Portada » Arte » Del Neoclasicismo al Realismo: Un Recorrido por el Arte de los Siglos XVIII y XIX
El Neoclasicismo representa la segunda oleada recuperadora de la antigüedad grecolatina en la historia del arte.
El gusto neoclásico aparece en Italia en los años centrales del siglo XVIII, como un rechazo intelectual a los efectos ilusionistas del Barroco tardío. Los hallazgos arqueológicos de Pompeya y Herculano actuaron como motor de arranque. Sus ruinas se pusieron de moda y las agencias de viajes las incluyeron como itinerario del Grand Tour. Coleccionistas y aficionados franceses e ingleses compraban en Italia estatuas y relieves antiguos, que exhibían luego en sus gabinetes privados de París y Londres. Pero el fin último del movimiento neoclásico era perfeccionar la sociedad a través de los valores clásicos del arte.
En su desarrollo se pueden distinguir dos etapas. La primera tiene su epicentro en Roma y está representada por dos teóricos alemanes: Johann Joachim Winckelmann y Anton Raphael Mengs.
La segunda fase del Neoclasicismo viene marcada por la aceptación y difusión internacional de sus principios a través de las academias. Estas instituciones contribuyeron a que la pintura, la escultura y la arquitectura dejaran de ser oficios mecánicos para convertirse en “nobles artes liberales”, y a que el artista abandonase el estamento artesanal para transformarse en un profesional independiente.
Es un pintor difícil de encasillar. Sirvió a cuatro reyes, cultivó el Neoclasicismo y el Romanticismo, y dominó todas las técnicas (pintura mural y de caballete, cartones para tapices y grabado). Además, abordó todos los géneros: el retrato, el bodegón, el cuadro religioso e histórico y la escena costumbrista.
Nació en Fuendetodos (Zaragoza). Se presentó dos veces al concurso de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en busca de la ansiada beca de Roma, pero el jurado rechazó sus cuadros. Por ello, decidió pagarse el viaje a Italia y, en Parma, optó al premio convocado por su academia con el lienzo Aníbal vencedor que por primera vez mira a Italia desde los Alpes, que tampoco resultó ganador. De regreso a Zaragoza, trabajó en la bóveda del Coreto de la Basílica del Pilar. Ese mismo año se casó. Su cuñado, Francisco Bayeu, reclamó a Goya para que se desplazase a la Corte.
Goya fue contratado por la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara para diseñar los cartones que sus artesanos convertirían en tapices. Más tarde, la aristocracia madrileña le encargó también a Goya cuadros de diversión para decorar sus gabinetes de lectura y salas de conversación, como La cucaña y El columpio, pintados para el palacete de la Alameda, propiedad de los Duques de Osuna.
La influyente Casa de Osuna le proporcionó también un encargo religioso: los cuadros de la vida de San Francisco de Borja para la Catedral de Valencia. Posteriormente, ahondó en la temática sacra, pintando al fresco la ermita de San Antonio de la Florida, en Madrid. Comenzó retratando con maestría a condes, marqueses y duques, y consiguió ser nombrado primer pintor de cámara de Carlos IV.
Viajó a Sevilla, donde contrajo una enfermedad que le provocó una sordera total. Pasó la convalecencia en Cádiz. Cuatro años después regresó a la pintura para decorar el oratorio religioso de la Santa Cueva de Cádiz, y allí vivió seis meses como invitado de la Duquesa de Alba, a la que retrató en La maja vestida y La maja desnuda.
La abolición del Antiguo Régimen marcó un antes y un después en la obra de Goya. En adelante, adoptó dos orientaciones antagónicas: las pinturas de encargo y las series de grabados como Los caprichos, Los desastres de la guerra, Los disparates y los cuadros de sus Pinturas negras.
La invasión napoleónica y la Guerra de la Independencia quedaron reflejadas en los dramáticos grabados que componen Los desastres de la guerra. Goya representó La carga de los mamelucos en la Puerta del Sol y Los fusilamientos del 3 de mayo. Preso del desencanto de la guerra y la posguerra, Goya se refugió en el mundo de los toros y alumbró la serie La tauromaquia.
Reapareció con una nueva enfermedad. Tras sanar, compró una finca (la Quinta del Sordo). Allí decoró las paredes con un mundo de aquelarres y escenas como el Duelo a garrotazos.
La invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis restauró la monarquía absoluta de Fernando VII. Goya retrató al rey, pero sintió miedo, ya que había realizado para el Ayuntamiento de la capital una Alegoría de la Villa de Madrid que presentaba un retrato de José Bonaparte. Por si fuera poco, fue acusado de obsceno ante el Santo Oficio por La maja desnuda. Ante esta situación, buscó el exilio en Francia, donde pintó La lechera de Burdeos.
Juan de Villanueva se formó en la Academia de San Fernando. Obtuvo una beca para ampliar sus estudios en Roma, lo que le permitió desplazarse a Pompeya y Herculano. A los 27 años, regresó a España, donde demostró una gran influencia de Palladio.
Con este bagaje, fue nombrado arquitecto del Monasterio de El Escorial. Más tarde, proyectó la Casita de Arriba y la Casita de Abajo para los hijos de Carlos III, que sirvieron al infante don Gabriel y al futuro Carlos IV. También para el futuro Carlos IV diseñó la Casita del Príncipe, en el Real Sitio de El Pardo, en la que abandonó la planta central optando por un diseño rectangular.
Estos encargos le valieron el favor real, siendo ascendido a la dirección general de la Academia de San Fernando y honrado con el título de Maestro Mayor del Ayuntamiento de Madrid. Villanueva realizó entonces tres obras prodigiosas en la capital de España: el Gabinete de Ciencias Naturales (actual Museo del Prado), el Observatorio Astronómico y el desaparecido Cementerio General del Norte. Una característica esencial de Villanueva en estas obras civiles fue el uso de pórticos hexástilos.
El italiano Antonio Canova, hijo y nieto de canteros, rechazó ya en sus primeros trabajos la idea del artesano gremial a favor del artista creador. Así lo acredita en Dédalo e Ícaro.
La fascinación que sintió el Neoclasicismo por la escultura antigua indicó a Canova la dirección correcta de su arte. Teseo y el Minotauro, Psique reanimada por el beso del amor (o Amor y Psique), Hércules y Licas, y Perseo con la cabeza de Medusa son ejemplos de su producción mitológica.
También realizó los sepulcros parietales de los pontífices Clemente XIII y Clemente XIV. El triunfo de las tumbas papales le condujo a Viena para labrar en la Iglesia de los Agustinos el Monumento funerario de María Cristina de Austria, que terminó por franquearle las puertas de todas las cortes europeas.
Canova acudió a París reclamado por Napoleón, donde retrató al emperador, a su madre y a su hermana. A la caída de Napoleón, regresó a París para recuperar los tesoros vaticanos expoliados por los franceses. Esta gestión le valió el marquesado de Ischia.
Los ingleses le invitaron a Londres para que opinase sobre los mármoles del Partenón que habían sido trasladados al Museo Británico. El impacto de la estatuaria griega fue tan tremendo que a continuación realizó Las tres Gracias. El último encargo le llegó desde Estados Unidos: una estatua del primer presidente, George Washington.
Jacques-Louis David inauguró una nueva forma de pintar y representó históricamente la figura del artista comprometido. Inició su aprendizaje con Boucher. Después fue evolucionando hacia un estilo más personal y ganó un premio con la presentación en la Academia de El combate de Minerva contra Marte. El premio le permitió realizar su primer viaje a Italia. Allí entró en contacto con la Antigüedad Clásica y encontró en Roma su camino como artista.
Al volver a París, logró un formidable éxito internacional con una serie de cuadros. Los temas elegidos fueron episodios de la Roma republicana y, en algún caso, de la Grecia clásica. El uso por parte de David del claroscuro naturalista nos desvela su fuente de inspiración, Caravaggio. Fue el realismo y la teatralidad del gran maestro lombardo lo que dio verosimilitud dramática y capacidad de persuasión política al anhelo de David.
Algunas de sus obras más destacadas son:
El Romanticismo se desarrolló de forma paralela y contrapuesta al Neoclasicismo durante la primera mitad del siglo XIX. Ambos movimientos exaltaron el espíritu agitado de la época, pero su punto de partida fue distinto. Mientras los neoclásicos se inspiraban en el mundo grecolatino, los románticos bucearon en el medievalismo.
Para los románticos, el paisaje cobró una relevancia especial.
Otros temas comunes fueron las ruinas de iglesias y los cementerios. Los franceses se distinguieron por el reportaje de acontecimientos contemporáneos y el exotismo oriental. Eugène Delacroix resume ambas tendencias y se erigió como partidario de la mancha de color. Algunas de sus obras son La matanza de Quíos y La libertad guiando al pueblo.
Hacia 1850, cuando la disputa entre neoclásicos y románticos había llegado a su fin, emergieron los realistas. Estos reaccionaron ante la excesiva idealización de los movimientos anteriores, optando por reproducir íntegramente la realidad cotidiana. La cabeza visible de este movimiento fue Gustave Courbet, que realizó, entre otras, las siguientes obras:
