Portada » Filosofía » Fundamentos de la Doctrina Social de la Iglesia: Conceptos Clave de Filosofía y Ética Social
La globalización es la creciente interconexión entre Estados, economías y sociedades, facilitada por las nuevas tecnologías de la comunicación: «Todo se está entrelazando entre sí y cada vez dependemos más los unos de los otros». De hecho, globalizar significa «Integrar en un todo cosas diversas» (RAE), y también «universalizar, dar a algo carácter mundial».
«Para que la globalización sea positiva, ha de serlo para pobres y ricos por igual. Tiene que aportar el mismo grado de derechos que de riquezas.»
A veces se perciben actitudes fatalistas ante la globalización, como si las dinámicas que la producen procedieran de fuerzas anónimas e impersonales o de estructuras independientes de la voluntad humana. La verdad de la globalización como proceso y su criterio ético fundamental vienen dados por la unidad de la familia humana y su crecimiento en el bien. Por tanto, hay que esforzarse incesantemente para favorecer una orientación cultural personalista y comunitaria, abierta a la trascendencia, del proceso de integración planetaria. A pesar de algunos aspectos estructurales innegables, pero que no se deben absolutizar, «la globalización no es, a priori, ni buena ni mala. Será lo que la gente haga de ella» (Juan Pablo II). Debemos ser sus protagonistas, no las víctimas, procediendo razonablemente, guiados por la caridad y la verdad. Oponerse ciegamente a la globalización sería una actitud errónea, preconcebida, que acabaría por ignorar un proceso que tiene también aspectos positivos.
El proceso de globalización, adecuadamente entendido y gestionado, ofrece la posibilidad de una gran redistribución de la riqueza a escala planetaria como nunca se ha visto antes; pero, si se gestiona mal, puede incrementar la pobreza y la desigualdad, contagiando además con una crisis a todo el mundo. La transición que el proceso de globalización comporta conlleva grandes dificultades y peligros, que solo se podrán superar si se toma conciencia del espíritu antropológico y ético que en el fondo impulsa la globalización hacia metas de humanización solidaria. Desgraciadamente, este espíritu se ve con frecuencia marginado y entendido desde perspectivas ético-culturales de carácter individualista y utilitarista. La globalización es un fenómeno multidimensional y polivalente, que exige ser comprendido en la diversidad y en la unidad de todas sus dimensiones, incluida la teológica. Esto consentirá vivir y orientar la globalización de la humanidad en términos de relacionalidad, comunión y participación (Benedicto XVI, Caritas in veritate, 42).
«El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. Amar significa querer por encima de cualquier cosa. El amor nunca deja de ser; pero las profecías se acabarán, y cesarán las lenguas, y la ciencia acabará.»
Anunciar y construir el Reino de Dios, es decir, la comunión entre Dios y los hombres en esta vida. No está vinculado a ningún sistema político, no nos confundamos. Pero Dios no redime solo a la persona individual, sino también a las relaciones sociales entre los hombres, pues los hombres están llamados a la comunión entre ellos. La Iglesia está llamada a indicar la vía que permite la «transformación de las relaciones sociales según las exigencias del Reino de Dios». Esta transformación hace referencia a las reflexiones y la puesta en práctica del Evangelio. La Doctrina Social de la Iglesia quiere ofrecer las respuestas que los signos de los tiempos reclaman, indicando ante todo en el amor recíproco entre los hombres, bajo la mirada de Dios, el instrumento más potente de cambio, a nivel personal y social (CDSI n. 55).
La Iglesia lleva a todo hombre la alegre noticia del Reino de Dios (seas quien seas, no hace distinciones). Ella es el «signo e instrumento» para la unión de todos los seres humanos con Dios y entre ellos. Es la unión de Dios con los hombres. El hombre es un ser que vive en sociedad, abierto a las relaciones con otros hombres. Convivir es un bien, asegura al hombre una mejor calidad de vida. Es por el bien común que los hombres forman la comunidad social, con sus elementos (de la familia al Estado) y sus ordenaciones estructurales, políticas, económicas, jurídicas y culturales. La Iglesia no quiere solo llegar al hombre, quiere transformar el Evangelio en toda la sociedad.
«Ya no se puede decir que la religión debe recluirse en el ámbito privado y que está solo para preparar las almas para el cielo» (Papa Francisco, Evangelii gaudium, n. 182).
La convivencia social a menudo determina la calidad de la vida y por ello las condiciones en las que cada hombre y cada mujer se comprenden a sí mismos y deciden acerca de sí mismos y de su propia vocación.
La comunidad entera de la Iglesia (sacerdotes, religiosos y laicos) participa en ella y comparte los tria munera. «Las aportaciones múltiples y multiformes son asumidas, interpretadas y unificadas por el Magisterio, que promulga la enseñanza social como doctrina de la Iglesia.»
«Con su doctrina social, la Iglesia se preocupa de la vida humana en la sociedad, con la conciencia que, de la calidad de la vida social, es decir, de las relaciones de justicia y de amor que la forman, depende en modo decisivo la tutela y la promoción de las personas» (CDSI, n. 81), de la dignidad humana y de los derechos humanos. La tarea de la doctrina social es por un lado el anuncio y por otro la denuncia.
Si el mundo ha sido creado por amor, ¿por qué está tan lleno de odio, injusticia y dolor? «…la fe nos dice: existen dos misterios de luz y un misterio de noche, que sin embargo está rodeado por los misterios de luz. El primer misterio de luz es este: la fe nos dice que no hay dos principios, uno bueno y uno malo, sino que hay un solo principio, el Dios creador, y este principio es bueno, solo bueno, sin sombra de mal. Por eso, tampoco el ser es una mezcla de bien y de mal; el ser como tal es bueno y por eso es un bien existir, es un bien vivir. Este es el gozoso anuncio de la fe: solo hay una fuente buena, el Creador. Así pues, vivir es un bien; ser hombre, mujer, es algo bueno; la vida es un bien.»
«Después sigue un misterio de oscuridad, de noche. El mal no viene de la fuente del ser mismo, no es igualmente originario. El mal viene de una libertad creada, de una libertad que abusa. ¿Cómo ha sido posible, cómo ha sucedido? Esto permanece oscuro. El mal no es lógico. Solo Dios y el bien son lógicos, son luz. El mal permanece misterioso. Se lo representa con grandes imágenes, como lo hace el capítulo 3 del Génesis, con la visión de los dos árboles, de la serpiente, del hombre pecador. Una gran imagen que nos hace adivinar, pero que no puede explicar lo que es en sí mismo ilógico. Podemos adivinar, no explicar; ni siquiera podemos narrarlo como un hecho junto a otro, porque es una realidad más profunda. Sigue siendo un misterio de oscuridad, de noche.»
«Pero se le añade inmediatamente un misterio de luz. El mal viene de una fuente subordinada. Dios con su luz es más fuerte. Por eso, el mal puede ser superado. Por eso la criatura, el hombre, es curable… si el mal procede solo de una fuente subordinada, es cierto que el hombre puede curarse. Y el libro de la Sabiduría dice: «Las criaturas del mundo son saludables» (Sb 1, 14). Y finalmente, como último punto, el hombre no solo se puede curar, de hecho, está curado. Dios ha introducido la curación. Ha entrado personalmente en la historia.»
Es el ministerio de enseñar en el campo de la fe y de la moral. Este papel ha sido confiado a la Iglesia por Cristo. Ningún poder humano puede obstaculizar el ejercicio de este derecho y deber nativo de la Iglesia. La Iglesia, a la cual Cristo Nuestro Señor encomendó el depósito de la fe, para que, con la asistencia del Espíritu Santo, custodiase santamente la verdad revelada, profundizase en ella y la anunciase y expusiese fielmente, tiene el deber y el derecho originario, independiente de cualquier poder humano, de predicar el Evangelio a todas las gentes, utilizando incluso sus propios medios de comunicación social.
