Portada » Historia » La Restauración Borbónica en España: Fundamentos del Sistema Canovista y su Evolución (1875-1923)
La Restauración fue un periodo iniciado en 1875 con el retorno de la monarquía borbónica en la figura de Alfonso XII, que estuvo caracterizado por unas circunstancias socioeconómicas y políticas determinadas, cuya quiebra se produce en 1923 con el comienzo de la dictadura de Miguel Primo de Rivera. Este sistema fue un régimen liberal-conservador, no democrático, que pretendía alejarse del exclusivismo moderado de la etapa isabelina y de la democratización del Sexenio Democrático.
Durante los últimos años del Sexenio Democrático se vivió una sensación de amenaza al orden social liberal-conservador. Gracias a esto, al contexto internacional proclive al moderantismo de la era bismarckiana y al apoyo del “lobby” esclavista, Antonio Cánovas del Castillo, hombre pragmático y posibilista, logró sus objetivos: la abdicación de Isabel II en su hijo, Alfonso XII, y la creación del Partido Alfonsino, que promulgaba “paz y orden”, conceptos muy atractivos para las clases medias y altas, temerosas de una nueva revolución.
El Manifiesto de Sandhurst, promulgado en 1874, fue redactado por Cánovas y firmado por don Alfonso, y en él se recogían las ideas básicas del proyecto restaurador. Este sistema, con connotaciones pragmáticas y pesimistas, estaría basado en el liberalismo doctrinario. Defendía la soberanía compartida entre las Cortes, la nación y el Rey; apoyaba un marco constitucional ecléctico, es decir, tanto para conservadores como para liberales; y acababa con el recurso del pronunciamiento, manteniendo al ejército al margen de la política. Con el pronunciamiento del moderado Martínez de Campos en Sagunto se estableció definitivamente la monarquía borbónica.
La elaboración de la Constitución de este sistema fue iniciada en 1875 y aprobada en Cortes Constituyentes por sufragio universal (masculino) en 1876. La Constitución de 1876 es la más larga de la historia de España, pues se mantuvo en vigor hasta 1923, y se caracterizó por ser breve, ecléctica y flexible. Esta Constitución establecía la soberanía compartida, donde el poder ejecutivo era ejercido por la Corona a través de los ministros, los cuales respondían ante las cámaras. El Rey elegía libremente al jefe de Gobierno y no era responsable ante las Cortes; en esta Constitución sus poderes fueron acrecentados y él hacía de árbitro del sistema, también representaba la continuidad histórica y la garantía del orden social, es por eso que era considerado como la piedra angular del sistema. El poder judicial, ejercido por los tribunales (nombrados por las Cortes y el Rey), era formalmente independiente, y reafirmó la unidad de códigos al restituirse los fueros vascos tras la derrota carlista. Los ayuntamientos y las diputaciones quedaron bajo control gubernamental. Respecto a los derechos y deberes, esta Constitución recogía las conquistas de la de 1869 en libertad de imprenta, asociación, expresión y reunión, pero su concreción se remitía a leyes ordinarias y orgánicas, las cuales tendieron a restringirlas. Algo similar ocurría con el derecho de sufragio, pues este se dejaba pendiente al no precisar el sistema de votación. La Ley Electoral de 1878 retomó el sufragio censitario, mientras que la de 1890 estableció el sufragio universal masculino. Las leyes orgánicas son propuestas de un gobierno determinado aprobadas por el Parlamento. En cuanto a la cuestión religiosa, la Constitución reconocía la confesionalidad católica del país y la sustentación del culto y del clero, pero se introdujo la libertad religiosa en el ámbito privado.
En general, la Constitución tuvo un marcado carácter conservador en todos sus aspectos. Los grupos dirigentes tenían como objetivo el mantenimiento del orden social, la propiedad y la unidad del país. Este modelo implicaba una represión de la clase obrera, lo cual explicaría la aceptación tácita del nuevo camino que tomó el país.
