Portada » Historia » Evolución Histórica de España: De la Prehistoria a la Ilustración Borbónica
Los primeros pobladores peninsulares (Atapuerca, 1.200.000-800.000 a. C.) eran depredadores y basaban su supervivencia en la caza, la pesca y la recolección. Practicaban el nomadismo, vivían en pequeños grupos y presentaban una organización social colectiva.
Hacia el 5500 a. C. surgen en la Península las primeras comunidades neolíticas, iniciando la producción de alimentos (agricultura y ganadería) y la elaboración de cerámica y tejidos. Se inicia así el sedentarismo y las estructuras sociales se hacen más complejas como resultado de una organización del trabajo más diversificada. El hallazgo de objetos de prestigio en las tumbas desde el Neolítico indica la existencia de una cierta jerarquización social.
La Península Ibérica posee un gran número de cuevas o abrigos naturales que conservan pinturas y grabados paleolíticos. Se pueden diferenciar dos grandes escuelas de arte rupestre por su cronología, distribución geográfica y estilo:
En el primer milenio antes de Cristo, la Península Ibérica constituía un mosaico de pueblos de distintas características y desarrollo cultural. En el suroeste apareció tempranamente el mítico reino de Tartessos (siglos IX-VII a. C.), con una economía basada en una agricultura avanzada, en la actividad minera (cobre, plata y oro) y un activo comercio de metales con los fenicios.
Los íberos eran un conjunto de pueblos con rasgos comunes que ocuparon la costa mediterránea a partir del siglo VI a. C. Se agrupaban en tribus independientes y su sociedad estaba muy estratificada. Su economía se basaba en la agricultura, la ganadería, la minería y un activo comercio con los pueblos colonizadores (ejemplo de su arte es la Dama de Elche).
Los celtas y celtíberos habitaban el centro y la parte occidental de la Meseta y la franja cantábrica. De economía más atrasada, conocían la metalurgia del hierro y practicaban la ganadería y la agricultura cerealista. Vivían en poblados amurallados (castros) y se organizaban en clanes gobernados por una aristocracia guerrera.
Griegos y fenicios llegaron a la península a lo largo del primer milenio a. C. atraídos por su riqueza en metales. Los fenicios establecieron enclaves comerciales por todo el sur del Mediterráneo (Gadir, siglo IX a. C.). En torno a sus factorías se produjo un gran desarrollo socioeconómico y cultural, introduciendo la metalurgia del hierro, el torno cerámico, nuevas técnicas agrícolas (vid y olivo), el urbanismo y el inicio de la escritura. Los griegos fundaron colonias en la costa mediterránea a partir del siglo VI a. C. (Rosas, Ampurias, Sagunto), que estimularon el desarrollo de las poblaciones íberas.
A diferencia de las colonizaciones anteriores, los romanos acabaron implantando su dominio en el conjunto de la Península Ibérica, convirtiéndola en una provincia más de su imperio. El proceso de conquista se prolongó más de doscientos años debido a la falta de un plan específico. Se diferencian tres etapas:
Por romanización se entiende la asimilación de los modos de vida romanos por parte de los pueblos conquistados. Esta transformación no se sintió con la misma intensidad en toda la Península: fue más acentuada en las zonas del sur y este, y más débil en las regiones montañosas del norte. Entre los procesos que contribuyeron a la romanización de Hispania destacan: la organización territorial y administrativa (división en provincias); la urbanización y las obras públicas (calzadas, puentes, acueductos); la integración de la economía peninsular en la imperial; el triunfo del latín (sustrato de las futuras lenguas romances); la implantación del derecho romano; y, finalmente, la expansión del cristianismo.
Los visigodos llegaron por primera vez a la península a principios del siglo V como aliados de Roma para expulsar a otros pueblos bárbaros (suevos, alanos y vándalos). Se establecieron en el sur de la Galia, en el reino de Tolosa, hasta ser desplazados por los francos en el 507 (Batalla de Vouillé), fecha en la que se asentaron definitivamente en Hispania, situando su capital en Toledo.
Los visigodos crearon el primer Estado políticamente independiente y unificado de la Península. Sus monarcas iniciaron un proceso unificador que condujo a la fusión de las comunidades godas e hispanorromanas, logrando:
La forma de gobierno era la monarquía electiva y vitalicia, lo que generaba una constante inestabilidad política. El rey gobernaba con la ayuda del Officium Palatinum, en el que intervenían dos órganos de gestión: el Aula Regia (asamblea consultiva de nobles) y los Concilios de Toledo (asambleas de carácter político y religioso que colaboraban con el rey).
