Portada » Filosofía » Platón y la Política Contemporánea: El Dilema entre Democracia, Oligarquía y Corrupción
Las luchas entre democracia y oligarquía han sido un hilo conductor en la historia de la política desde la Grecia clásica hasta la actualidad. Platón, testigo directo de la inestabilidad en Atenas durante el siglo V a. C., vivió tanto la democracia radical como los regímenes oligárquicos de los Treinta Tiranos. Esta experiencia lo llevó a desconfiar de ambos sistemas: veía en la democracia el riesgo de la demagogia y en la oligarquía la subordinación del bien común a intereses privados.
Si trasladamos este estudio al contexto español desde la Transición de 1978, se aprecia un paralelismo con el bipartidismo PP–PSOE. Aunque ambos partidos se reconocen como democráticos, en la práctica han sido acusados de perpetuar dinámicas cercanas a la lógica oligárquica.
Este acercamiento a intereses financieros genera dudas sobre su compromiso con una democracia más inclusiva y participativa. El dilema entre democracia y oligarquía que Platón describía refleja, por tanto, la tensión entre la representación formal y la percepción ciudadana de que las decisiones políticas responden a intereses de élites alejadas de la mayoría. El creciente pluralismo político en España —con la irrupción de partidos como Podemos, Ciudadanos o Vox— puede leerse como un intento de superar la rigidez del bipartidismo y abrir la puerta a una mayor diversidad de voces.
El examen platónico sigue siendo pertinente: la política española reproduce esa oscilación entre democracia formal y prácticas oligárquicas. El descontento social y la demanda de participación directa muestran que el ideal de una democracia auténtica, donde el poder esté realmente en manos del pueblo y no de élites privilegiadas, sigue siendo una aspiración por alcanzar.
En La República, Platón expone la teoría del **filósofo-gobernante**: solo quienes poseen un conocimiento profundo de la justicia, la verdad y el bien común deben ejercer el poder. Para él, gobernar no es un privilegio sino una carga asumida en beneficio de la polis. Por ello, los filósofos-gobernantes debían ser educados en la virtud, alejados de intereses materiales y guiados únicamente por la sabiduría. Si contrastamos este ideal con la política contemporánea, la distancia resulta abismal.
En la mayoría de democracias modernas, la corrupción se ha convertido en un fenómeno estructural. Casos de sobornos, malversación, tráfico de influencias o clientelismo no son excepcionales, sino síntomas recurrentes. España, por ejemplo, ha vivido escándalos notorios como los casos Gürtel, ERE de Andalucía o Púnica, que han implicado tanto al PP como al PSOE, debilitando la confianza en las instituciones.
Platón advertía de este riesgo: en un sistema democrático abierto, cualquiera podía alcanzar el poder, incluso sin la preparación moral o intelectual adecuada. Para él, esa apertura creaba la posibilidad de que demagogos ambiciosos se aprovecharan de la ignorancia de las masas para enriquecerse o perpetuarse en el poder. Su diagnóstico parece anticipar los problemas actuales, donde muchos ciudadanos perciben que la política se ha convertido en un espacio de intereses privados antes que de servicio público.
El filósofo-gobernante representa, entonces, un ideal regulativo: aunque utópico, establece un horizonte normativo desde el cual juzgar la calidad de nuestros gobernantes. Si aceptamos que la corrupción mina la legitimidad del sistema, la exigencia de virtudes éticas y de formación intelectual se convierte en condición necesaria para la democracia. En este sentido, el pensamiento platónico invita a reflexionar sobre la necesidad de mecanismos que seleccionen a los más capaces y honestos, no solo a los más populares o influyentes.
La crítica de Platón a los riesgos de la democracia y su propuesta del filósofo-gobernante siguen teniendo vigencia. Frente a una realidad política marcada por la corrupción, su propuesta —aunque irrealizable en términos absolutos— funciona como un recordatorio de que el poder debe ejercerse con responsabilidad moral y en beneficio de la comunidad, nunca como un medio de enriquecimiento personal.
Platón concebía la educación como el eje central para construir una sociedad justa. En La República, describe un sistema gradual, riguroso y selectivo que buscaba descubrir qué individuos estaban capacitados para alcanzar los niveles más altos de conocimiento y virtud. La educación comenzaba en la infancia con música, poesía y gimnasia, seguía en la juventud con matemáticas y disciplinas científicas, y culminaba en la madurez con la filosofía. Solo quienes superaban todas las pruebas llegaban a ser filósofos-gobernantes.
Este proceso recuerda, en cierto modo, a la actual Prueba de Acceso a la Universidad (PAU o *Selectividad*) en España. Aunque en un contexto radicalmente distinto, la PAU también actúa como un filtro que selecciona a los estudiantes más aptos para continuar en la universidad. Quienes no superan la prueba deben buscar alternativas formativas o laborales, del mismo modo que en el sistema platónico aquellos que no avanzaban se integraban en funciones prácticas de la polis. No obstante, las diferencias son significativas:
La medición del mérito en la PAU plantea debates sobre la equidad del sistema. Factores socioeconómicos, como la calidad de la enseñanza recibida o el acceso a recursos, influyen en el rendimiento, generando desigualdades que cuestionan la neutralidad de la prueba.
Tanto Platón como la PAU conciben la educación como un mecanismo selectivo, pero con fines diferentes: el filósofo ateniense buscaba la excelencia moral para el gobierno de la polis, mientras que la selectividad actual organiza el acceso a la universidad. La comparación muestra cómo persiste la tensión entre la educación como instrumento de justicia social y como mecanismo de clasificación social.
En La República, Platón desarrolla una de las críticas más influyentes y severas contra la democracia. Para él, lejos de ser un sistema justo, la democracia constituye un régimen inestable que confunde libertad con igualdad. Su diagnóstico era fruto de la experiencia: Atenas había vivido tanto la democracia radical como la tiranía de los Treinta, lo que le permitió observar cómo la falta de preparación y el exceso de libertad podían desembocar en el caos político.
Platón sostenía que permitir que cualquier ciudadano, sin importar su formación, pudiera gobernar equivalía a poner un barco en manos de marineros inexpertos. Usaba esta célebre analogía para ilustrar su idea de que la política, como la navegación, requiere conocimientos técnicos y virtudes morales.
La democracia, al otorgar el mismo valor al voto del sabio que al del ignorante, fomentaba la demagogia: líderes carismáticos pero incompetentes podían manipular a las masas con discursos emocionales y conducir a la polis hacia la injusticia o la tiranía.
El principio democrático moderno, en cambio, se fundamenta en la igualdad política: cada ciudadano posee un voto de igual valor y, en principio, cualquiera puede aspirar a cargos públicos. Este ideal, consagrado tras la Revolución Francesa y la Declaración de los Derechos Humanos y del Ciudadano, se entiende hoy como condición esencial para la legitimidad de los gobiernos. La democracia contemporánea no solo confía en la igualdad, sino también en mecanismos de control institucional, como la separación de poderes, la libertad de prensa o los sistemas judiciales independientes, que buscan evitar los riesgos que Platón denunciaba.
Sin embargo, su advertencia no ha perdido vigencia. La historia reciente muestra ejemplos de líderes elegidos democráticamente que, una vez en el poder, han debilitado las instituciones, alimentado la polarización o restringido libertades. Esto confirma la preocupación platónica por la vulnerabilidad de la democracia frente a la manipulación populista.
Mientras Platón defendía una meritocracia intelectual gobernada por sabios y virtuosos, el principio democrático moderno apuesta por la igualdad como base irrenunciable de la participación ciudadana. El desafío actual consiste en integrar ambas perspectivas: garantizar la igualdad política sin descuidar la necesidad de líderes preparados y responsables. Así, la crítica platónica sigue siendo una advertencia útil: la democracia, aunque esencial, requiere de educación cívica, ética pública y controles eficaces para no degenerar en lo que Platón temía, el gobierno de los incompetentes o de los demagogos.