El sistema de la Restauración se basó en unos instrumentos para su puesta en práctica —los partidos políticos y los caciques— y en una estrategia cuyas bases eran el turno pacífico en el poder y el falseamiento del proceso electoral.
El sistema de partidos que se impuso en la Restauración fue un sistema bipartidista, dominado por los partidos Conservador y Liberal, los conocidos como partidos dinásticos. Estos partidos se caracterizaron por su relativa indefinición ideológica: el partido de Cánovas era más conservador y el de Sagasta estaba más cercano al progresismo, aunque compartían muchos puntos programáticos esenciales. Al margen de los dos grandes partidos, los republicanos, carlistas, movimientos obreros y los recientemente iniciados movimientos nacionalistas (liberales en economía y conservadores en otros aspectos) quedaron completamente excluidos del poder.
La continuidad pacífica de este bipartidismo se debió principalmente al llamado turnismo, que fue el ejercicio, acordado al margen de la voluntad popular, de un monótono y adulterado turno entre liberales y conservadores en el gobierno. Este turnismo quedó explicitado en el “Pacto de El Pardo”, suscrito en 1885 entre Cánovas y Sagasta, tras la muerte de Alfonso XII ese mismo año y para consolidar la Regencia de María Cristina de Habsburgo. El pacto aseguraba el bipartidismo frente a cualquier pretensión de asalto al Estado, tanto desde la izquierda como desde la ultraderecha. Esta situación ayudó a superar la crisis de fin de siglo y a dar estabilidad a la larga Regencia, todo esto a costa de agudizar la corrupción política del país debido al falseamiento de la voluntad popular, cada vez más ajena al régimen.
La clave del sistema de la Restauración era el fraude electoral, manejado por el Rey, el gobierno de turno y los caciques. El caciquismo fue una práctica electoral que supuso la formación de una red clientelar con beneficios económicos y sociales a cambio de favores políticos. Los caciques, figuras de influencia local, muchas veces ni siquiera formaban parte de las instituciones políticas. Con la práctica electoral fraudulenta hacían su aparición “el encasillado” y “el pucherazo”. El encasillado funcionaba de la siguiente manera: el Ministerio de la Gobernación elegía al futuro parlamentario y después los gobernadores civiles, con la ayuda de los caciques, se encargaban de controlar a los electores para asegurar su elección. Si este proceso resultaba insuficiente, los resultados electorales se manipulaban directamente, práctica que recibe el nombre de pucherazo.
El funcionamiento real del sistema fue diferente al planeado teóricamente.
La Restauración comenzó con una hegemonía política abrumadora del Partido Conservador, por eso esta etapa es conocida como la “dictadura canovista”, que duró desde 1876 hasta 1881. En esta época se vivió un fuerte recorte en las libertades de expresión e imprenta y se estableció el sufragio censitario, pero esta etapa de control permitió a Cánovas terminar el Conflicto Carlista y la Sublevación Cubana (Guerra de los Diez Años).
Desde 1881 hasta 1885, tras la petición al monarca de la necesidad de un cambio en el poder, Práxedes Mateo Sagasta tomó el control del gobierno. Su vuelta supuso la puesta en práctica de los derechos y libertades postergados por el Partido Conservador. Las líneas básicas del gobierno liberal fueron: la modernización del ejército y la marina, el apoyo a la política librecambista y al sistema monetario por parte de la Hacienda, la reorganización de la administración local y, por último, la reactivación de la libertad de imprenta y la reforma en la educación.
Con la muerte del rey Alfonso XII en 1885 se inició un nuevo periodo bajo la regencia de María Cristina, momento en el que Cánovas firmó el Pacto de El Pardo, cediendo el gobierno al Partido Liberal e iniciando el “gobierno largo” liberal, desde 1885 hasta 1890. Este gobierno emprendió una serie de reformas legislativas de carácter claramente liberal: estableció la Ley de Asociaciones, la Ley de Jurado, la Ley de Sufragio Universal (masculino), el Código Civil, la legislación de procedimiento administrativo y, por último, la reforma del ejército. Respecto a la política exterior, de la mano del ministro Segismundo Moret, se crearon embajadas en las principales ciudades europeas con la intención de dar mayor presencia a España en las relaciones internacionales.
