la verdad y el bien absoluto. Ahora bien, para Nietzsche, esta concepción de Dios es la máxima expresión del nihilismo. Dios, para Nietzsche, resume todo aquello que se opone a la vida. El ideal ascético promovido por la moral platónico-cristiana ha despreciado el valor de la vida, ha condenado todo aquello que fuera un signo de plenitud y vitalidad, y ha santificado todo aquello que se oponía a la vida: la resignación, la represión, el celibato, el sacrificio. “Dios ha sido hasta ahora la máxima objeción contra la existencia”. En La Gaya Ciencia, Nietzsche presenta la idea de la muerte de Dios como un acontecimiento gravísimo, cuyas implicaciones apenas comienzan a entreverse: “este acontecimiento tremendo no ha llegado todavía a oídos de los hombres”, “el rayo y el trueno requieren tiempo”. La muerte de Dios es la máxima expresión del fin de una era, del colapso de la tradición occidental, del fin de los valores que habían orientado y dado sentido a esta tradición durante siglos. En el plano metafísico, la muerte de Dios significa la superación de la oposición Mundo Real – Mundo Aparente sobre la que se había sostenido la tradición occidental. Implica el fin de la creencia en una realidad trascendente y la reducción de la realidad al mundo aparente que conocemos a través de los sentidos, sujeto al cambio, al devenir, a la transformación. “El mundo aparente es el único que existe. El mundo “verdadero” no es más que un añadido mentiroso”. Que Dios haya muerto significa que no existe una verdad absoluta. La “cosa en sí” de Kant para Nietzsche es incoherente. Todo lo que existe son representaciones, perspectivas parciales de la realidad que buscan imponerse unas a otras: “no existen hechos, solo interpretaciones”. En el plano moral, la muerte de Dios implica el fin de los valores morales absolutos, la muerte de Dios implica, por tanto, el inmoralismo, la ausencia de valores y de sentido: “Dios ha muerto, ¡todo vale!”. Así, la muerte de Dios es la expresión del fin de todo aquello que daba sentido a la tradición filosófica europea, el fin de la concepción de una Realidad trascendente, de una Verdad absoluta y de un Bien absoluto: “Algún día mi nombre se asociará al recuerdo de algo terrible, de una crisis como jamás antes la hubo en la Tierra”. En definitiva, la Muerte de Dios es la máxima expresión del crepúsculo de los ídolos de occidente. Ahora bien, esta ausencia de valores y de sentido, esta “nada”, a la que se enfrenta el ser humano tras la muerte de Dios, no es el nihilismo negativo que ha caracterizado a la tradición occidental, sino un nihilismo positivo, una “nada” que posibilita una nueva creación, en la que el propio hombre debe ser superado. Así, Zaratustra anuncia la llegada del superhombre quien rechaza las ilusiones de un mundo trascendente y los viejos valores y, en ausencia de un Dios creador, crea él mismo nuevos valores, valores que por fin afirman la vida. El superhombre “es un nuevo comenzar”, “un santo decir sí”.
El pensamiento de Nietzsche constituye una deconstrucción de la tradición filosófica occidental. Así, Nietzsche interpreta que la tradición filosófica occidental, ya desde Sócrates, se ha caracterizado por una oposición a la vida, una voluntad o una aspiración a la nada, un nihilismo (de “nihil”: “nada”), que tiene su expresión en el plano metafísico, epistemológico y moral. Para Nietzsche la tradición platónico-cristiana ha promovido valores que negaban la vida: todo lo que era un signo de vitalidad (el instinto, el deseo, la fuerza, la sexualidad) ha sido considerado inmoral y rechazado, y en su lugar se ha promovido el ideal ascético, en el que se santifica todo aquello que sea signo de debilidad: el sacrificio, la castidad… Nietzsche interpreta que este ideal es la expresión de individuos decadentes, cansados, que, por resentimiento hacia la vida, niegan todo aquello que sea una expresión de vida y plenitud. Para Nietzsche son “predicadores de la muerte”: “Atacar las pasiones es atacar la vida misma”. El mismo Sócrates, queriendo sacrificar un gallo a Asclepio antes de morir, parece sugerir que la vida es una enfermedad que se cura con la muerte. En La Gaya Ciencia, Nietzsche presenta la idea de la muerte de Dios como un acontecimiento gravísimo, cuyas profundas implicaciones apenas comienzan a entreverse. En el plano metafísico, la muerte de Dios significa la disolución de la oposición Mundo Real – Mundo Aparente. En el plano epistemológico, este acontecimiento supone la crisis de la concepción de una Verdad absoluta y el perspectivismo. En el plano moral, la muerte de Dios implica el fin de los valores morales absolutos y el inmoralismo: la ausencia de valores y de sentido. En definitiva, la muerte de Dios es la expresión del fin de todo aquello que daba sentido a la tradición