El matrimonio de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón (1469) dio origen a una unión dinástica de dos Coronas, en la que cada reino siguió rigiéndose por sus leyes e instituciones. Se conformó así un Estado plural y no unitario, integrado por territorios (Castilla, Aragón, Cataluña y Valencia) que solo tenían en común a los mismos monarcas. Los Reyes Católicos reforzaron la autoridad real, disminuyendo el poder político de los estamentos privilegiados, por lo que se habla de monarquía autoritaria.
Con el fin de afirmar la autoridad real, crearon organismos e instituciones como un ejército permanente, reforzaron la figura del corregidor y reorganizaron el Consejo Real, las Cortes y las Audiencias. En la Corona de Aragón mantuvieron las instituciones tradicionales e incorporaron la figura del virrey. Además, llevaron a cabo políticas comunes para ambos reinos: buscaron la unificación religiosa decretando la expulsión de los judíos (1492) y reinstaurando la Inquisición (única institución común); y persiguieron la unificación territorial con la conquista del reino nazarí de Granada (1492) y la anexión del Reino de Navarra (1512).
El año 1492 es la fecha que abre la Edad Moderna. Su importancia viene dada por la enorme trascendencia del descubrimiento de América, aunque ese mismo año coincidieron otros dos hechos de gran relevancia: la expulsión de los judíos y la conquista del reino nazarí de Granada.
La guerra de Granada (1482-1492) fue larga. Para ganarla, Castilla aprovechó la crisis dinástica de la familia nazarí y empleó nuevas tácticas militares. Las operaciones finalizaron el 2 de enero de 1492 con la firma de las capitulaciones de Boabdil, el último rey de Granada. Con ello, se culminaba el proceso que algunos autores denominan Reconquista.
En el contexto de las exploraciones atlánticas de Castilla y Portugal, surgió la figura de Cristóbal Colón, quien defendía un proyecto de navegación basado en la esfericidad de la Tierra para abrir una nueva ruta hacia el oeste y alcanzar los mercados asiáticos. El proyecto fue rechazado inicialmente, pero finalmente Isabel de Castilla aceptó y puso a disposición del navegante los medios para el viaje a través de las Capitulaciones de Santa Fe. El 3 de agosto de 1492 salieron de Palos (Huelva) tres naves que, tras una escala en Canarias, alcanzaron tierra el 12 de octubre en una isla del Caribe (Guanahaní). Las expectativas de riqueza generadas por el descubrimiento hicieron que en pocos años se iniciara el proceso de conquista del nuevo continente.
Carlos I heredó, además de las coronas peninsulares, un inmenso patrimonio en Europa y consiguió el título imperial. Su gobierno se asentó sobre dos pilares: la defensa de la idea de Imperio Universal y la defensa del cristianismo como factor de unidad europea. En política exterior mantuvo tres frentes principales:
En política interior, cabe señalar dos conflictos al comienzo de su reinado: la Sublevación de las Comunidades en Castilla (1520-1521), que finalizó con la derrota de los comuneros en la batalla de Villalar; y la rebelión de las Germanías en Aragón, un conflicto de matiz antiseñorial que la corona también sofocó en 1521.
Felipe II, a diferencia de su padre, fue solo rey y no emperador, aunque sus dominios fueron incluso más amplios. El aparato de gobierno se centraba en el rey, asistido por secretarios y un sistema de Consejos (territoriales y técnicos). Se consolidaron los Tercios como la principal fuerza militar de la Monarquía.
Su política interior se caracterizó por su autoritarismo político e intolerancia religiosa, lo que provocó rebeliones como la de los moriscos de las Alpujarras en Granada (1568-1570) y la rebelión en Aragón (derivada del caso de su exsecretario Antonio Pérez, 1590-1592).
La política exterior estuvo marcada por su liderazgo en la Contrarreforma y la lucha contra los turcos. Sus principales frentes fueron:
La conquista española del territorio americano se inició en las Antillas. Hacia 1517, el interés por dominar los pueblos del continente, que se suponían muy ricos, originó una gran empresa conquistadora. La conquista de México fue llevada a cabo por Hernán Cortés, quien se apoderó de un amplio territorio que recibió el nombre de Nueva España. La segunda gran etapa fue dirigida por Francisco Pizarro, quien conquistó el Imperio inca, constituyéndose en esas tierras el Virreinato del Perú (1542). Por esa misma época, Cabeza de Vaca exploró Florida, Tejas y California; Orellana recorrió el Amazonas; y Almagro y Valdivia conquistaron Chile.
La conquista y colonización implicaron consecuencias fatales para la población indígena: un fuerte descenso demográfico y la pérdida de su identidad cultural, sometidos a sistemas de trabajo como la encomienda o la mita. Las voces críticas de Bartolomé de las Casas y Francisco de Vitoria dieron lugar a la promulgación de las Leyes Nuevas para América (1542-1543), aunque su aplicación fue limitada. La agricultura se transformó con nuevos cultivos. Para España y Europa, la llegada masiva de metales preciosos provocó un proceso inflacionario conocido como la Revolución de los precios, que a la larga perjudicó a la industria castellana.
El siglo XVII se caracteriza por la tendencia de los reyes a delegar las tareas de gobierno en personas de su confianza, los validos, que actuaban como primeros ministros. Con Felipe III (1598-1621) gobernaron el Duque de Lerma y su hijo, el Duque de Uceda. En 1609 se produjo la expulsión de los moriscos, que agravó la crisis demográfica y económica. En el ámbito internacional, se firmó la Tregua de los Doce Años con Holanda y la Paz de Londres con Inglaterra.
Con Felipe IV (1621-1665), gobernó el Conde-Duque de Olivares, quien intentó realizar reformas para superar la crisis. Su política centralista, plasmada en la Unión de Armas, generó una grave crisis en 1640. El levantamiento de Cataluña (Corpus de Sangre) se prolongó durante doce años hasta su rendición en 1652. El levantamiento simultáneo en Portugal no pudo sofocarse, y este reino acabaría obteniendo su independencia en 1668. Los intentos de reforma de Olivares habían fracasado.
Carlos II (1665-1700) contó con su madre, Mariana de Austria, como regente, y luego con validos como su hermanastro Juan José de Austria, el Duque de Medinaceli y el Conde de Oropesa, quienes se centraron en aplicar medidas económicas para paliar la crisis.
Al iniciarse el reinado de Felipe III, la monarquía hispánica disfrutaba de un periodo de paz (Pax Hispánica), que se vería interrumpido al involucrarse España en la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Este conflicto, en apariencia religioso (católicos frente a protestantes), era en realidad una lucha por la hegemonía de los Habsburgo en Europa.
Con Felipe IV, su valido, el Conde-Duque de Olivares, reanudó la guerra con los Países Bajos e intervino activamente en el conflicto europeo. La entrada de Francia en la guerra, bajo la dirección del Cardenal Richelieu, cambió el curso del conflicto. La derrota de Rocroi (1643) simbolizó el declive militar español. Esta situación, unida a la crisis interna (rebeliones de Portugal y Cataluña), forzó la dimisión de Olivares. Su sucesor tuvo que afrontar la pacificación, reconociendo la independencia de Holanda en la Paz de Westfalia (1648). La guerra con Francia continuó hasta la Paz de los Pirineos (1659), que supuso el reconocimiento de Francia como nueva potencia hegemónica.
Durante el siglo XVII, España sufrió una importante crisis demográfica, económica y social. La población se estancó en torno a los 8 millones de habitantes. Los principales factores que frenaron el crecimiento demográfico fueron:
En el ámbito económico, la crisis se manifestó en todos los sectores. La producción agrícola disminuyó, especialmente en Castilla. La artesanía textil castellana quebró. El comercio exterior se redujo por la competencia de Holanda e Inglaterra. A este panorama se sumaba la crisis financiera del Estado, que solo empezaría a recuperarse a finales del reinado de Carlos II, sentando las bases para el reformismo del siglo XVIII.
La muerte de Felipe IV dejó la corona en manos de su hijo, el débil y enfermizo Carlos II (1665-1700). Durante la primera parte del reinado ejerció la regencia su madre, Mariana de Austria. Durante la mayoría de edad de Carlos II continuó el gobierno de validos (Juan José de Austria, el duque de Medinaceli y el conde de Oropesa). Cuando se hizo evidente que el rey no podía tener un heredero, España se vio envuelta en las disputas por su sucesión entre los Borbones (franceses) y los Habsburgo (austríacos), mientras otras potencias como Holanda o Inglaterra buscaban un reparto que equilibrara el poder en Europa.
En España, la opinión también estaba dividida. Finalmente, Carlos II nombró heredero al francés Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV, con la esperanza de que este defendiera la integridad territorial de la monarquía. A la muerte de Carlos, Austria, Inglaterra y Holanda formaron una coalición contra Luis XIV y su nieto, apoyando al archiduque Carlos de Austria. Se iniciaba así la Guerra de Sucesión española.
En 1700, al morir sin descendencia Carlos II, testó a favor de Felipe de Anjou (Felipe V). Ante la posible formación de un poderoso bloque franco-español, Inglaterra, Holanda y Austria constituyeron la Gran Alianza de la Haya, apoyando a Carlos de Austria y declarando la guerra. La pugna por el trono español era, en el fondo, una lucha por el predominio político en Europa. Al mismo tiempo, en la península se desató una guerra civil: la Corona de Aragón apoyó al archiduque Carlos (defensor de la tradición federalista), mientras que Castilla se mantuvo fiel a Felipe de Borbón.
La elección del archiduque Carlos como emperador de Alemania llevó a Inglaterra a buscar una salida negociada. La Paz de Utrecht (1713) y los Acuerdos de Rastatt (1714) pusieron fin al conflicto. Se reconoció a Felipe V como rey de España y de las Indias. A cambio, España tuvo que hacer concesiones mercantiles a Gran Bretaña (navío de permiso y asiento de negros) y territoriales (cedió Menorca y Gibraltar a Gran Bretaña, y sus territorios europeos a Austria). La Paz de Utrecht supuso el fin de la hegemonía española en Europa.
La política exterior del siglo XVIII se basó en la alianza con Francia a través de los Pactos de Familia, con el objetivo de recuperar prestigio y territorios. Durante el reinado de Felipe V se firmaron los dos primeros, y con Carlos III se firmó el Tercer Pacto de Familia (1761), que llevó a España a intervenir en la Guerra de los Siete Años y, posteriormente, en la Guerra de Independencia de los EEUU, recuperando Florida y Menorca.
La nueva dinastía de los Borbones centró sus esfuerzos en la renovación interior del país. Impulsaron una serie de reformas para establecer una monarquía absoluta, centralizada y unificada, frente al tradicional respeto a los fueros de los distintos territorios que habían mantenido los Austrias. Para ello, impulsaron:
Nada más acceder al trono, Felipe V aplicó los llamados Decretos de Nueva Planta, que derogaban los fueros, privilegios, Cortes e instituciones de los reinos de la Corona de Aragón (Valencia y Aragón en 1707, Mallorca en 1715 y Cataluña en 1716). El territorio se dividió en provincias, al frente de las cuales se situaron los Capitanes Generales. En la administración central se suprimieron los Consejos (a excepción del de Castilla) y se crearon las Secretarías de Despacho, antecedentes de los ministerios. Se establecieron unas Cortes únicas. La nueva dinastía intensificó la política regalista, firmando un Concordato con la Santa Sede en 1753 que reconocía a la Corona el derecho del Patronato Universal.
Durante el siglo XVIII, la ausencia de grandes guerras, el fin de la política imperial europea y las reformas borbónicas dieron lugar a transformaciones en la economía, que experimentó cierto crecimiento. La agricultura tenía en el régimen de propiedad (tierras amortizadas) su principal obstáculo. Con Carlos III se tomaron algunas medidas, pero resultaron insuficientes al no acometerse la Ley Agraria de Jovellanos. En la industria, el principal obstáculo era el sistema gremial. Los reyes la potenciaron con el proteccionismo y la creación de manufacturas reales. El comercio interior mejoró y se creó el Banco de San Carlos. La política comercial con América se revitalizó a través de medidas liberalizadoras como el Reglamento de Libre Comercio (1778).
Cataluña duplicó su población a lo largo del siglo. Su agricultura se orientó al mercado, se desarrolló una burguesía agraria innovadora y aumentaron los intercambios. El crecimiento generó excedentes de capital que se invirtieron en modernizar el sector textil, sentando las bases de la revolución industrial del siglo XIX.
La Ilustración fue la corriente de pensamiento que se difundió por Europa en el siglo XVIII, conocido como el Siglo de las Luces. Se basó en el culto a la razón, el espíritu crítico, la confianza en la ciencia, el afán didáctico y la fe en el progreso. El pensamiento ilustrado fue un fenómeno minoritario, reducido a los círculos intelectuales. Los ilustrados consideraban que la monarquía debía ser el motor de la modernización del país, lo que dio lugar al Despotismo Ilustrado, cuyo lema era “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.
La Ilustración supuso la base intelectual de las reformas llevadas a cabo por los primeros Borbones, especialmente por Carlos III. Durante su reinado, destacaron figuras como Campomanes, Jovellanos, el conde de Aranda o Cabarrús. A finales de siglo, coincidiendo con el pánico generado por la Revolución Francesa, el pensamiento ilustrado entró en decadencia.