Confirmar en la fe significa establecer con autoridad, indicar la enseñanza que hay que considerar verdadera y la que hay que considerar falsa, en materia de fe y costumbre.
«La persona humana y su dignidad están sometidas a múltiples heridas y amenazas. El momento decisivo de la perturbación y de la destrucción lo llamamos «pecado». Adán, que por el «pecado original» se enfrenta a Dios, es en cierta manera el prototipo humano de aquel que no puede hacer otra cosa que pecar y herir… En cada momento podríamos renegar del pecado, pero su fuerza llega hasta lo más profundo de nosotros, allí donde reside la libertad. Y, entonces, practicamos voluntariamente el mal enfrentándonos libremente a la voluntad de Dios y separándonos de la fuente de la vida, esto es, de Dios.»
La libertad es un valor fundamental. Ser libre y actuar libremente es un derecho primario del hombre. Solo si decido libremente soy plenamente responsable de mis actos. Solo un hombre libre es capaz de dirigirse a Dios con amor y corresponderle. Solo libremente se puede crear una vida social y personal. Una y otra vez se ve coartada la libertad humana por condiciones de tipo político, social, económico, jurídico e, incluso, cultural. Arrebatarle al hombre su libertad o delimitársela sin causa es una gran injusticia, ya que cuando se hace se está vulnerando su dignidad e impidiendo el desarrollo de su persona (Docat, 56).
La libertad se declina de formas distintas:
La libertad es una experiencia: nos sentimos libres cuando hemos satisfecho un deseo, cuando hacemos lo que queremos, lo que nos place. Nuestra libertad es una libertad creada y debería ser hacer el bien y evitar el mal.
La doctrina social católica tiene cuatro principios:
Estos principios indican la vía para el desarrollo de una vida digna del hombre. «Hoy en día, los cristianos nos enfrentamos con múltiples problemas de índole social, y en cualquiera de los tipos de relaciones que hay – entre individuos, grupos o pueblos – se puede saber, gracias a los cuatro principios de la doctrina social católica, qué es humano, social y justo.»
La doctrina social de la Iglesia, además de los principios que deben presidir la edificación de una sociedad digna del hombre, indica también valores fundamentales. La relación entre principios y valores es una relación de reciprocidad. «Todos los valores sociales son inherentes a la dignidad de la persona humana, cuyo auténtico desarrollo favorecen; son esencialmente:
Su práctica es el camino seguro y necesario para alcanzar la perfección personal y una convivencia social más humana.»
Lo propio del obrar humano libre es que elegimos la finalidad de nuestros actos. El principio y el valor no son lo mismo:
El valor social es una cualidad que poseen las cosas, las personas, las situaciones o las ideas por la cual son importantes para nuestra vida en comunidad. Entonces, los valores no son algo puramente subjetivo, sino que tienen una dimensión objetiva, independiente del gusto o del interés que yo pueda tener por ellos.
La encíclica era la carta circular que el obispo enviaba a sus fieles. Hoy la Iglesia católica emplea este término para indicar las cartas del Romano Pontífice que envía a los obispos, fieles católicos y a los hombres de buena voluntad. Estas cartas tratan de importantes cuestiones de carácter doctrinal, moral y social. El término encíclica deriva del griego y literalmente significa «en círculo»: la carta encíclica es una carta circular. Las encíclicas recuerdan las cartas que forman parte del Nuevo Testamento y están entre los documentos más importantes que redacta un pontífice a lo largo de su pontificado. Suelen ser redactadas en latín, que es el idioma oficial de la Santa Sede. Su título se toma de las primeras palabras de la carta, como es costumbre consolidada en la Iglesia. Las encíclicas pueden tener contenidos distintos: doctrinal, social, exhortativo o disciplinar.
El bien común es «el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección» (GS 26). «El bien común no consiste en la simple suma de los bienes particulares de cada sujeto del cuerpo social. Siendo de todos y de cada uno es y permanece común:
El bien común se puede considerar como la dimensión social y comunitaria del bien moral.»
El bien común «señala tanto el bien de todo hombre, como el bien de todo el hombre. El bien común necesita ante todo un contexto de orden estatal que funcione, tal y como lo dispone el Estado de derecho, ya que en él se deberán satisfacer los fundamentos naturales de la vida.»
La justicia consiste en la voluntad constante de «dar a Dios y al prójimo lo que les es debido». Así define la justicia Santo Tomás de Aquino. «Justicia es la virtud que da a cada uno lo suyo, que no reivindica lo ajeno y que descuida la propia utilidad para salvaguardar la equidad común» (San Ambrosio de Milán, siglo IV).
Hay distintas formas de justicia:
Todos estos tipos de justicia forman parte de la justicia social.
«La libertad es, en el hombre, signo eminente de la imagen divina y, como consecuencia, signo de la sublime dignidad de cada persona humana» (CDSI 199). «Solo el hombre libre es capaz de asumir responsabilidades.» «Y precisamente ser libre en tanto que persona es lo que hace al hombre único.»
«El valor de la libertad, como expresión de la singularidad de cada persona humana, es respetado cuando a cada miembro de la sociedad le es permitido realizar su propia vocación personal; es decir, puede buscar la verdad y profesar las propias ideas religiosas, culturales y políticas; expresar sus propias opiniones; decidir su propio estado de vida y, dentro de lo posible, el propio trabajo; asumir iniciativas de carácter económico, social y político» (CDSI 200).
Este principio busca fortalecer la libertad del individuo, es decir, quiere proteger a las personas de los abusos de los cuerpos sociales superiores y ayudar a las personas a desarrollar sus tareas. Este principio se impone porque toda persona, familia y cuerpo intermedio tiene algo de original que ofrecer a la comunidad.
Es la adhesión o apoyo incondicional a causas o intereses ajenos, especialmente en situaciones comprometidas o difíciles. La solidaridad se presenta bajo dos aspectos complementarios: como principio social y como virtud moral.
La solidaridad debe captarse, ante todo, en su valor de principio social ordenador de las instituciones, según el cual las «estructuras de pecado», que dominan las relaciones entre las personas y los pueblos, deben ser superadas y transformadas en estructuras de solidaridad, mediante la creación o la oportuna modificación de leyes, reglas de mercado, ordenamientos» (San Juan Pablo II, SRS 36-37).
«Así, junto a la vigencia del principio de subsidiaridad, hemos de aprender a pensar globalmente también desde un punto de vista ético. Muchas son las cuestiones que se pueden tratar a escala mundial, como el cambio climático, las epidemias, la migración. Si queremos encontrar soluciones a largo plazo para todos los seres humanos del planeta Tierra, solo llegaremos a ellas si pensamos a nivel global» (Docat, 101).
La solidaridad es también una verdadera y propia virtud moral, no «un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos» (Juan Pablo II, SRS, 38).
«Persona»: en griego, es máscara. La máscara que ponían los actores en la antigüedad griega y romana tenía una doble función:
El término hombre se refiere al nivel biológico. El concepto de persona se añade al concepto de hombre. Como la máscara se pone sobre la cara y atribuye un papel al actor, así el concepto de persona añade algo más al hombre, a lo biológico. Como las máscaras de los actores de la antigüedad griega y romana servían para amplificar la voz de los actores, así el concepto de persona hace «resonar» al hombre, para que el otro pueda enterarse de su presencia y escucharle. Por esta resonancia, que nos ofrece la «máscara» de la persona, encontramos «eco» en las demás personas. «Toda la doctrina social se desarrolla, en efecto, a partir del principio que afirma la inviolable dignidad de la persona humana» (CDSI 107).
En la concepción judía, la paz es también la meta de la convivencia social, que implica el compromiso por parte de los hombres. Los hombres están llamados a cumplir con el plan de amor de Dios, a amarle y andar por los caminos que les indica: subsiste la verdadera paz solo si el hombre se compromete sobre un plan ético-social, a favor del huérfano, de la viuda, del extranjero. Este compromiso del hombre hace posible conservar la prosperidad y la armonía.
La paz es el estado de orden y cohesión social, un estado de vida más que la conducta idónea a realizar este estado. En la mitología griega, Irene es una de las Horas, las diosas hijas de Zeus (padre de los dioses) y Temis (diosa de la ley natural, o sea, inscrita en la naturaleza, y de la equidad). Irene (paz) es hermana de Dice (justicia) y Eunomia («buena ley», legislación).
La paz es ausencia de guerra. La PAX ROMANA, por otro lado, indica la situación jurídica de tranquillitas en la relación entre dos partes, y que se basa sobre el acuerdo entre las partes y es garantizada por la fuerza militar de Roma.
En el Nuevo Testamento la misma vida de Jesús es icono de la paz. Él subraya la dignidad del hombre y radicaliza el mandamiento del amor en una doble dirección, que requiere un particular compromiso por parte de los cristianos: el perdón de las ofensas sin límites (hasta setenta veces siete) y el amor a los enemigos. «La paz es un valor y un deber universal; halla su fundamento en el orden racional y moral de la sociedad que tiene sus raíces en Dios mismo…. La paz no es simplemente ausencia de guerra, ni siquiera un equilibrio estable entre fuerzas adversarias, sino que se funda sobre una correcta concepción de la persona humana y requiere la edificación de un orden según la justicia y la caridad.»
La violencia no constituye jamás una respuesta justa. La Iglesia proclama, con la convicción de su fe en Cristo y con la conciencia de su misión, «que la violencia es un mal, que la violencia es inaceptable como solución de los problemas, que la violencia es indigna del hombre. La violencia es una mentira, porque va contra la verdad de nuestra fe, la verdad de nuestra humanidad. La violencia destruye lo que pretende defender: la dignidad, la vida, la libertad del ser humano» (Juan Pablo II).
El perdón permite un nuevo comienzo de la relación fracasada, también donde a nadie le parecía humanamente posible. En este sentido, el perdón no quita importancia al mal cometido, ni tampoco hace como si este no hubiera sucedido. Al perdonar, dejamos que en la relación fracasada opere Dios, que «perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades» (Sal 103, 3).
«La Iglesia enseña que una verdadera paz es posible solo mediante el perdón y la reconciliación. No es fácil perdonar a la vista de las consecuencias de la guerra y de los conflictos, porque la violencia… deja siempre como herencia una pesada carga de dolor, que solo puede aliviarse mediante una reflexión profunda, leal, valiente y común entre los contendientes, capaz de afrontar las dificultades del presente con una actitud purificada por el arrepentimiento.»
«El perdón recíproco no debe anular las exigencias de la justicia, ni mucho menos impedir el camino que conduce a la verdad: justicia y verdad representan, en cambio, los requisitos concretos de la reconciliación» (CDSI 518).
Una aplicación en la comunidad internacional: los Organismos judiciales internacionales. «Semejantes Organismos, valiéndose del principio de jurisdicción universal y apoyados en procedimientos adecuados, respetuosos de los derechos de los imputados y de las víctimas, pueden encontrar la verdad sobre los crímenes perpetrados durante los conflictos armados. Es necesario, sin embargo, ir más allá de la determinación de los comportamientos delictivos, ya sean de acción o de omisión, y de las decisiones sobre los procedimientos de reparación, para llegar al restablecimiento de relaciones de recíproco entendimiento entre los pueblos divididos, en nombre de la reconciliación.»
Una categoría especial de víctimas de la guerra son los refugiados, que a causa de los combates se ven obligados a huir de los lugares donde viven habitualmente, hasta encontrar protección en países diferentes de donde nacieron. La Iglesia muestra por ellos un especial cuidado, no solo con la presencia pastoral y el socorro material, sino también con el compromiso de defender su dignidad humana.
Las razones para abandonar el país de origen pueden ser muchas: la necesidad y la miseria, la falta de libertad y de democracia, la persecución política, así como conflictos y guerra… Desde hace muchos años la Iglesia católica se involucra con los emigrantes, y especialmente con el grupo de los «sin papeles» o ilegales. Lo hace por su opción preferencial por los pobres y por cómo Jesús se identificó con los más marginados.
Es preciso prevenir la inmigración ilegal, pero también combatir con energía las iniciativas criminales que explotan la expatriación de los clandestinos. La opción más adecuada, destinada a dar frutos consistentes y duraderos a largo plazo, es la de la cooperación internacional, que tiende a promover la estabilidad política y a superar el subdesarrollo.
«Otro aspecto digno de atención, hablando del desarrollo humano integral, es el fenómeno de las migraciones. Es un fenómeno que impresiona por sus grandes dimensiones, por los problemas sociales, económicos, políticos, culturales y religiosos que suscita, y por los dramáticos desafíos que plantea a las comunidades nacionales y a la comunidad internacional.»
«Emigrantes y refugiados no son peones sobre el tablero de la humanidad. Se trata de niños, mujeres y hombres que abandonan o son obligados a abandonar sus casas por muchas razones, que comparten el mismo deseo legítimo de conocer, de tener, pero sobre todo de ser “algo más”… La Iglesia, en camino con los emigrantes y los refugiados, se compromete a comprender las causas de las migraciones, pero también a trabajar para superar sus efectos negativos y valorizar los positivos en las comunidades de origen, tránsito y destino de los movimientos migratorios.»
«Los conatos de eliminar enteros grupos nacionales, étnicos, religiosos o lingüísticos son delitos contra Dios y contra la misma humanidad, y los autores de estos crímenes deben responder ante la justicia… La Comunidad Internacional en su conjunto tiene la obligación moral de intervenir a favor de aquellos grupos cuya misma supervivencia está amenazada o cuyos derechos humanos fundamentales son gravemente violados. Los Estados deben aplicarse respetando plenamente el derecho internacional y el principio fundamental de la igualdad entre los Estados.»
Actuación criminal violenta de bandas organizadas, que, reiteradamente y por lo común de modo indiscriminado, pretende crear alarma social con fines políticos (RAE). Alteran gravemente la paz pública, creando un estado de terror en la población civil.
De estrategia subversiva, típica solo de algunas organizaciones extremistas, dirigida a la destrucción de las cosas y al asesinato de las personas, el terrorismo se ha transformado en una red oscura de complicidades políticas, llegando a asesinar a inocentes, víctimas casuales de las acciones terroristas. Los objetivos de los ataques terroristas son, en general, los lugares de la vida cotidiana y no objetivos militares en el contexto de una guerra declarada. El terrorismo actúa y golpea a ciegas, fuera de las reglas con las que los hombres han tratado de regular sus conflictos.
«Es una profanación y una blasfemia proclamarse terroristas en nombre de Dios: de ese modo se instrumentaliza, no solo al hombre, sino también a Dios, al creer que se posee totalmente su verdad, en vez de querer ser poseídos por ella. Definir «mártires» a quienes mueren cumpliendo actos terroristas es subvertir el concepto de martirio, ya que este es un testimonio de quien se deja matar por no renunciar a Dios y a su amor, no de quien asesina en nombre de Dios.»
Se encuentran en una condición de pobreza absoluta aquellas personas que viven con un sueldo diario por debajo de una cierta cuantía de dólares estadounidenses. Los objetivos de esta institución son:
La Organización Mundial de la Salud, por otro lado, define la pobreza relativa con referencia al salario medio nacional: es pobre quien cobre el 60% menos del salario medio nacional.
El debate sobre la relación entre pobreza y salud viene de antiguo. En general, las tasas de mortalidad más altas se registran en las zonas más pobres de los países, y la población que goza de buena salud suele ser más productiva en el plano económico. Se reconoce que la causalidad entre la salud y la pobreza es bidireccional, y que la analogía que mejor describe esta relación es la de un círculo virtuoso o vicioso, según empeoren o mejoren las condiciones sanitarias o económicas de la población de que se trate.
La pobreza manifiesta un dramático problema de justicia: la pobreza, en sus diversas formas y consecuencias, se caracteriza por un crecimiento desigual y no reconoce a cada pueblo el «igual derecho a “sentarse a la mesa del banquete común”».
«Cristo se ha fijado especialmente en los que se encuentran al margen de la sociedad. Por este motivo, la Iglesia se inclina de un modo especial por una «opción a favor de los pobres»… En el sentido de la doctrina social católica, la justicia exige la participación de todos en cualquiera de los ámbitos de la vida social, política, cultural y económica… hay que actuar haciéndoles [a los pobres] partícipes de las soluciones de sus problemas» (Docat 238).
«Los cristianos, que creemos en Dios como el creador del universo y el Padre de todos los hombres, tenemos claro que la solidaridad y la justicia no solo ha de extenderse a «nuestra familia», «nuestro país», «nuestra cultura» o «nuestra religión»» (Docat, 239). Más allá de la fe, el reconocimiento de la igual dignidad de todos los hombres debería despertar nuestra consciencia de solidaridad global.
El mensaje fundamental de la Sagrada Escritura anuncia que la persona humana es criatura de Dios (cf. Sal 139,14-18) y especifica el elemento que la caracteriza y la distingue en su ser a imagen de Dios: «Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó» (Gn 1,27). Dios coloca la criatura humana en el centro y en la cumbre de la creación: al hombre (en hebreo «adam»), plasmado con la tierra («adamah»), Dios insufla en las narices el aliento de la vida (cf. 2,7).
La semejanza con Dios revela que la esencia y la existencia del hombre están constitutivamente relacionadas con Él del modo más profundo. Es una relación que existe por sí misma y no llega, por tanto, en un segundo momento ni se añade desde fuera. Toda la vida del hombre es una pregunta y una búsqueda de Dios. Esta relación con Dios puede ser ignorada, olvidada o removida, pero jamás puede ser eliminada. Entre todas las criaturas del mundo visible, en efecto, solo el hombre es «“capaz” de Dios» (homo est Dei capax). La persona humana es un ser personal creado por Dios para la relación con Él, que solo en esta relación puede vivir y expresarse, y que tiende naturalmente hacia Él (CDSI, 109).
La decisión de Dios de hacer al hombre a su imagen y semejanza confiere a la criatura humana una dignidad única, que se extiende a todas las generaciones y sobre toda la tierra. «Dios quiere garantizar al hombre los bienes necesarios para su crecimiento, la posibilidad de expresarse libremente, el resultado positivo del trabajo, la riqueza de relaciones entre seres semejantes.»
El hombre no es un ser solitario: la «relación entre Dios y el hombre se refleja en la dimensión relacional y social de la naturaleza humana» (CDSI, 110). Solo en la relación con los demás el hombre desarrolla plenamente sus cualidades y se expresa de forma más completa. En el cuento del Génesis, Dios crea al ser humano como hombre y como mujer. Cada uno de ellos es imagen de Dios: tienen la misma dignidad y son de igual valor «no solo porque ambos, en su diversidad, son imagen de Dios, sino, más profundamente aún, porque el dinamismo de reciprocidad que anima el «nosotros» de la pareja humana es imagen de Dios» (CDSI, 111).
En la Alianza de Dios con Noé, queda claro que, a pesar de la aparición del pecado, la violencia y la injusticia, Dios siempre permanece al lado del hombre. La diversidad y variedad de los pueblos se admira en el libro de Génesis como el resultado de la acción creadora de Dios. También en la Alianza de Dios con Abrahán aparece de nuevo la idea de la familia humana: Abrahán es convertido en «padre de muchedumbre de pueblos» (Gén 17), y así, con todos sus descendientes Dios ha pactado la misma Alianza que con Abrahán (CDSI 235).
«El Antiguo Testamento aguardaba al Mesías en la forma de un salvador político», pero Jesús no impuso su poder, sino que se portó como un rey «que denunció la injusticia con su palabra y con su ejemplo y que, con su entrega, mostró en su propia carne hasta dónde pueden llegar los efectos… de la injusticia estatal y religiosa».
Renunciando a las riquezas y al dominio despótico sobre los pueblos, Jesús da ejemplo de una nueva forma de gobernar, que se basa en el servicio, y «se convierte en la medida para todos aquellos que asuman responsabilidades». La crucifixión, sin embargo, no fue un fracaso de su misión, sino su consumación. Jesús ha renovado así los criterios del ejercicio del poder. Todas las reivindicaciones terrenales de poder son cuestionadas ante la paradoja de la cruz, ahí donde el poder de Dios se muestra con la impotencia del Hijo torturado.
«Considerar a la persona humana como fundamento y fin de la comunidad política significa trabajar, ante todo, por el reconocimiento y el respeto de su dignidad mediante la tutela y la promoción de los derechos fundamentales e inalienables del hombre» (CDSI 388).
Pero «El significado profundo de la convivencia civil y política no surge inmediatamente del elenco de los derechos y deberes de la persona. Esta convivencia adquiere todo su significado si está basada en la amistad civil y en la fraternidad.»
La amistad civil, así entendida, es la actuación más auténtica del principio de fraternidad, que es inseparable de los de libertad y de igualdad.
Reconocer que el derecho natural funda y limita el derecho positivo significa admitir que es legítimo resistir a la autoridad en caso de que esta viole grave y repetidamente los principios del derecho natural. Santo Tomás de Aquino escribe que «se está obligado a obedecer… por cuanto lo exige el orden de la justicia».
El fundamento del derecho de resistencia es, pues, el derecho de naturaleza. La gravedad de los peligros que el recurso a la violencia comporta hoy evidencia que es siempre preferible el camino de la resistencia pasiva, «más conforme con los principios morales y no menos prometedor del éxito».
Para tutelar el bien común, la autoridad pública legítima tiene el derecho y el deber de conminar penas proporcionadas a la gravedad de los delitos. El Estado tiene la doble tarea de reprimir los comportamientos lesivos de los derechos del hombre y de las reglas fundamentales de la convivencia civil, y remediar, mediante el sistema de las penas, el desorden causado por la acción delictiva.
La pena se convierte, además, en instrumento de corrección del culpable, una corrección que asume también el valor moral de expiación cuando el culpable acepta voluntariamente su pena. La finalidad a la que tiende es doble:
La Iglesia ve como un signo de esperanza la aversión cada vez más difundida en la opinión pública a la pena de muerte, incluso como instrumento de «legítima defensa» social. El número creciente de países que adoptan disposiciones para abolir la pena de muerte o para suspender su aplicación es también una prueba de que los casos en los cuales es absolutamente necesario eliminar al reo «son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes».
La creciente aversión de la opinión pública a la pena de muerte y las diversas disposiciones que tienden a su abolición o a la suspensión de su aplicación, constituyen manifestaciones visibles de una mayor sensibilidad moral.