Portada » Historia » Independencia Latinoamericana y la España de Isabel II: Causas, Conflictos y Transformaciones
El complejo y trascendental proceso de independencia de las colonias americanas estuvo marcado por una serie de causas que explican su desencadenamiento:
La independencia de las colonias se divide en dos etapas principales:
Este periodo comenzó en un clima de inestabilidad. En 1808, tras las abdicaciones de Bayona y la negación del poder de José I, se reunieron las Juntas. En este año surgieron en Caracas, Bogotá y Buenos Aires los primeros focos independentistas. Los criollos alcanzaron el poder político en nombre de Fernando VII, pero con autoridad propia e independencia de la metrópoli. Aunque se reconocieron en las Cortes de Cádiz los derechos políticos de los criollos, esto apenas tuvo efecto en América.
Esta etapa comenzó tras la recuperación del poder por Fernando VII, quien buscó sofocar la rebelión. Sin embargo, Paraguay (1811) y Argentina (1816) ya se habían independizado. Las represiones españolas entre 1814 y 1816 afianzaron el sentimiento independentista, llevando a las colonias a rechazar el absolutismo e iniciar un conflicto armado apoyado por Reino Unido y Estados Unidos, con sus ideas revolucionarias. España, por su parte, disponía de pocas tropas.
El movimiento tuvo como focos principales México, Venezuela y Argentina:
A partir de 1820, los ejércitos se concentraron en Perú. Tras las batallas de Junín y Ayacucho en 1824, los españoles perdieron definitivamente sus dominios latinoamericanos.
Tras la creación de la Carta de Jamaica, surgió la Gran Colombia, liderada por Bolívar y formada por varias colonias en el Congreso de Angostura (1819). Sin embargo, esta unión se disolvió en el Congreso de Panamá, dando lugar a la creación de pequeñas repúblicas, lo que frustró el ideal bolivariano de una América unida. Estas nuevas repúblicas fueron débiles debido a su dependencia económica con los británicos y estadounidenses, lo que les causó problemas de desarrollo político a lo largo de los siglos.
Tanto América como Europa se vieron profundamente afectadas por el descubrimiento y la colonización, lo que generó consecuencias tanto negativas como positivas.
La Ley Sálica, vigente desde 1714, impedía a las mujeres acceder al trono. Para derogarla, Fernando VII había redactado la Pragmática Sanción (1789, publicada en 1830), relegando el trono español a su hija Isabel. Esto despertaría un movimiento contra la monarquía a favor de Carlos María Isidro, el anterior legítimo sucesor, conocido como el carlismo. Aunque se logró la firma de un decreto derogatorio de la Pragmática (1832), poco después volvió a ponerse en vigor.
A la muerte del rey, Carlos (en el exilio) proclamó sus derechos dinásticos (Manifiesto de Abrantes, 1833), despertando un conflicto nacional. Este conflicto enfrentó a los carlistas, con apoyo en el ámbito rural y el norte, e integrados por gran parte del clero y el campesinado; y a los cristinos (a favor de María Cristina e Isabel), integrados por liberales y absolutistas moderados de los núcleos urbanos, con superioridad militar pero mayores problemas financieros. Esto detonó la Primera Guerra Carlista (1833-1840).
En el País Vasco y el norte catalán, los carlistas al mando de Zumalacárregui consiguieron victorias hasta 1835, cuando un intento fallido de sitiar Bilbao provocó la muerte del general.
Los carlistas, sin éxito, trataron de extenderse al resto de la península mediante expediciones. La Expedición Real casi consiguió tomar Madrid, pero fracasó ante los intentos de negociación que forzaron su retirada.
Se produjo una escisión interna carlista entre los intransigentes, contrarios a la negociación; y los transaccionistas, a favor de ella y cuyo líder, el general Maroto, facilitó la firma del Convenio de Vergara (1839). Este convenio dio la victoria a los isabelinos al mando de Espartero a cambio del mantenimiento de los fueros y de la integración de carlistas en el Ejército. Sin embargo, la guerra no terminó definitivamente hasta 1840 con la derrota del general Cabrera en el Maestrazgo.
La guerra causó muchas muertes debido a la represión y las acciones militares, y requirió de altos gastos que empeoraron la situación económica; sin embargo, supuso la entrada definitiva del liberalismo en España.
El carlismo fue causa de una Segunda Guerra Carlista o Guerra dels Matiners (1846-1849), motivada por el fracaso del intento matrimonial de Carlos VI con Isabel II; y una Tercera Guerra Carlista (1872-1876) a causa del nombramiento de Amadeo de Saboya. Ambos conflictos fueron de menor envergadura.
La minoría de edad de Isabel II (1833-1868) requirió de un periodo de regencias que inició con su madre María Cristina (1833-1840), quien mostró apoyo a los liberales para mantener su posición.
Su ministro, Martínez de la Rosa, trató de no alterar el sistema jerárquico. Su óptica política cristalizó en el Estatuto Real (1834), una carta otorgada que no reconocía la soberanía nacional, establecía cortes bicamerales (Cámara de los Próceres y de los Procuradores) y un sufragio muy restringido, con amplias atribuciones al rey.
El sector liberal se dividió entonces entre:
Ante estos levantamientos, la regente actuó alzando al poder a Mendizábal, quien inició un programa de reformas:
La reina terminó destituyendo a Mendizábal, lo que provocó la rebelión de los sargentos de la Granja, que repuso la Constitución de 1812. El nuevo gobierno de Calatrava abolió el diezmo y suprimió las aduanas interiores y el sistema gremial. Los hechos culminaron en la proclamación de la Constitución de 1837, producto del consenso entre moderados y progresistas. Esta Constitución admitía la soberanía nacional y entregaba el poder ejecutivo al rey, y el legislativo a unas Cortes bicamerales (Congreso de los Diputados y un Senado elegido por el rey a partir de ternas). Se amparaban derechos y libertades individuales como la de imprenta. El Estado se definió como confesional, sin prohibir otras religiones, pero subvencionando al clero desamortizado. La ley electoral de 1837 estableció un sufragio censitario masculino.
La Ley Municipal (1840), que atribuía el papel de elector municipal al rey, desencadenó revueltas progresistas que forzaron la dimisión de la regente María Cristina, siendo suplida por Espartero. Su gobierno, de talante autoritario, fue apoyado por las clases medias y los participantes en las guerras hispanoamericanas (conocidos como Ayacuchos), y procedió a una desamortización de bienes del clero secular.
Tras la toma de medidas librecambistas (1842) a favor de la industria textil inglesa, una rebelión ciudadana en Barcelona fue sofocada con un bombardeo por Espartero, perdiendo así su prestigio y apoyos. Conspiraciones moderadas protagonizadas por O’Donnell y Narváez terminaron por forzar su dimisión y exilio, nombrando a Isabel II como mayor de edad para evitar una tercera regencia.
La regencia de Espartero terminó en 1843 con su dimisión y exilio tras la presión de generales como Narváez y O’Donnell. Para evitar otra regencia, se adelantó la mayoría de edad de Isabel II (1833-1868) en noviembre de 1843, dando inicio a la etapa del Reinado Efectivo (1843-1868).
La reina tenía 13 años, así que durante una década (1844-1854), gobernó efectivamente Narváez, eje del partido moderado. Por ello, la Constitución de 1845 (o de Narváez) es de carácter liberal conservador. Sus aspectos esenciales son propios del conservadurismo liberal: soberanía y poder legislativo compartido entre el Rey y las Cortes, monarquía con poder ejecutivo, Cortes bicamerales (Congreso y Senado), confesionalidad del Estado y recortes de derechos individuales. Las reformas y leyes basadas en ella incluyeron la Ley de Administración Local de 1845, el Concordato de 1851, la creación de la Guardia Civil en 1844, la reforma fiscal de 1845 y la Ley Electoral de 1846 con un sufragio censitario muy restringido.
En 1846, Isabel II se casó por conveniencia política con su primo Francisco de Asís, un hecho influyente en su comportamiento político. La Segunda Guerra Carlista (1846-1849) pudo estar motivada por el intento fallido de Carlos VI de casarse con Isabel II, pero también la persistencia de bandoleros carlistas, el hambre y la pobreza en zonas rurales facilitaron la movilización del descontento. La Guerra dels Matiners pervivió en Cataluña, pero fue de baja intensidad.
