Portada » Historia » La Estrategia Imperial de los Austrias Mayores: Política Exterior de Carlos V y Felipe II
Los monarcas que reinaron durante la mayor parte del siglo XVI pertenecieron a la dinastía de los Habsburgo. Fueron los más poderosos de la época, llegando a formar un gran imperio gracias a las herencias derivadas de la política matrimonial de los Reyes Católicos, las guerras y la colonización del Nuevo Mundo.
El primero de estos monarcas fue Carlos I (también conocido como Carlos V del Sacro Imperio Romano Germánico) y el segundo, su hijo, Felipe II. Ambos reciben el apelativo de los Austrias Mayores. Su política exterior estuvo fundamentalmente condicionada por dos objetivos principales: la defensa del catolicismo y el mantenimiento de la hegemonía dinástica en Europa.
Castilla fue el reino sobre el que recayó el peso económico y político de esta política imperial. Elementos clave para sostenerla fueron la creación de un complejo entramado administrativo y un poderoso ejército, conocido como los Tercios.
A continuación, se detalla la evolución de la política exterior durante sus respectivos reinados.
La política exterior de Carlos V estuvo marcada por los intereses dinásticos de los Austrias. Carlos V no fijó una capital, sino que mantuvo una corte itinerante que se trasladaba allí donde surgían los problemas. Su ideal era la consecución de una monarquía universal y cristiana, dirigida por un doble poder: el espiritual (el Papado) y el terrenal (el Emperador).
Este ideal explica los principales frentes de conflicto de su reinado:
La idea de la monarquía universal se enfrentaba directamente a la oposición de Francia. La rivalidad, que arrancaba de la época de los Reyes Católicos, se centró en la disputa por el Milanesado en Italia, así como en Flandes y Borgoña. Carlos V buscaba neutralizar a Francia y desalojarla de Italia, logrando una victoria crucial en la Batalla de Pavía (1525), donde el rey francés Francisco I cayó prisionero.
El conflicto no finalizó ahí, pues Francia se alió con el papa Clemente VII. Ello provocó el famoso Saqueo de Roma por las tropas imperiales de Carlos I (1527) y la posterior firma de la Paz de Cambrai (1529). Sin embargo, la victoria definitiva sobre Francia no llegó hasta la Paz de Cateau-Cambrésis, firmada en 1559 por su hijo, Felipe II.
Otra amenaza constante fue el Imperio Otomano, que se había expandido por los Balcanes y amenazaba las posesiones imperiales en Austria y el Mediterráneo occidental. Además, apoyaban la piratería que, desde el norte de África (los berberiscos), asaltaba las rutas comerciales y los puertos de los territorios cristianos. Aunque la conquista de Túnez (1535) fue un éxito temporal, no solucionó el problema de fondo.
El problema más grave fue la expansión del protestantismo, que rompía la unidad católica, base fundamental de la monarquía de Carlos V. El hecho de que su principal líder, Martín Lutero, fuese alemán y predicara en el Sacro Imperio representó un desafío directo a la autoridad imperial.
Los intentos de conciliación, como la Dieta de Worms, fracasaron. El peligro se agravó cuando algunos príncipes alemanes aceptaron la doctrina de Lutero, extendiéndose así por Alemania y Flandes. La lucha contra el protestantismo se convirtió en la principal preocupación del emperador.
Los príncipes protestantes alemanes formaron una alianza denominada la Liga de Smalkalda, que fue derrotada por Carlos V en la Batalla de Mühlberg (1547). No obstante, el acuerdo final no llegó hasta la Paz de Augsburgo (1555), que concedió libertad religiosa a los príncipes (cuyo principio era cuius regio, eius religio), lo que supuso el fracaso definitivo de la idea de unidad religiosa en el continente.
Tras el fracaso de la unidad religiosa, Carlos V renunció a la corona y dividió sus posesiones. A su hijo, Felipe, le otorgó el núcleo central de su imperio: la Monarquía Hispánica, a la que sumó los territorios borgoñones en los Países Bajos y el centro de Europa. A su hermano, Fernando, le dejó los territorios de la Casa de Austria en Alemania y el título de emperador del Sacro Imperio.
Posteriormente, Carlos V se retiró al monasterio de Yuste, en Extremadura, donde pasó sus últimos años.
Felipe II mantuvo los principios que inspiraron la política de su padre: conservar la herencia dinástica, mantener la hegemonía en Europa y defender el catolicismo. No obstante, la escena europea había cambiado y nuevos problemas amenazaban a la monarquía hispánica.
El conflicto comenzó cuando el monarca quiso gobernar el territorio con los principios absolutistas con que gobernaba Castilla. Ello suscitó la oposición de las oligarquías nobiliarias autóctonas, a la que se unió la difusión del calvinismo por las provincias del norte. Los intentos por contener su expansión mediante la Inquisición fueron inútiles.
La política represora provocó la rebelión calvinista y de algunos nobles en 1566. Para solucionar el conflicto, Felipe II optó por la represión: envió al Duque de Alba, quien sometió a los sublevados y ajustició a sus líderes. Esto fue el inicio de un conflicto que duró ochenta años.
Aunque durante la década de 1580 parecía que España iba a someter a los rebeldes gracias a las victorias militares de Alejandro Farnesio, no se pudo impedir que dos provincias del norte —Holanda y Zelanda— consiguiesen la independencia de facto. Los territorios rebeldes independientes pasaron a llamarse Provincias Unidas, convirtiéndose en una potencia marítima y en uno de los grandes rivales de España. Los costes del conflicto de Flandes repercutieron negativamente sobre la economía y erosionaron la hegemonía española en Europa.
Inglaterra había sido un aliado tradicional de España con Carlos I, e incluso Felipe II fue rey consorte inglés tras su matrimonio con la reina María I. Sin embargo, tras la muerte de esta reina sin descendencia, su sucesora, Isabel I, desató la hostilidad contra la Monarquía Hispánica.
Inglaterra, en plena expansión marítima, no admitía el monopolio comercial de España sobre América. Por ello, lanzaron ataques corsarios contra los barcos españoles (destacando figuras como Francis Drake). Además, Isabel I, ferviente protestante, apoyó a los rebeldes flamencos para desgastar económica y militarmente a la Monarquía Hispánica.
Para cortar la ayuda inglesa a los sublevados flamencos, Felipe II organizó la invasión de Inglaterra con la Armada Invencible. La expedición acabó fracasando en 1588, lo que acrecentó el problema y la posición de Inglaterra como potencia naval.
La expansión del Imperio Otomano por el Mediterráneo y el aumento de los ataques de los piratas berberiscos sobre barcos y puertos españoles gestaron una alianza entre el Papado, Venecia y Felipe II, conocida como la Liga Santa.
Esta alianza reunió una gran flota que, bajo el mando de Don Juan de Austria, derrotó a los turcos en la trascendental Batalla Naval de Lepanto (1571). Esta victoria frenó el avance turco en el Mediterráneo occidental, aunque no significó el final de la amenaza otomana.
La unión con Portugal en 1580 fue el elemento más positivo de su política exterior. Al ser nieto de Manuel I el Afortunado y quedar vacante el trono portugués, Felipe II reivindicó sus derechos. Supo ganarse el apoyo de la clase dirigente portuguesa, que buscaba protección para su comercio colonial.
Se conformó así el mayor imperio territorial y marítimo que había existido hasta entonces, sobre el que, popularmente, se decía que «nunca se ponía el sol».
Los reinados de los Austrias Mayores están considerados como el momento de máximo esplendor de España en Europa y en el mundo. Sin embargo, desde el final del reinado de Felipe II, ya se adivinaban problemas endémicos, especialmente económicos, debido a las bancarrotas a las que condujo la defensa del Imperio.
Si bien España entró en el siglo XVI con grandes perspectivas de crecimiento, finalizado el siglo, salía de él con un panorama de crisis y decadencia que marcaría el reinado de los siguientes monarcas de la dinastía, conocidos, en contrapartida, como los Austrias Menores.