Portada » Filosofía » Explorando la Filosofía: Metafísica, Ética y Política desde la Antigüedad hasta la Contemporaneidad
Platón distingue dos niveles de realidad: el Mundo Sensible y el Mundo de las Ideas. El primero es el mundo físico que percibimos con los sentidos, formado por seres particulares, cambiantes, imperfectos y corruptibles. Estos no son más que copias de las Ideas, que constituyen el segundo mundo: el Mundo de las Ideas. Este es trascendente, inmaterial, eterno, perfecto e inmutable. Para Platón, solo el Mundo de las Ideas es real en sentido pleno, ya que allí residen las esencias verdaderas de todas las cosas.
La relación entre ambos mundos se explica a través de la Teoría de la Participación. Los objetos sensibles existen porque participan, en distintos grados, de las Ideas correspondientes. Son más o menos perfectos según su cercanía o fidelidad a estas Ideas. El Demiurgo, figura mitológica que representa a un artesano divino, da forma al mundo sensible imitando las Ideas eternas sobre una materia caótica e imperfecta, como se explica en el mito cosmológico platónico.
En el Mundo de las Ideas, estas se encuentran jerarquizadas racionalmente. En la base se hallan las Ideas concretas relacionadas con los seres sensibles; luego, las Ideas matemáticas; por encima, las Ideas éticas, estéticas y políticas; y, en la cúspide, la Idea de Bien. Esta última es la más elevada, ya que da sentido y existencia a todas las demás. Todas las Ideas participan del Bien, que actúa como fundamento ontológico y epistemológico: sin conocer el Bien, no es posible comprender plenamente ninguna otra Idea.
La filosofía platónica también distingue dos tipos de conocimiento: la doxa y la episteme. La doxa es la opinión, basada en los sentidos y centrada en el mundo aparente. En cambio, la episteme es el conocimiento verdadero, racional, que se orienta hacia las Ideas. Alcanzar este conocimiento implica un esfuerzo de la razón, ya que los sentidos solo ofrecen apariencias.
Platón sostiene que conocer es recordar. Según su Teoría de la Reminiscencia, el alma ya conocía las Ideas antes de encarnarse, pero al unirse al cuerpo, lo olvida. La tarea del conocimiento consiste en ayudar al alma a recordar. Por eso, el filósofo utiliza la mayéutica, un método dialógico que estimula al interlocutor a redescubrir por sí mismo las verdades que su alma ya contiene. Este proceso forma parte del ascenso intelectual descrito en el símil de la línea.
Dicho ascenso contempla cuatro niveles:
La culminación del conocimiento es la contemplación del Bien, que representa la meta de la filosofía. Este recorrido del alma, desde la ignorancia hacia la verdad, es representado en el mito de la caverna: el paso de la oscuridad de lo sensible a la luz del mundo inteligible. Así, Platón ofrece una visión integral en la que metafísica, ética y teoría del conocimiento se funden en un mismo camino hacia la perfección.
Platón concibe el bien como virtud o excelencia (areté «ἀρετή»). Dada la división platónica del alma, la virtud debe buscarse en cada una de sus partes, lo que vincula su ética a su antropología y a la política, al asignar a cada parte una función social. Platón recoge la concepción clásica griega de la virtud como moderación entre los extremos: cada parte del alma debe buscar la moderación para ser virtuosa.
¿Y el mal? Para Platón, el mal es un alejamiento del Mundo Inteligible de la verdad y el bien eternos; se manifiesta en lo temporal y cambiante, en aquello que se aleja del modelo ideal. La educación (paideia «παιδεία»), esencial para desarrollar las virtudes, especifica su proceso en el Mito de la Caverna. En Leyes, Platón ya no ve el cuerpo solo como un lastre, sino que puede estar en armonía con el alma si esta lo dirige bien. Aquí, Platón entiende el bien como la armonía equiparada a la justicia; la virtud consiste en armonizar cada parte del ser —incluido el cuerpo material, educándolo en música, danza y canto—. Así, la justicia es armonizar los distintos grados del ser.
La concepción del ser humano en la filosofía de Platón está mediada por su dualismo metafísico: el ser humano se compone de dos partes, cuerpo y alma, lo que constituye el dualismo antropológico. El cuerpo, al ser material, es corruptible, pues pertenece al Mundo Sensible, mientras que el alma es inmortal al pertenecer al Mundo Inteligible. Así, cuerpo y alma tienen una unión accidental, ya que son dos sustancias diferentes. El alma es eterna y ha sido encerrada en el cuerpo, como en una cárcel. Al morir el cuerpo material, el alma sobrevive mediante una transmigración o reencarnación (metempsicosis «μετεμψύχωσις») —de influencia pitagórica— de cuerpo en cuerpo hasta volver al Mundo Inteligible. Platón justifica la transmigración apelando a la simplicidad del alma como argumento, ya que, al ser simple, no se descompone ni corrompe.
Respecto a la composición del alma, aunque es simple o una unidad, Platón distingue tres funciones o partes del alma en relación con el cuerpo, explicadas en el Mito del Carro Alado. En este mito, el auriga dirige un caballo bueno y otro malo:
En el Timeo, Platón ya no ve el cuerpo solo como un lastre, pues puede estar en armonía con el alma si esta lo dirige bien. Para Platón, lo que distingue al ser humano del resto es el intelecto, parte del alma que razona con ideas, mientras que la voluntad humana es el ámbito de los deseos influido por las pasiones del cuerpo. El intelecto o parte racional debe ordenar a la voluntad para llevar a las partes del alma a su virtud, y este orden se aprende en la educación. Lo distintivo de cada individuo humano es el ordenamiento que su parte racional impone a las otras partes del alma, siendo este más o menos imperfecto. Platón considera que el ser humano es libre: su libertad consiste en poder racionalizar las pasiones de su voluntad.
El proyecto de la filosofía platónica tiene como finalidad conformar un modelo ideal político que pueda aplicarse a toda comunidad, de modo que toda polis o comunidad sea mejor o peor según se acerque más o menos a este modelo ideal. Su modelo político se basa en el desarrollo de las virtudes del alma, vinculándose a su metafísica, antropología y ética. La polis no está al margen del alma de los ciudadanos; contra la tradición poética griega, para Platón la comunidad es la proyección de las almas de los ciudadanos. Existe una clase social para cada función del alma, según predomine en cada persona:
Existen distintos tipos de regímenes políticos:
Cada uno de estos regímenes es una degeneración del anterior, respectivamente. En el Mito de los Metales, Platón clasifica las funciones en relación con los metales: oro para los más valiosos (gobernantes), plata para los valientes (guardianes), y cobre o hierro para el pueblo (productores). La justicia es la armonía del modelo de las distintas clases sociales cuando todas cumplen su función con virtud, lograda mediante una educación de la ciudadanía que desarrolle virtudes en cada tipo de individuo. En Leyes, esta percepción varía: lo importante no es la racionalidad del gobernante, sino la de las leyes que rigen a la sociedad y a sus clases.
Siendo contractualista y debido a su pesimismo histórico sobre el mal social producido por el egoísmo negativo del progreso racional ilustrado, Rousseau ve la solución no en disolver la sociedad —algo imposible—, sino en devolverle los atributos del estado de naturaleza: hacer libre y feliz al ser humano, acabando con el mal social y la desigualdad. Así, el fin de la política es el bien común, y este se logra, para Rousseau, con la abolición de la propiedad privada, que es el origen de la desigualdad y los privilegios. Solo se permitiría una propiedad mínima para la subsistencia, la cual sí tiende al egoísmo positivo de la compasión. Pero se diferencia de otros contractualistas, pues, a diferencia del liberalismo de Locke, para Rousseau la propiedad no es un Derecho Natural. Y para preservar la igualdad y la libertad, Rousseau defiende la soberanía popular, una posición contraria al absolutismo de Hobbes.
La vuelta a la naturaleza del estado social que propone Rousseau para que cada ser humano sea libre y feliz se logra mediante la abolición de la desigualdad y solo ocurre en un régimen político con soberanía popular. Para que el pueblo sea soberano, se debe imponer la voluntad general, que es diferente de la voluntad individual de los sujetos que buscan su fin particular. La voluntad general tampoco es la suma de las voluntades individuales, sino que es la voluntad del sujeto colectivo que tiene como fin el bien común, de modo que acaba con el egoísmo negativo. Esta voluntad general requiere, primero, un régimen político sin representantes del pueblo, porque la soberanía popular es inalienable e indivisible; y segundo, una educación que instruya en la libertad y compasión propias de la naturaleza, contra el egoísmo negativo. Así se crea un nuevo estado social, racional y libre. Más tarde, las críticas al pensamiento político de Rousseau se centraron en la imposibilidad de la participación popular sin representantes en grandes Estados o en el perjuicio a su concepto de libertad causado por el cariz impositivo de la voluntad general.
La metafísica cartesiana desemboca en una filosofía del ser humano basada en un dualismo antropológico, pues el ser humano está formado por dos sustancias distintas: el alma o sustancia pensante (cogito), y el cuerpo o sustancia extensa. Queda patente la influencia de la filosofía platónica en el pensamiento cartesiano. Lo principal es nuestra conciencia o sustancia pensante, que es independiente del cuerpo o sustancia extensa. Descartes buscará el punto de encuentro entre ambas realidades en el cuerpo, en concreto en una parte del cerebro, la llamada glándula pineal, donde, según él, se alojaría el alma. Dado su mecanicismo, para Descartes el cuerpo se rige por la inercia propia de las máquinas, al estar formado por sustancia extensa o material. Por el contrario, el cogito —nuestra alma— es sustancia pensante y está formado por pensamiento (ideas), por lo que sí puede moverse por causas finales, que son aquellos fines que sigue nuestra conciencia. Así, la libertad del ser humano reside, para Descartes, en que sea el alma o cogito la que guíe con sus fines al cuerpo. Para realizar esta libertad, el alma requiere dirigir el cuerpo, pero el cuerpo es fuente de pasiones. Así, la libertad se da cuando el alma o cogito, compuesta por ideas, impone su conocimiento a las pasiones del cuerpo. De modo que la adquisición de conocimiento será un punto fundamental para que el ser humano pueda ser libre.
Descartes entiende que el ser humano realiza este proceso de adquisición de conocimiento durante la vida. Esto conlleva que esté pendiente de una circunstancia material sobre la que debe guiar sus acciones. El conocimiento del cogito le hará libre guiando el cuerpo e imponiéndose a sus pasiones, pero ¿cómo debe actuar concretamente? Descartes elabora una moral provisional, como una serie de reglas que el ser humano debe seguir en su vida diaria, más allá de las reglas del método de conocimiento. El fin del ser humano es la felicidad en la vida, y la moral provisional ayuda a ello dirigiendo la voluntad con las siguientes reglas:
Descartes partirá del cogito, la primera verdad indudable, para construir una metafísica cierta. El cogito piensa ideas que pueden dividirse hipotéticamente en tres tipos:
Entre las ideas innatas se encuentra la idea de Infinito, que Descartes identifica con la idea de Dios. Según Descartes, la idea de Infinito (Dios) que existe en nuestra mente no es adventicia, pues no puede proceder del exterior, ni facticia, pues no puede ser producida por la mente; así pues, deberá ser innata.
Descartes aplicará a continuación el principio de causalidad sobre la idea de infinito para demostrar la existencia de Dios. Descartes afirma que toda idea tiene una realidad objetiva dada (sus características y propiedades), y que su causa debe tener realidad formal (existencia real) y una realidad objetiva igual o mayor a la realidad objetiva de la idea causada. La idea de infinito (Dios) no puede haber tenido como causa a un ser finito, pues no habría proporción entre la causa —lo que ha originado la idea de infinito en el cogito— y el efecto —la idea de infinito que incluye entre sus cualidades las máximas perfecciones—. Por tanto, esa idea de infinito tiene que ser causada por un ser a su vez infinito y perfecto. Por ello, concluye con la afirmación de que Dios existe, pues es la causa necesaria de nuestra idea de Dios o de infinito.
Además de esta demostración, Descartes afirmará una variante del argumento ontológico, según la cual el propio concepto de Dios, al implicar su perfección, necesariamente conlleva su existencia, pues de lo contrario sería imperfecto. Igualmente, defenderá que Dios debe existir por la necesidad de una primera causa para el cogito que sea, a su vez, incausada. El Dios afirmado por Descartes, la sustancia infinita, es infinito, omnisciente, perfecto y bueno.
Así, Dios, tras haber demostrado su existencia, es la garantía y el fundamento de que a las ideas sobre el mundo exterior les corresponde una realidad extramental, pues Dios es bueno y no nos engaña. Por tanto, ya no podemos dudar de la existencia de la realidad extramental.
Esta sustancia extensa es concebida como si fuera una máquina y será explicada a través del mecanicismo, según el cual todo movimiento de la materia está determinado por las leyes físicas que la afectan.
Para Descartes, existen así tres sustancias: el cogito (la sustancia pensante), Dios (la sustancia infinita), y la realidad exterior (la sustancia extensa). Descartes definirá «sustancia» como todo aquello que existe independientemente de cualquier otro ser. Por ello, solo Dios sería sustancia en sentido estricto, pues es el único que no necesita una causa ajena a sí mismo para existir, al ser necesario. Sin embargo, como la extensa (la realidad exterior) y la pensante (el cogito) son independientes entre sí, también pueden ser consideradas sustancias.
Nietzsche afirma una visión pesimista del ser humano, un animal cuya única arma para defenderse del mundo es la inteligencia. El ser humano es débil e indigente y, sin embargo, se cree el centro de la naturaleza. Por ello, Nietzsche considera que el ser humano sigue evolucionando y es solo un puente hacia el superhombre. El ser humano es algo cambiante, en tanto que es vida, y tras una serie de transformaciones conseguirá superarse a sí mismo en el superhombre, aquel que tiene Voluntad de Poder, no de verdad.
El hombre débil, anterior al superhombre, sigue los dictados de la moral tradicional. Se trata de una moral de los esclavos donde lo fundamental es la resignación y el rechazo a la vida. Es antinatural, niega los instintos vitales, y su fundamento ha sido Dios, o la Razón entendida también como un dios por la Voluntad de Verdad. Además, Dios o la Razón, entendida como dios, ha sido el fundamento no solo de la moral, sino también de la idea de que existe una verdad única y de que la vida individual concreta debe ser sacrificada en aras de otra vida futura. Así, Dios, o la Razón como dios, es el fundamento último de la Voluntad de Verdad y del platonismo, y por lo tanto es el gran enemigo frente al surgimiento del superhombre que tiene Voluntad de Poder. Por ello, para que el superhombre pueda llegar a ser, para afirmar absolutamente la vida, hay que acabar con Dios y acabar con la Voluntad de Verdad que este representa. Dios ha sido la gran objeción contra la vida, y es necesario, para dar valor a la vida, negar a Dios. Esta negación ha ocurrido en la época moderna, donde Dios ha muerto. Con ello, todos los valores tradicionales se derrumban, se quedan en nada, surgiendo una nueva época dominada por el nihilismo.
Este puede tener dos sentidos:
Así, deberán transmutarse los valores. Esta transmutación de los valores no implica solo crear valores diferentes, sino cambiar radicalmente la misma forma de valorar. Efectivamente, la transmutación de los valores implica que ya no se valorará desde el resentimiento contra la vida, sino desde la «Voluntad de Poder», desde los instintos que en cada caso potencien la vida. Esta transmutación será realizada por el superhombre, producto de la evolución desde el hombre débil, racional y dominado por la Voluntad de Verdad, hacia un ser humano fuerte, instintivo, con Voluntad de Poder, destructor y creador constante que acepta lo trágico de la vida, su devenir, multiplicidad y sus diversas perspectivas.
Esta evolución del espíritu hasta el superhombre pasa por tres estadios:
Este último es la representación del superhombre, que tiene la Voluntad de Poder y admite la vida como un Eterno Retorno; es capaz de crear una vida tan intensa que la posibilidad de que pueda ser repetida infinitas veces le parece maravillosa. El superhombre rechaza la moral del esclavo y la conducta gregaria, siendo contrario al igualitarismo. Frente a estos valores de los hombres débiles, el superhombre es un creador constante de nuevos valores, vive en un mundo sin trascendencia y haciendo de su vida su propia creación, su obra de arte.
Por su crítica del dualismo platónico, Nietzsche también rechaza un dualismo antropológico. El único Ser es el aparente; no hay esencia tras el mundo aparente, y aquí se da la vida humana: no hay inmortalidad del alma hacia ningún «mundo trascendente». La crítica a la cultura occidental descubre cómo la metafísica platónico-cristiana impone al ser humano una servidumbre a ese supuesto mundo trascendente que era el Bien y la Verdad. La liberación de esta metafísica platónico-cristiana es también la liberación del ser humano, que pasa de ser esclavo a señor.
Asumido el nihilismo positivo, el ser humano se eleva a la categoría de superhombre, que tras la muerte de Dios no necesita otra instancia trascendente, sino que crea sus propios valores para dar sentido al mundo como quiere y acepta la vida con su inevitable muerte. Este proceso tiene etapas:
El intelecto del ser humano es un conjunto de conceptos metafóricos sujetos al devenir. El superhombre es el niño, es voluntad de poder, voluntad creadora, que no se ciñe a modelos intelectuales o conceptuales que inmovilicen el mundo en devenir como hizo el mundo trascendente. El superhombre tiene libertad por esta voluntad de poder de cada individuo al crear sus propios valores, algo que va contra la igualdad propia de la moral de los esclavos. Así, aparece la vida como obra de arte para cada individuo, que despliega en sus actos su creatividad por su propia voluntad de poder.
La crítica nietzscheana a la cultura occidental, al negar la metafísica platónico-cristiana, fija a la vida como fundamento único de todos los valores, proponiendo una transmutación de los valores: volver a los valores dionisíacos antes de que lo apolíneo se impusiera con el mundo ideal platónico-cristiano. Contra esa concepción platónico-cristiana del Bien como mundo de esencias, está el Bien como valor en la vida. Así, Nietzsche contempla la existencia de dos tipos de moral:
Se necesita una genealogía de la moral que rastree el origen de la imposición de la moral de esclavos o rebaño, y Nietzsche ve la causa de la inversión de los valores nobles en la religión judeocristiana. La transmutación de los valores retorna a los valores nobles y dionisíacos anteriores al platonismo-judeocristiano, y culmina en devolver el valor a la vida con el final de los ídolos: ídolos como la religión judeocristiana, el Estado, la ciencia o la exaltación de la nación alemana o de los movimientos socialistas y obreros.
Contra la vida contemplativa o teórica, la otra parte del hacer humano, la vida activa, tiene en la acción su actividad política e histórica. Arendt critica la política tradicional por sujetarse a sistemas teóricos como fruto de la aspiración a la eternidad descubierta por los filósofos desde Sócrates o Platón, en vez de basarse en la experiencia práctica de la acción en la vida activa. También critica al marxismo porque, aunque apela a la practicidad de la teoría, al no descomponer la vida activa en labor, trabajo y acción, confunde así la técnica y la práctica, reduciendo el ámbito de la acción a la labor o el trabajo.
Con estas críticas, Arendt inicia su estudio empírico de la política en un examen fenomenológico de sistemas y movimientos políticos del siglo XX. La acción del ámbito político, basada en la pluralidad por el contacto de conciencias, es donde aparece la libertad. Así, Arendt dirige su crítica política contra los sistemas que impiden una política libre. En Los orígenes del totalitarismo, estudia el antisemitismo: el nacionalismo busca la expulsión judía y el imperialismo expande la autoridad de un Estado elevando la expulsión al exterminio, finalizando tal derrotero en los regímenes totalitarios del siglo XX, con el Holocausto.
Los sistemas totalitarios controlan a todo individuo sujetándolo a la colectividad con una ideología, convirtiéndolos en masa. La conversión del individuo en una masa es la aniquilación de su distinción, abandonando todo indicio de pluralidad. Al terminar con la pluralidad en la relación de conciencias, desaparece la libertad, imposibilitando la política propia de la acción. Así, un sistema totalitario impide la política, atomizando sin distinción a los individuos en una masa y dirigiéndolos con una ideología que legitima el terror y la violencia contra individuos humanos para cumplir destinos colectivos. Esto enlaza con su ética crítica con la banalidad del mal, pues el individuo masificado, por inercia y en contra de una reflexión propia, se limita a cumplir órdenes impuestas del sistema totalitario. La crítica de Arendt propondrá un sistema político republicano en que el individuo haga libremente su actividad política en un marco de pluralidad, cosa que no ocurre al ser gobernados en sistemas de democracia de partidos.