Portada » Historia » La Inestabilidad Política en la España del Siglo XIX: Del Manifiesto de Manzanares a la Constitución de 1869
El Manifiesto de Manzanares se sitúa en el marco del Estado liberal durante el reinado de Isabel II, caracterizado por una gran inestabilidad política y donde los pronunciamientos militares se convirtieron en un recurso frecuente para cambiar gobiernos o modificar el régimen vigente. La Vicalvarada de 1854 comenzó como un levantamiento de militares moderados liderados por O’Donnell, pero pronto se transformó en un movimiento revolucionario al sumarse los progresistas, y finalmente alcanzó carácter popular gracias al Manifiesto redactado por Cánovas del Castillo.
Entre las causas que motivaron el pronunciamiento destacan:
El Manifiesto incorporó demandas progresistas, como la ampliación de libertades, reformas políticas y la convocatoria de Cortes, logrando el respaldo popular necesario para que el pronunciamiento triunfara. Este éxito abrió la puerta al Bienio Progresista (1854-1856), la única interrupción del predominio moderado durante el reinado de Isabel II.
Durante el reinado de Isabel II (1833-1868), España consolidó un Estado liberal con un fuerte centralismo, controlado por las élites moderadas. La Constitución de 1845 estableció una soberanía compartida entre la Corona y las Cortes, permitiendo al monarca intervenir en el proceso legislativo, y mantuvo un sufragio censitario muy limitado, restringiendo así la participación política. Se instauró un sistema bicameral, con Congreso y Senado, este último parcialmente designado por la Corona, reforzando la autoridad real. Los derechos y libertades se reconocían como concesiones del gobierno, que podía regularlos y limitarlos. En conjunto, este sistema aseguraba la supremacía política de los moderados y un fuerte centralismo.
El funcionamiento del Estado se apoyaba en una administración centralizada, con los gobernadores civiles y la Guardia Civil (establecida en 1844) encargados de mantener el orden en todo el territorio. La Ley de Ayuntamientos de 1845 permitió además al Gobierno controlar los municipios mediante el nombramiento directo de los alcaldes, mientras que la Milicia Nacional, brazo armado de los progresistas, fue eliminada.
Sin embargo, esta estructura provocaba malestar entre los sectores progresistas, que reclamaban mayor participación política, y entre las clases populares, afectadas por la crisis económica y los impuestos elevados. La corrupción, el nepotismo y la dependencia del poder militar generaron gran inestabilidad, donde los pronunciamientos se convirtieron en la forma habitual de sustituir gobiernos. El juntismo —la creación de Juntas Revolucionarias locales en momentos de sublevación— reflejaba la fragilidad institucional y la importancia de la acción popular en estos movimientos.
El sistema político isabelino estuvo dominado por la tensión entre moderados y progresistas, ambos corrientes liberales con diferencias en cuanto al alcance del poder.
O’Donnell lideró la Unión Liberal, buscando una posición intermedia entre moderados y progresistas. Otros grupos incluían los demócratas, partidarios del sufragio universal y reformas sociales más profundas; los republicanos, contrarios a la monarquía; y los carlistas, defensores del absolutismo y las tradiciones. El Manifiesto de Manzanares representó un punto intermedio entre el autoritarismo moderado y el progresismo radical, pretendiendo reformar la monarquía sin abolirla, mediante medidas políticas que devolvieran libertades básicas y mejoraran la representación nacional.
A pesar de los intentos por consolidar un régimen liberal, la monarquía de Isabel II descansaba sobre una base social y política limitada. El poder real se concentraba en una minoría de propietarios y funcionarios, mientras que la mayoría de la población permanecía al margen de la vida política.
España seguía siendo mayoritariamente agraria y atrasada, con estructuras feudales todavía presentes en muchas zonas. Las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz pretendían modernizar la economía, financiando al Estado y creando una nueva clase de propietarios, pero no resolvieron los problemas del campesinado ni promovieron una reforma agraria real.
La monarquía también perdió prestigio debido a las camarillas cortesanas y los escándalos políticos, provocando el rechazo de amplios sectores sociales. Todo ello explica la proliferación de pronunciamientos, como el de 1854, que buscaban generar cambios en un sistema desgastado y poco legítimo.
En definitiva, el Manifiesto de Manzanares fue el detonante del Bienio Progresista, que intentó instaurar una monarquía constitucional más abierta y liberal. Aunque sus reformas no transformaron completamente el sistema, su importancia histórica reside en haber expresado las aspiraciones de gran parte del liberalismo español, deseoso de conciliar progreso y estabilidad política.
La Constitución de 1869 fue el marco legal fundamental del Sexenio Democrático y la primera constitución plenamente democrática de la historia de España. Su aprobación representó la ruptura definitiva con el sistema moderado isabelino y el inicio de un proyecto político basado en la soberanía nacional, los derechos individuales y el sufragio universal masculino.
El Sexenio Democrático (1868-1874) se inició tras la Revolución de 1868, conocida como “La Gloriosa”, que puso fin al reinado de Isabel II. Esta insurrección político-militar, impulsada por los generales Prim, Serrano y Topete y apoyada por sectores burgueses y populares, tenía como objetivo derrocar el régimen moderado isabelino, caracterizado por la soberanía compartida, el sufragio censitario y un fuerte centralismo.
Además, en los años previos al levantamiento, España atravesaba una grave crisis de subsistencias y financiera, lo que aumentó el descontento social y facilitó el estallido revolucionario. En 1866, la oposición progresista y democrática firmó el Pacto de Ostende, cuyo propósito era acabar con el régimen isabelino y establecer un sistema verdaderamente representativo. Tras el triunfo de la revolución, Isabel II se exilió en Francia, lo que permitió la formación de un gobierno provisional y la redacción de la Constitución de 1869.
Tras el triunfo revolucionario se formó un Gobierno Provisional, que convocó elecciones a Cortes Constituyentes mediante sufragio universal masculino, con la misión de legitimar el nuevo régimen y elaborar una Constitución que reflejara los principios progresistas y democráticos.
En las Cortes se debatió la forma de Estado —monarquía o república—, aunque finalmente se decidió mantener una monarquía parlamentaria, dejando vacante el trono hasta la llegada de Amadeo de Saboya, apoyado por el general Prim. En este contexto se aprobó la Constitución de 1869, considerada uno de los textos más avanzados del constitucionalismo español del siglo XIX, reflejando la ideología e intereses de progresistas y demócratas.
Entre sus características más destacadas se encuentran:
En el contexto nacional, la Constitución de 1869 representó un hito: un proyecto político adelantado a su tiempo, que intentó consolidar una democracia liberal moderna. En el ámbito internacional, situó a España en la vanguardia del constitucionalismo europeo, siendo valorada por sectores liberales extranjeros aunque vista con desconfianza por las monarquías tradicionales.
No obstante, el régimen nacido en 1869 enfrentó serias dificultades desde sus inicios. El general Prim fue asesinado en un atentado justo cuando el nuevo rey llegaba a España, dejando a Amadeo de Saboya sin su sostén más importante. Además, Amadeo carecía de apoyos sólidos: los moderados desconfiaban de él, los isabelinos querían restaurar a los Borbones y los republicanos rechazaban cualquier monarquía.
A esta debilidad se sumaron varios conflictos simultáneos:
La proclamación de la Primera República en 1873 evidenció la fragilidad del sistema, con los republicanos divididos entre unitarios, federales moderados e intransigentes. En un contexto tan conflictivo, marcado por guerras, crisis y enfrentamientos internos, resultó imposible construir una República estable.
En conclusión, la Constitución de 1869 fue el intento más avanzado de modernización política en la España del siglo XIX. Aunque su vigencia fue breve, dejó un legado fundamental en materia de derechos y participación política, marcando un precedente para futuros proyectos democráticos. Su relevancia radica tanto en su contenido innovador como en su papel dentro del proceso de transformación del constitucionalismo español.