El auge teatral del periodo anterior a la Guerra Civil Española fue disminuyendo debido a la inquietud por otro tipo de espectáculos. El teatro de esta época se movió entre los autores que se evadían de una realidad dolorosa y aquellos comprometidos en denunciarla evitando la censura, junto a los autores próximos al franquismo, que veían el género como un vehículo de transmisión ideológica. El teatro de posguerra se agrupa en dos grandes apartados: la continuidad, en obras representadas en teatros públicos, y la renovación, experimentando nuevas tendencias estéticas, aunque con escaso éxito inicial, ya que el público prefería las comedias y el teatro de humor. Esta situación se mantuvo hasta 1949, año en que Buero Vallejo estrenó Historia de una escalera.
Entre los autores que cultivaron el género dramático en el exilio se observa una amplia gama de estéticas, géneros y temas, pero con la nostalgia y la visión crítica de su tiempo siempre presentes. Destacamos a Rafael Alberti, que escribe obras como El adefesio, cercana al esperpento, o Noche de guerra en el Museo del Prado. Alejandro Casona se aleja del realismo y cultiva un teatro simbólico y poético (Los árboles mueren de pie, La dama del alba). Finalmente, Max Aub, quizá el más representativo, trata la problemática de su época: exilio, guerra y persecuciones (De algún tiempo a esta parte).
En la producción de los autores españoles de los años cuarenta y principios de los cincuenta dominó la escena el teatro cómico y de evasión. Destacaron dos tendencias: la comedia burguesa y el teatro de humor. La primera, en la línea de Benavente, buscaba entretener con temas como el amor o la familia, siempre con un fin moralizador (José María Pemán, Juan Ignacio Luca de Tena). En cuanto al teatro de humor, encontramos la obra de Jardiel Poncela, que intentó renovar la risa desde lo inverosímil (Eloísa está debajo de un almendro), y Miguel Mihura, en cuyas obras triunfa la ternura (Tres sombreros de copa).
En los años cincuenta comienza a gestarse una nueva concepción del teatro que abandona el tono ligero en aras del afán por la verdad. Con el estreno en 1949 de Historia de una escalera, de Antonio Buero Vallejo, nació el drama realista, que se consolidó con Escuadra hacia la muerte (1952), de Alfonso Sastre. A ellos se unen autores como Lauro Olmo o Carlos Muñiz.
Buero Vallejo (1916-2000) es el mayor representante de la tragedia moderna española. En sus obras aúna realismo y simbolismo para reflexionar sobre la situación del hombre en el mundo. Se distinguen dramas realistas (Historia de una escalera), dramas históricos donde el pasado sirve para analizar el presente (El concierto de San Ovidio, Las Meninas) y dramas simbólicos (El tragaluz).
Alfonso Sastre inició la renovación del teatro español en 1950, cuando formó el Teatro de Agitación Social. Su teatro ofrece situaciones límite en las que la muerte desempeña un papel primordial, con alusiones a la revolución o la persecución política (Escuadra hacia la muerte).
En los años sesenta triunfó el teatro comercial, que llegó al más alto grado de evasión con autores como Alfonso Paso o Antonio Gala. Por su parte, el teatro realista de intención social encontró dificultades para ser representado debido a la censura. Siguieron creando autores consagrados como Buero o Sastre, y desarrollaron su labor otros como Lauro Olmo (La camisa) o José Martín Recuerda (Las salvajes en Puente San Gil).
A partir de los años setenta surgió un teatro experimental que recurrió a las vanguardias europeas, considerando el teatro como un espectáculo donde el texto es un ingrediente más. Fernando Arrabal, influido por el teatro de la crueldad, crea el llamado «teatro pánico», caracterizado por la confusión y el humor (Pic-Nic). Francisco Nieva es, probablemente, el más importante de los dramaturgos experimentales, con una estética antirrealista pero con carácter de denuncia (Coronada y el toro).
A finales de los 60 surgió también el teatro independiente, que rechazaba el teatro conservador. Destacan grupos catalanes como Els Joglars o Els Comediants.
En el teatro posterior a 1975 conviven formas y tendencias diversas. La mayoría de los autores coinciden en su afán por conciliar la búsqueda de un lenguaje propio con la necesidad de atraer al público. Este teatro se ha visto influido por factores como la desaparición de la censura, la creación de nuevas instituciones (Compañía Nacional de Teatro Clásico) y la competencia con el cine. Perviven corrientes anteriores y ha surgido un nuevo teatro formado por autores que llegan a los escenarios tras la dictadura con voces muy diversas, incorporando lenguajes del cine, la televisión o internet.