filosófica europea, el fin de la concepción de una Realidad trascendente, de una Verdad absoluta y de un Bien absoluto, el crepúsculo de los ídolos. Ahora bien, esta ausencia de valores y de sentido, esta “nada”, a la que se enfrenta el ser humano tras la muerte de Dios, no es el nihilismo negativo que ha caracterizado a la tradición occidental, sino un nihilismo positivo, una “nada” que posibilita una nueva creación, en la que el propio hombre debe ser superado. “El hombre es un puente y no un fin”, “una cuerda tendida entre el animal y el superhombre”. Así, Zaratustra anuncia la llegada del superhombre quien rechaza las ilusiones de un mundo trascendente y los viejos valores y, en ausencia de un Dios creador, crea él mismo nuevos valores, valores que por fin afirman la vida. El superhombre es, para Nietzsche, la máxima expresión de la voluntad de poder: fuerte, libre, independiente, creador. En el capítulo De las tres transformaciones, el superhombre se ve personificado en la tercera y última transformación del espíritu, el niño, símbolo de un nuevo comienzo, de la inocencia, del querer, de la ligereza, del juego, de la afirmación de la vida. Este “santo decir sí” que representa el superhombre encuentra su máxima expresión en la afirmación del eterno retorno: ama la vida hasta el punto de querer que cada instante, cada placer, cada alegría, cada dolor y cada tristeza se repitan infinitamente. “Mi fórmula para expresar la grandeza en el hombre es amor fati: el no querer que nada sea distinto ni en el pasado ni en el futuro ni por toda la eternidad”.
Aunque Hannah Arendt no construye una teoría ética sistemática, muchas de sus obras están profundamente marcadas por su reflexión sobre la responsabilidad moral y la naturaleza del mal. Estas ideas se manifiestan especialmente en Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal (1963), pero tienen raíces anteriores, como en El concepto de amor en San Agustín (1929). Arendt denomina este tipo de violencia extrema mal radical o absoluto, y lo asocia directamente al totalitarismo nazi, considerándolo imperdonable e incluso imposible de castigar adecuadamente. Este mal no procede simplemente de sádicos o fanáticos, sino que se gesta en sistemas organizados, racionales y tecnológicamente avanzados que hacen del exterminio un proceso “eficiente”. Así, el Holocausto fue posible gracias a una estructura burocrática y una maquinaria administrativa que funcionaban como engranajes impersonales del mal.
El caso de Adolf Eichmann, alto funcionario nazi responsable de las deportaciones a los campos de exterminio, representa para Arendt un ejemplo de cómo el mal puede ser ejecutado por personas comunes. En su juicio, Eichmann no se presentó como un monstruo, sino como un hombre ordinario que no sentía odio ni mostraba fanatismo ideológico. Su comportamiento no derivaba del sadismo ni de la locura, sino de una ausencia de pensamiento, de una incapacidad de reflexionar sobre las consecuencias de sus actos. No se preguntaba si lo que hacía era correcto o no; simplemente obedecía órdenes. A esta forma de actuar Arendt la denomina banalidad del mal: un mal superficial, que nace de la falta de juicio y de pensamiento. Eichmann no era estúpido, sino incapaz de pensar éticamente. Aunque Arendt no niega su culpa, sostiene que no era plenamente consciente del daño que causaba, lo que plantea una nueva forma de mal moralmente inquietante.
Este concepto contrasta con el mal radical del que hablaba en Los orígenes del totalitarismo, donde los autores sabían que cometían crímenes imperdonables. En la banalidad del mal, los ejecutores no se reconocen culpables porque no se sienten responsables de sus acciones. Arendt no aclaró si ambas formas de mal son complementarias o si una sustituye a la otra, pero subraya que ambas tienen consecuencias devastadoras. Así, Arendt redefine la ética como un ejercicio permanente de pensamiento individual y juicio moral. El mayor peligro para la humanidad no es solo el fanatismo, sino la sumisión pasiva, la obediencia sin reflexión. En sociedades complejas y jerárquicas, la pérdida de pensamiento crítico convierte a personas corrientes en piezas funcionales de sistemas inhumanos. Para evitar que el mal vuelva a suceder, Arendt insiste en la necesidad de cultivar la reflexión personal, incluso frente a órdenes o estructuras legítimas.
Ortega y Gasset plantea el problema del conocimiento desde su teoría del perspectivismo, formulada a partir de 1914 con la publicación de Meditaciones del Quijote. Esta teoría se resume en su conocida frase: “yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”. Con ello expresa que no puede concebirse al yo aislado del mundo, ni al mundo al margen del yo; ambos se necesitan mutuamente y constituyen una unidad inseparable.
Ortega distingue entre dos tipos de circunstancias:
Es desde las circunstancias más próximas que debemos iniciar la búsqueda de sentido. La verdad no es absoluta ni uniforme, es el resultado de sumar perspectivas individuales. Este planteamiento permite a Ortega superar dos posturas tradicionales: el racionalismo y el escepticismo. El racionalismo sostiene que la verdad es única e inmutable, independiente de la cultura y el momento histórico. El escepticismo, en cambio, duda de la posibilidad misma del conocimiento. Ortega rechaza ambos extremos. Del racionalismo conserva la idea de que existe una verdad, y del escepticismo toma la idea del cambio y la limitación del conocimiento. Pero él sitúa el conocimiento en la perspectiva individual: cada ser humano, desde su propia circunstancia, puede contribuir con una parte de la verdad total.
Las perspectivas, según Ortega, son complementarias. Solo son verdaderas las perspectivas que nacen de la fidelidad del individuo a sí mismo. En el plano individual, Ortega valora el desacuerdo más que el acuerdo, ya que el desacuerdo es señal de autonomía y de autenticidad. La imitación, en cambio, refleja dependencia. La subjetividad, lejos de ser un obstáculo, es esencial para el conocimiento.
En el plano social, la convivencia requiere consenso y tolerancia. Solo así es posible una síntesis de perspectivas en lo moral, político y cultural. De esta forma, Ortega propone una teoría del conocimiento que reconoce la parcialidad de cada visión, pero también su valor. No existe una verdad aislada del sujeto; toda verdad es vista desde una circunstancia concreta.
Por tanto, conocer es sumar perspectivas, y vivir es comprometerse con una visión auténtica del mundo desde la propia situación vital. La filosofía, desde este punto de vista, es una tarea común en la que todos aportan una parte del todo. El perspectivismo de Ortega no niega la verdad; la reconstruye desde la pluralidad de puntos de vista fieles al yo. Combina individualismo, tolerancia y búsqueda de sentido.
Para Ortega y Gasset, la realidad radical es aquella sobre la que descansan todas las demás. Frente al realismo, que la situaba en algo externo como la naturaleza o Dios, y frente al idealismo, que la identificaba con la subjetividad, Ortega propone que la verdadera realidad radical, afirma, es la vida, entendida como la correlación entre el yo y su circunstancia. Es decir, no hay un yo aislado ni un mundo separado: ambos coexisten y se constituyen mutuamente. La vida es, para Ortega, la realidad primera, tanto en el plano del conocimiento como en el de la existencia. Es el lugar donde todo lo demás aparece y cobra sentido. Se trata del término más concreto: alude a la vida de cada cual: a nuestra experiencia diaria, a lo que sentimos, pensamos. Vivir es existir en relación con algo, tener experiencias, estar inmerso en un mundo. Ortega rechaza que la vida pueda identificarse con el cuerpo, el alma o la mente, ya que todas estas nociones son construcciones posteriores elaboradas desde la propia vida para explicar lo que vivimos. También rechaza la categoría filosófica de sustancia: la vida no es una cosa fija ni permanente, sino un proceso, algo que se hace y se proyecta en el tiempo. Por tanto, la vida no tiene esencia estable, aunque sí manifiesta ciertos rasgos comunes, a los que Ortega denomina categorías de la vida.
A diferencia de los objetos físicos, los seres humanos se sienten y se entienden a sí mismos. Esta capacidad de autoconciencia genera en nosotros el deseo de conocer, de saber más allá de lo que somos.
El mundo es uno de los ingredientes esenciales de la vida. El yo siempre vive alrededor de una circunstancia, que abarca desde lo físico hasta lo cultural, social e histórico, incluyendo el cuerpo y la mente. El mundo nos afecta antes de que nos reconozcamos a nosotros mismos. Además, lo que cada uno percibe del mundo depende de su propia perspectiva, que está determinada por sus creencias, valores y sensibilidad.
No elegimos el mundo en el que nacemos, pero dentro de esa circunstancia existen opciones. Vivir implica decidir, asumir el problema que representa nuestra existencia, construir proyectos y responsabilizarnos de ellos. Esta condición hace que la vida tenga un carácter dramático, porque siempre estamos obligados a elegir, a actuar y a comprometernos. Y solo seremos auténticos si nuestras decisiones son fieles a nuestro destino más profundo.
A diferencia de los demás seres, que simplemente “son”, el ser humano vive hacia el futuro. El presente está condicionado por aquello que queremos llegar a ser. Nuestra existencia está proyectada, y todo lo que hacemos hoy tiene sentido en función de ese proyecto. El futuro no es solo una dimensión temporal, sino el eje que estructura toda nuestra vida como proceso de realización personal. La vida no está predefinida: es una realidad abierta, dinámica, y la gran tarea moral y existencial de cada persona es llegar a ser quien es a través de sus propias decisiones.