En 1890 Sagasta tuvo que abandonar el gobierno a causa de la división interna de su partido. Durante esta década surgieron tres problemas que desembocarían en la crisis del 98: la situación de las colonias (especialmente Cuba y Filipinas), la cuestión social (creciente conflictividad obrera) y el auge de los regionalismos convertidos en nacionalismos. En este periodo los conservadores y los liberales ocuparon dos veces el gobierno cada uno, siendo Sagasta el último en tomar el relevo tras el asesinato de Cánovas en 1897 por un anarquista italiano. A pesar de todo, durante esta época se afirmó la estabilidad del sistema, pues las reformas legislativas de los liberales fueron respetadas por los conservadores, y tras la muerte de Cánovas, la política regeneracionista, que buscaba modernizar el país y alejarla de la corrupción, de figuras como Francisco Silvela se abrió camino en la política española.
Una de las principales consecuencias y problemas del sistema bipartidista de la Restauración fue la marginación de importantes grupos sociales y movimientos políticos, entre los que destacaron los carlistas, los republicanos, los nacionalistas y los movimientos obreros.
Tras la derrota de 1876, el Carlismo cerró la confrontación armada contra el poder central y abrió la vía de la participación política, aunque sin renunciar a sus principios. El representante de don Carlos en España fue Cándido Nocedal, que tras la muerte de Alfonso XII promovió la escisión integrista y creó el Partido Integrista. El sector propiamente carlista dio lugar a las Juntas Tradicionalistas.
Debido a la incapacidad del nacionalismo español de la época de elaborar un proyecto nacional sólido y unitario que integrase las diversas identidades peninsulares, surgieron los regionalismos, que en algunos casos evolucionaron a nacionalismos, entre los que destacaron el catalán y el vasco.
El nacionalismo catalán fue hasta el Sexenio Democrático principalmente una manifestación cultural (Renaixença), pero con la Primera República algunos sectores tomaron el federalismo como su opción política. Con la Restauración, la política catalana elaboró dos modelos alternativos de catalanidad: el modelo republicano federal catalán, que reclamaba soberanía para Cataluña, y el catalanismo de carácter conservador y corporativo, que defendía una Cataluña singular dentro de una España plural. El sector conservador se impulsó en los años 90 con las Bases de Manresa (1892), con intelectuales como Prat de la Riba y la creación de la Lliga Regionalista (1901), primer partido nacionalista catalán con peso electoral.
El nacionalismo vasco se basó en la defensa del fuerismo, la memoria de las Guerras Carlistas y el impacto del proceso industrializador en la sociedad tradicional vasca. Tras la derrota del Carlismo en 1876 y la abolición definitiva de los fueros, los fueristas se dividieron en dos grupos: los euskaros navarros, defensores de la unión vasco-navarra, y los euskalerríacos vizcaínos, que evolucionaron hacia el autonomismo. Sabino Arana fundó el Partido Nacionalista Vasco (PNV) en 1895, con una ideología inicialmente independentista, católica y etnicista.
El regionalismo gallego (Rexurdimento) tuvo un tono predominantemente literario y cultural durante este periodo, con figuras como Rosalía de Castro, Curros Enríquez y Pondal, aunque también con algunas formulaciones políticas de carácter federalista.
Tras el fracaso de la Primera República y, especialmente, tras la crisis del 98, surgieron nuevos partidos y corrientes republicanas. Entre ellas destacaron cuatro principales:
El papel social del Republicanismo fue mayor que su representación parlamentaria, manteniendo viva la llama de la alternativa republicana.
Respecto al movimiento obrero, destacaron tres vertientes principales durante la Restauración: