Portada » Filosofía » René Descartes: Racionalismo, Método y las Tres Sustancias del Conocimiento
René Descartes nació en el seno de una familia noble en la época de la Revolución Científica, un periodo de gran efervescencia intelectual que transformó campos como la astronomía, la física y la metodología. Las principales innovaciones se gestaron en Francia, Alemania y Holanda, y todas las ciencias se vieron profundamente favorecidas. Con Descartes, se inició un nuevo y trascendental período en la filosofía: el racionalismo, una corriente que postula que todo conocimiento válido se fundamenta en la razón. Este hito marcó el comienzo de la Modernidad filosófica.
La principal preocupación de Descartes era cómo obtener un conocimiento seguro y fiable a través de la filosofía. Observaba que, en plena Revolución Científica, todos los ámbitos del saber avanzaban rápidamente, excepto la filosofía. Esta aparente estancamiento, según él, se debía a una carencia de método riguroso. Llegó a la conclusión de que el método filosófico debía emular el modelo de las matemáticas, consideradas la ciencia más perfecta por su capacidad para establecer reglas claras que distinguen lo verdadero de lo falso.
Con esta convicción, Descartes asumió la misión de construir un método de conocimiento universal, plasmándolo en su obra fundamental, El Discurso del Método. En ella, expone cuatro reglas esenciales que la razón debe seguir para garantizar la verdad:
El seguimiento riguroso de estas reglas conduce a la duda metódica, un proceso sistemático de cuestionamiento de la fiabilidad de todos los conocimientos. Descartes busca una primera verdad indudable sobre la cual edificar todo el sistema del saber. Para ello, somete a examen:
Sin embargo, incluso en la duda más radical, Descartes encuentra una certeza inquebrantable: puedo dudar de todo, excepto de que estoy dudando. Y si dudo, pienso; y si pienso, existo. De esta forma, llega a su célebre formulación: «Dudo, pienso, luego existo» (Cogito, ergo sum). Esta es la primera verdad, el fundamento inconmovible sobre el que se construirá todo el conocimiento.
A partir del Cogito, Descartes amplía su método para definir las tres sustancias que componen la realidad:
Es el yo pensante, la fuente de nuestros conocimientos. Aunque puedo afirmar que pienso, inicialmente no sé si lo que pienso se corresponde con una realidad externa o si existe una realidad fuera de mí (el problema del solipsismo). Descartes describe las cosas como representaciones de ideas, las cuales, según su origen, pueden ser:
Entre las ideas innatas, Descartes encuentra una que no ha podido crear por sí mismo, ya que su realidad objetiva se impone: la idea de infinitud y perfección. Siendo seres finitos e imperfectos, y capaces de crear solo cosas iguales o inferiores a nosotros, esta idea debe provenir de un ser superior: Dios.
La idea de infinitud y perfección en nuestra mente, siendo nosotros finitos e imperfectos, es la prueba de la existencia de Dios. Dios es la sustancia infinita, perfecta y bondadosa, y su existencia es crucial para garantizar la validez de nuestro conocimiento y la existencia del mundo exterior.
Finalmente, Descartes postula la existencia de la sustancia extensa, que corresponde al mundo material. La existencia de un Dios bondadoso y perfecto nos garantiza que nuestras ideas claras y distintas sobre el mundo exterior no son un engaño. Por lo tanto, podemos afirmar la existencia de un cuerpo independiente del yo pensante y de una realidad material.
En el ámbito de la antropología, Descartes sostiene una visión dualista del ser humano, concibiéndolo como una unión de dos sustancias radicalmente distintas: el cuerpo y el alma. El alma, identificada con la sustancia pensante (res cogitans), es inmaterial, indivisible y la sede de la razón y la voluntad. El cuerpo, por su parte, es una sustancia extensa (res extensa), material, divisible y opera bajo una concepción mecanicista, obedeciendo a leyes físicas como una máquina.
Descartes aborda el problema de la interacción entre estas dos sustancias tan diferentes, proponiendo que alma y cuerpo se hallan unidos en la glándula pineal, ubicada en el cerebro. Esta glándula sería el punto de conexión donde el alma ejerce su influencia sobre el cuerpo y recibe las impresiones de este, pues sin dicha unión, el cuerpo permanecería inanimado.
En el ámbito de la ética, Descartes fundamenta sus principios en su concepción dualista del ser humano. La principal razón para establecer la separación radical entre cuerpo y alma es la defensa de la libertad. Mientras el cuerpo, como sustancia extensa, está gobernado por leyes mecánicas y deterministas, el alma (la sustancia pensante) no está sometida a dichas leyes. Por tanto, es en el alma donde reside la verdadera libertad y la voluntad.
Descartes sostiene que la felicidad se alcanza mediante el desarrollo de la perfección del alma, lo cual identifica con el desarrollo de la libertad. Esta libertad se consigue a través del dominio y la guía racional de los deseos y pasiones que surgen del cuerpo. La libertad, en este sentido, es concebida como la realización por parte de la voluntad de aquello que el entendimiento propone como bueno y verdadero, permitiendo al individuo actuar de forma autónoma y racional.
La metafísica cartesiana encuentra uno de sus pilares fundamentales en la demostración de la existencia de Dios. Esta demostración se articula a partir de la conciencia humana: el hombre, un ser finito e imperfecto, posee en su mente la idea de un ser infinito y perfecto. Descartes argumenta que esta idea no puede haber sido generada por el propio ser humano, ya que lo imperfecto no puede ser la causa de lo perfecto. Por lo tanto, esa idea debe haber sido infundida por un ser superior, al cual denominamos Dios.
Para reforzar la existencia divina, Descartes se apoya en el argumento ontológico de San Anselmo. Según este argumento, la esencia de Dios es inseparable de su existencia. El propio concepto de Dios, al implicar la suma perfección, necesariamente conlleva su existencia, pues de lo contrario sería imperfecto. Así, la existencia de Dios se convierte en una verdad tan evidente como las verdades matemáticas, garantizando la coherencia y la posibilidad del conocimiento del mundo exterior.