En 1848, hubo levantamientos, manifestaciones y protestas revolucionarias, como en toda Europa, pero en España tuvo más peso la crisis económica que las motivaciones políticas. Narváez emprendió una política de represión al obtener plenos poderes de las Cortes para cesar la ola de disturbios. El fracaso revolucionario dividió a los progresistas, y una parte de ellos creó el Partido Demócrata (1849) con principios de apertura del sistema a las clases populares (sufragio universal masculino, derechos individuales, etc.).
Bravo Murillo (jefe de gobierno; 1851-1852) propuso una reforma de la Constitución que eliminaba la vida parlamentaria, lo que provocó la oposición de todos los grupos del moderantismo y su dimisión (diciembre de 1852).
Tras varios gobiernos ineficaces (marcados por la corrupción y el descrédito) que aumentaron el descontento de los moderados puritanos, progresistas y demócratas, y sumado a la falta de libertad de expresión y el hambre, se produjo un pronunciamiento militar en dos fases en 1854.
La primera fase, de sello moderado (dirigida por los generales Dulce y O’Donnell), llevó a los sublevados a entender la necesidad de contar con más apoyos (los progresistas y el pueblo) tras la Vicalvarada. Por ello, en la segunda fase, Cánovas del Castillo redactó el Manifiesto de Manzanares, en contra de la “camarilla” y con algunas ideas para atraer a los progresistas (reducción de impuestos, creación de una nueva ley electoral, etc.).
El manifiesto causó la formación de juntas y barricadas en ciudades como Madrid, Barcelona, Valladolid, Valencia. La de Madrid se convirtió en Gobierno, y la reina llamó a Espartero para presidir un nuevo gobierno, con O’Donnell nombrado ministro de Guerra. Así comenzó el periodo constituyente del Bienio Progresista (1854-1856).
Mientras redactaban la Constitución “non nata” de 1856, de carácter progresista, restauraron la de 1837. Finalmente, la de 1856 no llegó a entrar en vigor, pero sí se implantaron leyes y reformas para modernizar la economía nacional. Entre ellas destacaron:
A pesar de las medidas, múltiples causas (como la epidemia de cólera de 1854, la crisis de subsistencia y las precarias condiciones de trabajo en las fábricas) generaron un permanente clima de conflictividad social que llevó a violentos motines a principios de 1856, los cuales fueron reprimidos con brutalidad por los cuerpos de seguridad del Estado.
Entonces, se formó la Unión Liberal, un partido político con vocación de centro liderado por O’Donnell, que aglutinaba a moderados puritanos y progresistas templados. En julio de 1856, la reina aceptó la dimisión de Espartero y encargó a O’Donnell formar gobierno. Narváez y los moderados gobernaron durante dos años (1856-1858) hasta que comenzó el periodo de los gobiernos de la Unión Liberal (1858-1863), donde destacaban generales (O’Donnell, Serrano, etc.) y miembros de viejos partidos (Ríos Rosas, Cánovas, etc.).
Fue una época de paz y calma, impulsada por la prosperidad económica nacional y europea (el “boom” del ferrocarril, el crecimiento de los bancos, los primeros altos hornos en Vizcaya y Asturias, etc.). Se aprovechó para reanudar la acción en política exterior, aunque fue un alarde militar que no tuvo gran influencia internacional:
Finalmente, con el desgaste de O’Donnell, Narváez volvió al poder, iniciando así el periodo de restablecimiento del moderantismo y la crisis final del reinado (1863-1868), que comenzó con el fin de la bonanza económica tras la crisis de 1864.
Los problemas económicos ligados a distintas crisis (de subsistencia por el aumento del precio del trigo un 100% entre 1866 y 1868, financiera por la bajada de acciones ferroviarias, crisis del textil catalán por la Guerra de Secesión estadounidense) se sumaron a la restricción de libertades (como la represión a estudiantes universitarios en la Noche de San Daniel en 1865). Esto resultó en sublevaciones, que primero fueron reprimidas (como la rebelión del cuartel de San Gil dirigida por Prim en 1866) hasta una sublevación general para destronar a la reina después del Pacto de Ostende (agosto de 1866) entre progresistas, demócratas y republicanos, a la que se sumó la Unión Liberal al morir O’Donnell (1867). Así comenzó la Revolución de 1868.