Portada » Historia » Transformaciones Económicas Globales: Concentración Industrial y Librecambio en el Fin del Siglo XIX
Finisecular. A partir de los años ochenta, mientras la industria mantenía su ritmo ascendente de progreso, la agricultura, con un crecimiento más pausado, se fue distanciando. No fue el consumo lo que descendió, sino la rentabilidad del sector, que se tradujo en el descenso de las rentas agrícolas y en el del valor del suelo. La verdadera causa de la depresión fue la incapacidad de la agricultura para adaptarse a las nuevas condiciones creadas por la economía urbana y por el desarrollo industrial.
La realidad es que, debido a la baja rentabilidad y la creciente competencia introducida por el desarrollo de países extraeuropeos, los capitalistas rehusaron invertir en la tierra, por lo que la agricultura se retrasó considerablemente con respecto a otros sectores económicos. Gran parte de la economía agrícola permaneció al margen de la racionalización y no participó de las ventajas de una economía de mercado; el autoconsumo constituyó una proporción elevada y, aun en algunas explotaciones relativamente grandes, no fue menor al 40%.
La depresión agrícola en Europa, a partir de 1871, se vinculó a la llegada de trigo barato procedente de las granjas mecanizadas de Canadá, Australia y Argentina (la modernización del transporte marítimo había dado lugar a una bajada importante de los fletes). El aumento considerable de la producción de cereales fuera de Europa y la bajada de los fletes marítimos fueron dos hechos paralelos que repercutieron en la misma dirección. Los grandes mercados mundiales de cereales (Winnipeg, Chicago, Buenos Aires, Melbourne, Odesa) ofrecían sus productos a precios considerablemente más reducidos que los europeos.
Los efectos de la competencia se acusaron inmediatamente en los mercados de Europa. De 1878 a 1885, los precios de los cereales acusaron un rápido descenso; después, ascendieron hasta casi volver al nivel primitivo en 1891, para luego bajar profundamente en 1894-1895. A partir de esa fecha, iniciaron un nuevo ascenso hasta 1913, pero no alcanzarían el nivel de 1878.
Así, los agricultores europeos tuvieron que enfrentarse a una reducción de sus ingresos y beneficios, y a un irremediable descenso de la renta de la tierra y de la demanda de trabajo (y, por tanto, de los salarios). Aumentó el endeudamiento de los pequeños campesinos y el desempleo en las zonas agrícolas. Muchos pequeños campesinos se arruinaron y numerosos jornaleros se encontraron sin empleo. En consecuencia, los movimientos migratorios hacia las ciudades o hacia los países de nueva colonización redoblaron su intensidad.
Esta brusca caída de los precios provocó diferentes respuestas en las agriculturas europeas:
A pesar del enorme impacto de la invasión de cereales, el crecimiento de la producción agraria fue positivo en todos los países, salvo en Gran Bretaña. Fue un crecimiento inferior al del PIB e inferior al de Estados Unidos (2,4%), pero se registró un sensible crecimiento de la productividad gracias a la introducción de los elementos fundamentales del cambio técnico (maquinaria y abonos químicos).
Desde el último tercio del siglo XIX, la empresa capitalista se orientó hacia una concentración progresiva. La concentración adoptó dos formas esenciales: la vertical y la horizontal, aunque frecuentemente se dio la combinación de ambas.
La concentración vertical consiste en integrar en una misma empresa todas las etapas o fases de la producción, desde la obtención de la materia prima hasta la venta del producto. Con ello, al no necesitar los servicios de otras empresas, podían lograrse márgenes de beneficio superiores y, con la racionalización y coordinación, evitar el desperdicio de esfuerzos. Esta integración vertical podía tener lugar hacia atrás, adquiriendo el control de la maquinaria, los componentes o las materias primas; y hacia adelante, controlando las actividades desarrolladas en las fases de producción sucesivas o la distribución del producto. Estas formas de integración vertical, aunque no presentan propiamente el carácter de monopolio, tendieron a evolucionar en este sentido. La concentración vertical triunfó sobre todo en la metalurgia, que exigía el control de los dos elementos básicos: el carbón y el mineral de hierro, su transporte y su elaboración posterior, e incluso las manufacturas mecánicas. Los grandes siderúrgicos (Krupp, Schneider, Skoda, Carnegie, etc.) poseían minas, altos hornos, vagones, flotas de transporte, fábricas de construcción metálica y de maquinaria, etc.
La concentración horizontal, que tenía antecedentes en otras épocas, consiste en el mantenimiento de un control de la fase final de la producción e incluso de algún proceso intermedio básico, mediante una asociación de productores, con el objeto de evitar una competencia dañina para los intereses individuales y, al mismo tiempo, presionar sobre el mercado para obtener mayores beneficios. En principio, también la concentración horizontal pretendía racionalizar la producción y evitar pérdidas por las fluctuaciones del mercado o concurrencias dañinas; pero en la mayor parte de los casos rebasaron esta función social y se convirtieron en instrumentos poderosos de dominio del mercado, al que trataron de dirigir en su propio beneficio. En la práctica, es incuestionable que las concentraciones horizontales adoptaron formas de monopolio.
Podríamos clasificar las concentraciones horizontales en los siguientes apartados:
Por otra parte, es destacable también la utilización cada vez mayor de la diversificación como estrategia de crecimiento de las grandes empresas. Esta estrategia dio lugar a una profunda reestructuración administrativa de las empresas, cuyo resultado último fue la creación de una estructura multidivisional. Dicha diversificación podía realizarse de dos formas: dirigiéndose a nuevos mercados o mediante la comercialización de nuevos productos o servicios.
La expansión hacia nuevos mercados fue una estrategia desarrollada por empresas que tenían ventajas competitivas derivadas de la explotación de economías de escala, del liderazgo tecnológico y de la integración de la producción y distribución en sus respectivos sectores. A medida que el volumen de la demanda sobrepasaba la capacidad de producción de la planta originaria, las empresas tendieron a crear nuevas plantas, primero en su propio país y, después, si la demanda era suficientemente importante, en el extranjero. El establecimiento de filiales en otros países fue un medio para sortear unas barreras arancelarias muy elevadas, permitió obtener fuentes de aprovisionamiento de materias primas o agrícolas y, sobre todo, trató de aumentar la cuota de mercado y disminuir los costes de producción y distribución en esos países. El surgimiento de estas empresas multinacionales fue importante en sectores como los envasados de marca, maquinaria ligera, automóviles, material y maquinaria eléctrica, química y productos farmacéuticos.
La estrategia de diversificación de productos y actividades permitía un uso más pleno de los recursos y capacidades y, por tanto, una reducción de costes unitarios. En algunos casos, surgió debido a la aparición de subproductos (derivados petroquímicos en el refino de petróleo, fertilizantes agrícolas en la siderurgia, por ejemplo). Esta estrategia se llevó a cabo antes y se mantuvo durante más tiempo como dominante en sectores basados en el conocimiento científico, donde las oportunidades para explotar economías de gama en la producción y la investigación y desarrollo fueron mayores. Este fue el caso de las industrias química y de fabricación de maquinaria eléctrica en Estados Unidos y Alemania.
Los cambios experimentados en la venta al por menor (aparición de grandes almacenes, cadenas de tiendas, venta por correo, etc.), la integración de la producción y la distribución en muchas industrias y, de manera más general, la intensificación de la competencia entre las empresas, contribuyeron a modificar las relaciones entre productores y consumidores. El industrial no se limitó a producir, sino que diferenció sus productos con marcas que anunciaba en medios de comunicación con el apoyo de campañas publicitarias, con el objetivo de conquistar el favor de los consumidores. Durante este período, las marcas comenzaron a generalizarse, primero en los bienes de consumo semiduraderos (cereales para el desayuno, chocolates y dulces, bebidas, detergentes, cigarrillos, etc.) y luego en los duraderos (maquinaria de oficina, de coser, automóviles).
El siguiente avance fundamental en el movimiento del librecambio fue un importante tratado comercial: el Tratado Cobden-Chevalier o Tratado Anglo-Francés de 1860. Francia había seguido tradicionalmente una política de protección, y eso fue especialmente cierto en la primera mitad del siglo XIX, cuando el gobierno francés, a instancias de los propietarios de fábricas, luchó por proteger la industria textil del algodón de la competencia británica. Parte de la política proteccionista francesa consistía en la prohibición terminante de importar cualquier tejido de algodón o lana, y altísimos aranceles sobre otras mercancías, que comprendían incluso las materias primas y bienes intermedios. Economistas como Frédéric Bastiat subrayaron lo absurdo de tal política, pero los poderosos intereses creados en el cuerpo legislativo francés eran inmunes a todo argumento racional.
El gobierno de Napoleón III, que subió al poder con un golpe de Estado en 1851, quiso seguir una política de amistad con Gran Bretaña, en parte para conseguir aceptación política y respeto diplomático. Aunque el golpe de Estado había sido ratificado por un referéndum, aún se cuestionaba la legitimidad del gobierno. Tras la Guerra de Crimea, en la que Gran Bretaña y Francia habían sido aliados, Napoleón III deseaba reforzar esos nuevos lazos de amistad. Además, aunque Francia había seguido tradicionalmente una política de proteccionismo, una fuerte corriente de pensamiento favorecía el liberalismo económico. Uno de los líderes de esta escuela fue el economista Michel Chevalier, que había viajado mucho tanto por Gran Bretaña como por Estados Unidos y tenía una perspectiva cosmopolita. Como profesor de economía política en el Collège de France desde 1840, había enseñado los principios del liberalismo económico y el librecambio. Designado por Napoleón para el Senado francés, convenció al emperador de que sería deseable un tratado comercial con Gran Bretaña.
Otra circunstancia política de Francia hizo el camino del tratado más atractivo. Según la Constitución francesa de 1851, que el mismo Napoleón había instituido, las dos cámaras del parlamento tenían que aprobar cualquier ley interna, pero el derecho exclusivo de negociar tratados con las potencias extranjeras, cuyas disposiciones tenían fuerza de ley en Francia, se reservaba al soberano, al emperador. Napoleón intentó en la década de 1850 reducir la fuerte postura proteccionista de la política francesa, pero a causa de la oposición del legislativo, fue incapaz de llevar a cabo una reforma exhaustiva de la política arancelaria. Chevalier era amigo de Richard Cobden, conocido por su oposición a la Ley del Grano, y por mediación suya persuadió a Gladstone, el ministro de Hacienda británico, de la conveniencia de un tratado. La idea dominante en Gran Bretaña en esta época, después de su movimiento hacia el librecambio, era que las ventajas de esta política eran tan obvias que los demás países la adoptarían de forma espontánea. Sin embargo, debido a la fuerza de los intereses proteccionistas, este no fue el caso. Por consiguiente, el tratado negociado por Cobden y Chevalier a finales de 1859 se firmó en enero de 1860.
El tratado disponía que Gran Bretaña eliminaría todos los aranceles contra las importaciones de bienes franceses, a excepción de los del vino y el brandy. Estos eran considerados productos de lujo por los consumidores ingleses, por lo que Gran Bretaña solamente retuvo un pequeño arancel para obtener algún ingreso fiscal. Además, debido a los lazos económicos, ya tradicionales, de Gran Bretaña con Portugal, que también producía vino, Gran Bretaña cuidó de proteger la preferencia portuguesa en el mercado británico. Francia, por su parte, eliminó su prohibición de importar productos textiles británicos y redujo los aranceles sobre una amplia gama de productos británicos a un máximo del 30%; de hecho, el arancel medio era de aproximadamente un 15% ad valorem. Los franceses renunciaron así al proteccionismo extremo en favor de un proteccionismo moderado.
Una característica importante del tratado era la inclusión de una cláusula de «nación más favorecida». Esto significaba que si una de las partes negociaba un tratado con un tercer país, la otra parte del tratado se beneficiaría automáticamente de cualquier arancel más bajo concedido al tercer país. En otras palabras, ambas partes del Tratado Anglo-Francés se beneficiarían del tratamiento concedido a la «nación más favorecida». Gran Bretaña, en esta época prácticamente con total librecambio, no tenía poder de negociación con el que comprometerse en tratados con otros países, pero los franceses aún tenían altos aranceles contra las importaciones de bienes de otros países. A principios de la década de 1860, Francia negoció tratados con Bélgica, el Zollverein, Italia, Suiza y los países europeos, excepto Rusia. El resultado de estos nuevos tratados fue que cuando Francia instituyó una tasa de aduana más baja, digamos, para las importaciones de hierro del Zollverein, los productores de hierro británicos se beneficiaron automáticamente de estas tarifas más bajas.
Por otra parte, además de esta red de tratados que Francia negoció por toda Europa, los otros países europeos también negociaron tratados unos con otros, conteniendo todos la cláusula de «nación más favorecida». Como resultado, siempre que entraba en vigor un nuevo tratado, tenía lugar una reducción de aranceles. Durante una década más o menos, entre las de 1860 y 1870, Europa estuvo más cerca del librecambio completo de lo que nunca lo estaría hasta después de la Segunda Guerra Mundial.
Las consecuencias de esta red de tratados comerciales fueron espectaculares. El comercio internacional, que ya se había acelerado de algún modo con las reformas británicas de los años 1840, aumentó aproximadamente un 10% anual durante varios años. La mayor parte de este aumento tuvo lugar en el comercio intraeuropeo, pero las naciones de ultramar también participaron. (La Guerra de Secesión americana, que estalló el mismo año que se firmó el Tratado Cobden-Chevalier, tuvo un efecto contrario. El bloqueo del Sur por parte de los nordistas imposibilitó las exportaciones sudistas, desatando una hambruna del algodón en Europa que perjudicó notablemente a Lancashire y que también restringió las exportaciones europeas de bienes de consumo y de capital al Sur.) Otra consecuencia de los tratados, sobre todo en Francia, pero también en otros países, fue la reorganización de la industria a la que obligó la mayor competencia; las empresas ineficaces que habían gozado de la protección proporcionada por aranceles y prohibiciones tuvieron que modernizarse y mejorar su tecnología o dejar el negocio. Los tratados promovieron de esta forma la eficacia técnica y aumentaron la productividad.