Portada » Historia » La España Liberal: Regencias, Reinado de Isabel II y la Revolución de 1868
La muerte de Fernando VII abre una nueva etapa de nuestra historia, en la que sucede la revolución liberal-burguesa. Por otra parte, se formaron los primeros partidos políticos, destacando los moderados y los progresistas. Al ser Isabel II menor de edad, la Regencia será asumida primero por su madre, María Cristina de Borbón (1833-1840), y después por el general Baldomero Espartero hasta 1843. En la Regencia de María Cristina se sientan las bases del nuevo Estado liberal, al tiempo que se desarrolla la Primera Guerra Carlista.
La promulgación de la Pragmática Sanción por Fernando VII en 1830, por la que la mujer podía acceder a la Corona, es el origen de un conflicto sucesorio tres años después. A la muerte del monarca, su hermano Carlos María Isidro la rechaza en el Manifiesto de Abrantes, considerándose legítimo sucesor al trono. Así se inicia la Primera Guerra Carlista, un conflicto civil que enfrentará a los defensores del absolutismo y los partidarios del liberalismo. Aunque carentes de soportes suficientemente sólidos para la victoria, los carlistas prolongaron la contienda durante siete años, en los que sobresalen episodios como la muerte del general Zumalacárregui en el asedio de Bilbao o la marcha real de Don Carlos sobre Madrid. Sin embargo, el general Espartero, en nombre de Doña Isabel, lograría las victorias más señaladas, como las de Luchana (1836) y Ramales de la Victoria (1839). Los carlistas finalmente firmarían el Convenio de Vergara (29 de agosto de 1839). El conflicto dejaba graves secuelas demográficas y socioeconómicas, como el excesivo protagonismo del estamento militar y el agravamiento del déficit público.
La Regencia de María Cristina comienza con una tendencia absolutista, pero pronto cedió a las exigencias de los liberales, poniendo al frente del Estado en 1834 a Francisco Martínez de la Rosa, encargado de poner en marcha el Estatuto Real. El texto se reveló insuficiente para acometer las reformas liberales, situación que no mejoró con la sustitución de Martínez de la Rosa por el conde de Toreno, de modo que en 1835 tuvieron lugar numerosos movimientos populares. La Regente optó por nombrar jefe del gobierno al progresista Juan Álvarez de Mendizábal, quien presentó un programa que incluía la desamortización de los bienes eclesiásticos. Pero el escaso respaldo parlamentario le hizo dimitir, reemplazándole el más moderado Istúriz en 1836.
Con la reimplantación de la Constitución de 1812 y el nombramiento de un jefe de gobierno progresista, José María Calatrava, concluye la etapa considerada de transición, comenzando una verdadera revolución liberal. Entre agosto de 1836 y los últimos meses del año siguiente, los progresistas se esforzarán por desmantelar las instituciones del Antiguo Régimen e implantar una monarquía parlamentaria. En los últimos años de la Regencia volvieron al poder los moderados, quienes recortaron las medidas más progresistas de la etapa anterior, si bien su proyecto de ley de Ayuntamientos desató otra oleada de protestas que, sumada a motivos de índole personal, llevó a María Cristina a renunciar a la Regencia, sustituyéndola el progresista general Baldomero Espartero.
La Regencia esparterista fue muy inestable, tanto por el retraimiento de los moderados como por los progresistas, quienes cuestionaron el autoritarismo del Regente. Además, la ejecución del general Diego de León tras una intentona golpista moderada privó al Regente del apoyo de un importante sector del ejército. La revuelta de Barcelona de 1842 y la represión indiscriminada que Espartero dispuso hizo que se formara una coalición antiesparterista dirigida por Narváez. Espartero partió hacia su exilio y las Cortes, para evitar una tercera Regencia, adelantaron la mayoría de edad de Isabel II con solo trece años de edad.
Será en el reinado de Isabel II cuando se sienten las bases de la “revolución burguesa”; se formarán dos grandes partidos políticos de la época isabelina, el Moderado y el Progresista, ambos defensores del sistema monárquico constitucional. El Partido Moderado pensaba que la soberanía emanaba de las Cortes y de la Corona, defendía asimismo el bicameralismo y el centralismo estatal. El Partido Progresista estaba integrado mayoritariamente por miembros tanto de la burguesía industrial y financiera como de las capas medianas y pequeño burguesas; admitían el sufragio censitario, aunque con un cuerpo electoral mayor que el de los moderados, discrepando de estos en el control del poder de la Corona, la extensión de las libertades y las mayores ansias reformadoras. Del ala izquierda del Progresismo surgieron a partir de finales de la década de los 40 nuevas formaciones.
Con la proclamada mayoría de edad de Isabel II en noviembre de 1843 se inicia una década de gobierno de los Moderados, ocupando el general Ramón María Narváez la Presidencia del Consejo de Ministros. El período transcurrirá bajo su control tutelar y supondrá la institucionalización del régimen liberal según los principios de centralismo y burocratización estatal. El texto legal que vertebra el régimen es la Constitución de 1845, en cuyo articulado, impregnado de un talante marcadamente conservador, se recogían amplísimas prerrogativas para la Corona, un sistema bicameral en el que la reina nombraba a todos los miembros del Senado —en tanto que el Congreso se decidía por sufragio censitario que solo concedía el voto al 1% de la población—, un régimen de libertades limitado o la proclamación del carácter oficial y exclusivo de la religión católica, prueba de una progresiva mejora de las relaciones con la Iglesia que culminaría en el Concordato de 1851. Entre las reformas legislativas de la etapa destacamos la Ley de Administración Local de 1845, la reforma fiscal impulsada por Alejandro Mon, la reforma educativa de Pidal, el Código Penal de 1848, la adopción del sistema métrico decimal un año después o, en materia de orden público, la creación de la Guardia Civil por Decreto de mayo de 1844. Mención especial merece el Concordato de 1851, auspiciado por el ministro Bravo Murillo durante el pontificado de Pío IX; pretendía mejorar las difíciles relaciones con Roma desde la aplicación de las medidas desamortizadoras, reconocidas por la Iglesia a cambio de importantes concesiones entre las que sobresale el sostenimiento con fondos estatales de los gastos de culto y clero. Todo este programa se realizó a lo largo de la Década sin que la labor de las Cámaras fuera relevante, desarrollándose la vida política alrededor de la Corte, donde distintas “camarillas” buscaron el control del poder al margen del Parlamento, al tiempo que la reina se dejaba influir por personajes tan curiosos como su confesor, el Padre Claret, o Sor Patrocinio, la conocida como “monja de las llagas”. Si a ello sumamos el escaso número de electores y la manipulación electoral, comprenderemos el poco peso de la oposición política, aunque en estos años se fueron forjando los entonces incipientes socialismo y republicanismo o reapareció la no extinta llama del carlismo al estallar en 1846 la Segunda Guerra Carlista, que se desarrolló fundamentalmente durante tres años en tierras catalanas y cuyo alcance es aún muy discutido por los historiadores; tampoco fue notable la fuerza del Partido Progresista, del que en 1849 se desgajó el Partido Demócrata, que pronto evolucionó hacia un posicionamiento muy crítico que incluía la limitación de poderes de la Corona, el sufragio universal, Cortes unicamerales o la ampliación de los derechos individuales; para completar este breve repaso a la oposición contra Isabel II indicaremos que la soberana sufriría en estos años dos intentos de asesinato, uno en 1847 por disparos del abogado gallego Ángel de la Riba y otro el intento de apuñalamiento perpetrado en 1852 por el activista religioso Martín Merino. Los últimos años de la Década fueron bastante azarosos, debido a factores como los ecos del movimiento revolucionario europeo de 1848 y distintos acontecimientos que condujeron a un giro del gobierno hacia posiciones más conservadoras; en los primeros años 50 la situación política se hace cada vez más inestable, proliferando los escándalos y las acusaciones de corrupción, hasta que uno de estos episodios relacionado con la concesión de construcciones ferroviarias desacredita definitivamente al último gobierno de la Década, presidido por Luis José Sartorius, generando un ambiente de repulsa que preludiaba el final de la etapa.
Un amplio sector del Moderantismo confiará en la organización de un pronunciamiento cuyos fines iniciales eran solo el cambio de gobierno y la suspensión de la reforma constitucional. En la Vicalvarada, tropas sublevadas al mando de los generales O’Donnell, Dulce y Ros Olano se enfrentan a otras unidades militares leales al ejecutivo. Para buscar apoyos, los sublevados publicarán el Manifiesto de Manzanares, redactado por Antonio Cánovas del Castillo; por algunas de sus promesas consiguió ganarse apoyos en la oposición. Así, hubo una movilización civil de los Progresistas, acompañada en las principales ciudades de un alzamiento popular de carácter democrático, que llevó a Isabel II a llamar de nuevo al progresista Espartero, quien formaría una coalición de gobierno con Moderados aperturistas, pronto agrupados en torno a la Unión Liberal liderada por O’Donnell. En sus dos años de gobierno se abordaron diversas reformas. De esta obra legislativa destacamos leyes de reforma económica como la de Sociedades Anónimas y Banca de 1856 o, de un año antes, la Ley General de Ferrocarriles, para acercar la red viaria española a niveles cercanos a las de otros países europeos. Muy importante fue también la Ley de Desamortización de 1855, que incluía también la desamortización de propiedades civiles. Todo el Bienio Progresista fue una etapa inestable; por una parte, los carlistas se levantaron contra la Reina, y del mismo Progresismo, ya que las medidas reformistas no mejoraron las condiciones de vida del pueblo. En 1856 la situación se hizo insostenible; hubo disturbios y ataques a propiedades de la burguesía y se motivó el enfrentamiento entre los gobernantes; Espartero dimitió ante el apoyo de la Reina a O’Donnell.
O’Donnell intentó volver al régimen definido en la Constitución de 1845, pero la continuación de las desamortizaciones motivó la destitución de O’Donnell, ocupando la jefatura del gobierno otra vez Narváez. Entre junio de 1858 y febrero de 1863, ocupó el gobierno O’Donnell con su Unión Liberal. En estos años se intentó de nuevo liberalizar el régimen. Bajo su gestión se asistió a un lustro de estabilidad política y de desarrollo económico, si bien también aparecieron importantes sombras en el panorama político, como el rebrote del carlismo o las graves insurrecciones en el medio rural —como la de Loja de 1861—. También en estos años España estuvo presente en conflictos internacionales, como el del emperador Maximiliano en México, o libró la Primera Guerra de Marruecos entre 1859 y 1861, en la que se renovaron las élites militares consolidándose la fama de generales como Juan Prim, vencedor en Castillejos y Wad-Ras y conquistador de Tetuán.
De 1863 a 1868 se sucedieron varios gobiernos de tendencia cada vez más autoritaria y conservadora, durante los que una serie de crisis se sucederían hasta provocar la caída de Isabel II. Se produjeron pronunciamientos como los de Villarejo de Salvanés (enero de 1866) o el de los Sargentos del Cuartel de San Gil (junio de 1866). También sucedieron los sucesos de la Noche de San Daniel (abril de 1865). Y todo ello con el telón de fondo de una crisis económica desatada en Europa en 1866. Por todo lo expuesto, progresistas, demócratas y republicanos intentaron derribar la monarquía, firmando el 16 de agosto de 1866 el Pacto de Ostende, al que se uniría la Unión Liberal más tarde. El pronunciamiento se produjo en septiembre de 1868, comenzando en Cádiz, donde se alzó la flota al mando del Almirante Topete, aunque los verdaderos directores de la sublevación fueron los generales Prim y Francisco Serrano. La victoria de este último sobre las tropas leales a la reina mandadas por el marqués de Novaliches en la batalla de Alcolea y la generalización del levantamiento por todo el país, alentado en las principales ciudades por progresistas y demócratas, hicieron que Isabel II huyera a Francia el 29 de septiembre. De este modo, la Revolución de 1868 iniciaba una nueva etapa de la historia española.