Portada » Historia » El Reformismo Ilustrado en la España del Siglo XVIII: Un Legado de Cambios
A finales del siglo XVII, la monarquía hispana se enfrentaba al grave problema de la más que previsible muerte sin descendencia de Carlos II, lo que colocaría al aún extenso imperio español en una situación de debilidad.
En 1700, el rey optó por testar a favor del hijo de Luis XIV, Felipe de Anjou, el Animoso, buscando una alianza protectora con la poderosa Francia. Las potencias, Inglaterra, los Países Bajos y Austria, respondieron apoyando la candidatura del archiduque Carlos de Austria, también secundada por Portugal. El resultado fue el estallido de la Guerra de Sucesión en España que, a la vez, fue un conflicto europeo que se cerraría con la Paz de Utrecht.
La victoria de Felipe V (consolidada tras la gran victoria en Almansa, la caída de Barcelona en 1714 y la toma de Mallorca en 1715) supuso la llegada al trono hispano de una nueva rama, los Borbones, lo que implicaba un cambio tanto en el modelo territorial como en el modelo político. Con la nueva casa reinante llegarían también el reformismo, la Ilustración y la forma política que se extendería por diversos reinos en el siglo XVIII: el despotismo ilustrado.
Internacionalmente, dentro de la doctrina del equilibrio europeo, España se inclinaría por la alianza con Francia (los Pactos de Familia) y un larvado enfrentamiento, básicamente en el mar, con Inglaterra.
Reformistas, dentro del absolutismo, fueron los reinados de Felipe V (1700-1746, con el breve reinado de Luis I en 1724) y Fernando VI (1746-1759), mientras que el despotismo ilustrado alcanzó su cima con Carlos III (1759-1788).
El Estado fue reorganizado siguiendo el modelo centralista francés, lo que suponía una unificación jurídica, institucional y administrativa. La victoria en la Guerra de Sucesión permitió a Felipe V poner fin, a través de los Decretos de Nueva Planta, a los fueros aún vigentes en la Corona de Aragón y a sus mecanismos de autogobierno. El País Vasco y Navarra los conservaron debido al apoyo brindado al rey en la guerra, pero su peso en el conjunto del reino era insignificante. Desaparecieron las Cortes de Aragón, Valencia y Cataluña, así como el Consejo de Aragón y las Diputaciones. Además, se inició un proceso de castellanización del territorio y todos tendrían que contribuir al sostenimiento de la monarquía.
Institucionalmente, el nuevo Estado se configuraba como una monarquía absoluta. El gobierno se confiaba a las Secretarías de Estado y del Despacho (equivalentes a Ministerios), mientras que el Consejo de Castilla tuvo un importante papel como órgano consultivo con funciones legislativas, actuando también como Tribunal Supremo. Las Cortes de Castilla se transformaron en las Cortes del Reino (aunque Navarra conservó las suyas), pero en la práctica carecían de toda función y fueron muy escasamente convocadas, solo para jurar al heredero.
Territorialmente, se adoptó una división provincial que sustituyó a los reinos: las intendencias. Los virreyes dejarían paso a los Capitanes Generales (con poder político y militar), a los que se vinculaban las audiencias. El intendente era el delegado del gobierno en cada provincia y poseía amplias funciones, entre ellas las de aplicar los programas reformistas. En América se constituyeron dos virreinatos más (Nueva Granada y Río de la Plata).
El problema fundamental era una Hacienda que era preciso racionalizar. Será con Fernando VI cuando se aborde este problema de la mano del marqués de la Ensenada con el objetivo de sustituir los numerosos impuestos existentes por una contribución única, para lo que emprendió la elaboración de un catastro, pero el proyecto de reforma no salió adelante.
El impulso reformista más importante del siglo XVIII vendría de la mano de Carlos III (1759-1788), imagen perfecta de la aplicación del despotismo ilustrado en España. Inicialmente, el programa de reformas estuvo en manos de sus consejeros italianos, lo que despertó no pocas protestas (el Motín de Esquilache, 1766) al chocar con los intereses de los privilegiados y las revueltas populares por la elevación de los precios del trigo. La sustitución de los ministros italianos por españoles no frenó, sin embargo, el programa reformista, que tendría en los secretarios Campomanes, Floridablanca y Aranda a sus más destacados defensores. Además, contarían con el apoyo de un grupo de ilustrados, autores de muchos de los informes previos a las leyes, como Francisco Cabarrús, Pedro Olavide y Melchor Gaspar de Jovellanos. Hombres cuyo programa tenía como objetivo superar, aplicando soluciones racionales, el atraso económico y cultural español.
Desde mediados de siglo, la crisis agraria se hizo casi permanente, con lo que ello suponía en un país en el que el 80 % de la población se situaba en el ámbito rural. Los problemas fundamentales eran:
Las primeras medidas adoptadas fueron referidas a la liberalización del precio y la circulación del grano (1765) y los vinos (1766). En 1766, el conde de Aranda puso en marcha en Extremadura la aplicación de la distribución mediante arrendamientos de tierras baldías y de los municipios que pudieran ser cultivadas; una medida que después se extendería a otras partes del reino; pero los campesinos con menos recursos no pudieron arrendarlas. A partir de ahí, para conocer los problemas agrarios, se elaboraron los censos de 1768 y 1787. En ellos se encuentra el origen de la política de colonización cuyo objetivo era crear asentamientos campesinos en zonas deshabitadas. Obra del ministro Olavide, en 1767 se publicó el Fuero de Población. En total se fundaron en Andalucía 55 pueblos, pero su efecto fue muy limitado, ya que solo se asentaron 13 000 campesinos.
Otras reformas fueron más efectivas: montepíos (facilitaban préstamos para comprar semillas o útiles); nuevos tipos de cultivos; obras de riego (como el Canal Imperial de Aragón, 1778); y la supresión de privilegios a la Mesta.
Es de destacar la toma de conciencia por parte de los sectores dirigentes de la necesidad de abordar una reforma agraria. Los estudios previos para iniciarla fueron realizados por Campomanes y Floridablanca. El objetivo de los mismos era encontrar el modo de incrementar la producción de cereales, pero sin abordar la posible eliminación de privilegios o forzar un cambio en la estructura de la propiedad. Al morir Carlos III, la Ley de Reforma Agraria todavía no se había redactado.
Los principales problemas de las actividades que podemos denominar industriales eran:
Los gobiernos de Carlos III van a actuar de forma decisiva y el resultado será la creación de una limitada base protoindustrial.
En 1774 se publicaba el Discurso sobre el fomento de la industria popular. Base de las reformas que conducirían a la firma del Decreto de 1783 que declaraba honestas todas las profesiones. Con ello se ponía fin a las limitaciones que suponía, por ejemplo, que un trabajo privara a quien lo hiciera de la posibilidad de desempeñar un cargo público o conllevar la pérdida de la carta de hidalguía. Sin embargo, a partir de la cédula, se estimaba que formar parte de aquellos trabajos considerados como de “utilidad pública” podía permitir el acceso a la hidalguía. También se declaró que todas las mujeres del reino estaban facultadas para trabajar a condición de que los oficios fueran compatibles con el decoro y sus fuerzas.
Las Sociedades Económicas de Amigos del País contribuirían a difundir entre las clases populares la idea de trabajar en el sector de las manufacturas mediante la puesta en marcha de escuelas técnicas. Igualmente, las Sociedades impulsarán los estudios para la mejora de la agricultura, el desarrollo de nuevas máquinas e innovaciones para la minería.
Una de las barreras para el desarrollo de las actividades industriales era la existencia de las férreas ordenanzas gremiales. Campomanes primero y Jovellanos después impulsaron el cambio a través de la reforma de las Ordenanzas. Entre 1786 y 1789 se decretó la liberalización de las manufacturas textiles, elemento esencial en el comercio con América y para impulsar el mercado interior.
En otra línea de actuación, los gobiernos de Carlos III buscaron impulsar las actividades industriales, sobre todo en aquellos sectores destinados al comercio exterior. Para ello recurrieron, dentro de los parámetros del mercantilismo, a la puesta en marcha de fábricas por parte de la corona: las Reales Fábricas (como la de Tapices en Madrid, la de Cristal en San Ildefonso, la de Paños Finos en Guadalajara o la de Tabacos en Sevilla). Fracasó el intento de modernizar las ferrerías del País Vasco y se continuó promocionando la industria naval y de abastecimiento del ejército. De ahí el apoyo al sector siderúrgico (Guipúzcoa, Navarra y Gerona), clave para el abastecimiento militar, y a la construcción naval en Cádiz, Cartagena y El Ferrol.
Carlos III continuó la política borbónica de reordenación del comercio con América, ya que los territorios americanos eran una importante fuente de ingresos. Hasta el reinado de Carlos III, este comercio estaba monopolizado por los puertos de Sevilla y Cádiz, pero la incapacidad castellana para satisfacer las demandas americanas condujo a la instalación en estas ciudades de comerciantes extranjeros. Eliminado el sistema de flotas (1735), el intento de impulsar el desarrollo de Compañías comerciales también fracasó. Por ello, Carlos III optó por liberalizar el comercio: primero, en 1765, para algunos puertos; después, en 1778, decretando la libertad de puertos para comerciar con América. Cádiz siguió siendo el gran centro reexportador, lo que propició el desarrollo de la burguesía en la zona. Otros puertos, como el de Barcelona, se encargaron de la exportación de productos locales, impulsando el crecimiento económico catalán. La liberación de los textiles fue fundamental para esta expansión comercial. En Cataluña se desarrolló una importante industria algodonera una vez que Carlos III prohibió la importación de tejidos de este tipo (1771).
Para crear un mercado interior era necesario mejorar un atrasado sistema de comunicaciones. El plan viario de Carlos III, puesto en marcha por Floridablanca, consistía en unir Madrid con las principales ciudades mediante una red radial de carreteras y facilitar el transporte de los productos agrarios. Como otras reformas, su aplicación práctica fue muy limitada.
Durante los primeros años de gobierno se buscó el equilibrio entre ingresos y gastos. Debido al incremento de los gastos, la corona buscó nuevos ingresos. Esto le llevó a crear impuestos como el de frutos, sobre productos agrícolas, y a la emisión de vales reales (deuda pública). Con la misma idea se creó la Lotería Nacional (1763). Pero lo fundamental, desde el punto de vista de la Hacienda, si se querían mantener el imperio, las reformas y cubrir los problemas de déficit, era crear una Banca nacional, lo que hará Cabarrús poniendo en marcha el Banco de San Carlos en 1782. Finalmente, para proteger la industria nacional, defenderse de la competencia exterior, favorecer la producción estimulando la producción de manufacturas y mejorar los resultados de la balanza comercial, se instauró el Arancel de 1782.