Portada » Filosofía » Conceptos Fundamentales en la Filosofía de Ortega, Arendt y Nietzsche
El problema del conocimiento y la realidad es especialmente relevante dentro de la filosofía de Ortega y Gasset, en particular en cuanto a su teoría del perspectivismo. Con la publicación de Meditaciones del Quijote (1914) se inicia la segunda etapa de su filosofía, el perspectivismo. La frase que mejor representa esta teoría es: «Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo». Según Ortega, no se pueden separar el yo y el mundo; uno sin el otro carecen de sentido.
Al hablar de circunstancias, Ortega las divide en mayúsculas y minúsculas. Las primeras son aquellas que nos caracterizan como individuos de una civilización, mientras que las segundas son las más cercanas y personales, las que nos dan sentido, las que definen lo que somos y sentimos. Debemos atender primero a lo más cercano, a lo que más nos afecta (las circunstancias minúsculas) y, desde ahí, solucionar los problemas filosóficos comunes a todos.
Hay que ser conscientes de que solo desde el punto de vista individual (la circunstancia de cada uno) se puede buscar la verdad del mundo. Existen tantas perspectivas como individuos. La realidad es la suma de las distintas perspectivas. Por ejemplo, un individuo no puede conocer un paisaje en su totalidad; solo conoce lo que ve según el lugar en el que se sitúa. Para conocer el paisaje completo, se deben sumar todas las perspectivas.
Cada persona tiene la misión de buscar la verdad, de aplicar la razón a la vida y, sumando las distintas perspectivas o visiones particulares, llegar a tener una visión global que dé cuerpo a la verdad total (universal).
El perspectivismo de Ortega supera el antagonismo entre:
Ortega admite que estas dos doctrinas tienen un punto de partida erróneo: ninguna se basa en el punto de vista del individuo, que es el único posible. Por otro lado, del escepticismo admite el carácter cambiante de la realidad, y del realismo, la existencia de la verdad.
Las perspectivas individuales no son contradictorias ni excluyentes entre sí; cuando se unifican, se alcanza la verdad total. Hay que tener en cuenta que, para Ortega, no todas las perspectivas son verdaderas. Son verdaderas aquellas en las que el individuo se mantiene fiel a sí mismo. Son falsas aquellas que se presentan como verdaderas e intentan excluir a las demás.
La teoría del perspectivismo se puede aplicar en dos sentidos:
La realidad radical es aquella en la que descansan todas las demás. Para el realismo, la realidad radical era algo exterior a la subjetividad (Naturaleza, Dios…); para el idealismo, era la subjetividad. Ortega, superador de ambas doctrinas, exigirá una nueva realidad radical: la correlación entre subjetividad y mundo, entre yo y circunstancias, es decir, la vida. La vida es la realidad indubitable o primera verdad, pero también la primera realidad, el ámbito en el que se hacen presentes y cobran sentido el resto de los seres.
Ortega se niega a identificar la vida con el cuerpo, el alma o la mente; todas estas realidades son posteriores al vivir, son construcciones que desde la propia vida nos hacemos para entender la realidad. Y la vida tampoco es una categoría abstracta; es el término más concreto de todos, pues se refiere a la vida de cada cual, a nuestro experimentar la realidad, nuestro amar, pensar, recordar, desear, imaginar… La vida es el conjunto de vivencias y el ámbito en el que se hace presente todo.
Ortega rechaza también la categoría filosófica de sustancia: la vida no es una cosa, no tiene naturaleza ni es una sustancia; su ser es hacerse, es devenir y proyecto, es construirse en el tiempo. Sin embargo, aunque no exista una esencia humana inmutable, sí existen ciertos rasgos presentes en toda vida. Ortega les da el nombre de categorías de la vida:
Los objetos meramente físicos no tienen una noticia de sí mismos, no se sienten ni se saben a sí mismos; nosotros sí. Una de las principales consecuencias de esta categoría es la de motivar en nosotros el afán por el conocimiento.
El mundo es un elemento fundamental de la vida, no algo exterior a ella, y junto con el yo forma los dos ingredientes inseparables de la vida (mundo o circunstancia y yo o subjetividad). El mundo nos es tan básico y fundamental que incluso nos damos cuenta antes de él que de nosotros mismos; además, el vivir es siempre ocuparse con las cosas del mundo (desearlas, pensarlas, percibirlas…), es convivir con una circunstancia. El mundo o circunstancia se compone de innumerables capas: el mundo físico, el mundo de la cultura, la realidad histórica y social e incluso el cuerpo y la propia mente. Cuando Ortega insiste en la circunstancia, termina hablando también de la perspectiva, puesto que el hombre está inscrito en la realidad espacio-temporal que le ha tocado vivir y no se puede entender el mundo sin el yo o subjetividad, puesto que lo que sea el mundo depende de las peculiaridades, creencias y sensibilidad de cada uno.
El mundo que nos ha tocado vivir, nuestra circunstancia, no es algo que podamos elegir. Pero la fatalidad de nuestra vida no es completa; existe la libertad, pues la circunstancia nos permite un cierto margen de posibilidades y nos exige decidir. Por esta razón, la vida se presenta siempre como un problema, problema que nadie excepto nosotros puede resolver. La vida tiene un inevitable carácter dramático; estamos arrojados a la existencia y nos toca elegir y participar; en consecuencia, tenemos proyectos, y el proyecto, lo que debemos elegir, ha de ser fiel a lo más profundo de nuestro ser, a nuestro destino; de este modo, la vida es libertad y debe ser responsabilidad.
Frente a los seres del mundo que viven en el presente y son lo que son, Ortega considera al futuro como la dimensión temporal más importante para caracterizar al hombre: nuestra vida es siempre atender al futuro, apostar por un proyecto y actuar para realizarlo; incluso nuestro presente está condicionado por nuestro futuro, pues hacemos lo que hacemos para ser lo que queremos ser.
Si bien el término «totalitarismo» se utiliza a menudo para referirse a fenómenos de dominación más o menos tiránica, en Los orígenes del totalitarismo, Arendt lo empleó para mostrar el surgimiento de una forma de organización social previamente desconocida, cuyas consecuencias habían impregnado la política, el pensamiento y la ciencia misma.
En su concepción, los gobiernos totalitarios comparten las siguientes características:
Con estas características, es comprensible que Arendt no considerara el totalitarismo un fenómeno estrictamente ideológico, sino uno que se extendía a toda la humanidad. Para que el totalitarismo tuviera éxito, debía aplicar una lógica de exclusión que se exigía primero a los militantes del partido y, cuando el poder lo permitía, a todo el Estado. En el caso del nazismo, esta lógica exigía evitar toda relación con personas de origen judío, mientras que el estalinismo exigía romper con quienes se consideraban opositores a la clase trabajadora. Denunciar a quienes pertenecían a estos grupos se convirtió en un deber. El totalitarismo solo existe en sentido estricto cuando ejerce el poder. Cuando se dio esta circunstancia, se impuso la exclusión, y tanto los judíos como quienes se consideraban opositores, así como otros grupos que se sumaron a estos, quedaron al margen de la vida civil y aislados del resto de la sociedad.
La realidad compleja y diversa se simplifica y se reduce bajo el totalitarismo a un único principio que explica todo lo que sucede. Nada escapa a esta lógica de simplificación, que justifica cualquier decisión o acción en nombre de la raza o la clase social.
En el totalitarismo, todos los poderes se ponen a su servicio, y el triunfo de su principio racial o de clase se busca implacablemente y sin límites. El campo de concentración se convierte en su instrumento más necesario, aunque Arendt señaló diferencias entre los de la Unión Soviética (un purgatorio, donde la negligencia se combinaba con el trabajo forzado caótico) y los campos nazis (un infierno, en el que toda la vida se organizaba profunda y sistemáticamente para proporcionar el mayor tormento posible). En ambos casos, el totalitarismo logra su objetivo de deshumanizar a los sujetos anulando lo que los distingue como personas: pierden su nombre, sus derechos individuales y su capacidad de acción.
Arendt no solo pretendía describir en qué consistía el fenómeno totalitario y explicar sus consecuencias, sino también su origen. El totalitarismo tuvo sus antecedentes en dos fenómenos de la historia europea que facilitaron su desarrollo: el imperialismo y el antisemitismo.
El imperialismo se aplicó a comunidades no europeas sin reconocer ningún tipo de legalidad que protegiera a los habitantes nativos. La dominación europea bastaba para disponer de personas y propiedades a voluntad. En el imperialismo, el poder es el único contenido de la política.
Para justificar el imperialismo, se propusieron diversas teorías sobre la superioridad de algunas razas sobre otras, pero fue en Europa, con el antisemitismo, donde se desarrollaron una serie de mitos que facilitaron la acusación de los judíos de ser enemigos de la nación. La experiencia extranjera del imperialismo se trasladó de África y Asia a Europa y se aplicó con los medios técnicos más avanzados a grupos previamente demonizados.
Resulta paradójico que el fenómeno del imperialismo fuera mucho más característico del Reino Unido y Francia que de Alemania o Rusia, pero la turbulenta historia de estos dos países tras la Primera Guerra Mundial contribuyó a la insatisfacción y la desesperación de grandes masas de su población. La revolución y la guerra civil en Rusia, junto con la inflación, el desempleo y el sentimiento de humillación por la derrota militar de Alemania en la Primera Guerra Mundial, propiciaron la propagación de este modelo discriminatorio y totalitario.
El Estado de derecho comenzó a desaparecer y se cuestionó la igualdad de derechos y deberes de todos los ciudadanos, considerándose a los judíos o a cualquier otro grupo como un ente ajeno y, a la vez, responsable de males y conflictos. La búsqueda de unidad, pureza y cohesión también afectó a otros grupos, pero el antisemitismo se utilizó para elevar la raza a un principio fundamental de diferenciación.
El antisemitismo tradicional del siglo XIX, al que se sumaron los instrumentos políticos aprendidos del imperialismo y las lecciones de la organización burocrática e industrial del siglo XX, constituye el origen del mal radical que posteriormente representaron los campos de exterminio.
La derrota nazi en la Segunda Guerra Mundial y la caída del estalinismo unos años después no impedirían el resurgimiento del totalitarismo si se dieran las condiciones que lo originaron. Por esta razón, Arendt denunció como un fenómeno más afín al totalitarismo que a los valores democráticos la «caza de brujas» que tuvo lugar en Estados Unidos durante la primera mitad de la década de 1950, en la que aquellos sospechosos de simpatías comunistas se convirtieron en traidores a la nación.
Arendt consideraba que el macartismo era un fenómeno más propio de una sociedad de masas que de individuos capaces de oponerse al poder. Era necesario estar alerta para que el mal no volviera a ocurrir.
No hay una teoría ética explícita en la obra de Arendt, pero las frecuentes reflexiones surgidas de sus estudios, especialmente de Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal (1963), muestran su permanente preocupación por la responsabilidad individual y el mal, conceptos habituales en las teorías éticas.
En El concepto del amor en San Agustín (1929), Arendt atribuye al obispo de Hipona la idea de que el mal más intenso que la mayoría de los seres humanos tienden a temer es la muerte. Todo lo que tiene que ver con la muerte provocada por causas no naturales tiene un significado ético negativo, pero la mayor condena moral se dirige a quien provoca una muerte sin finalidad alguna.
Este mal, ya sea sin propósito o con el propósito de exterminar vidas humanas, fue llamado por Arendt el «mal radical» o «mal absoluto». Lo asoció esencialmente al totalitarismo nazi y lo consideró un mal imperdonable y, hasta cierto punto, imposible de castigar.
Arendt mostró que su realización no se debía a la acción desmedida de un fanático o a la deformidad psíquica de alguien que disfrutaba haciéndolo. Estas motivaciones pudieron actuar sobre ciertos individuos que participaron en los crímenes, pero Arendt señala que el Holocausto fue el resultado de un proceso racional, que utilizó la burocracia y la organización industrial para alcanzar sus fines exterminadores.
El teniente coronel nazi Adolf Eichmann, uno de los máximos responsables de la deportación de judíos a los campos de exterminio, fue uno de los individuos que encajan en ese perfil.
Arendt lo define como un individuo común y corriente, que se entregaba a su trabajo criminal con la misma indiferencia moral con la que realizaría cualquier otra actividad.
Eichmann carecía de las convicciones ideológicas de sus jefes políticos y tampoco se comportaba como los sádicos que disfrutaban con el sufrimiento de los prisioneros del campo de exterminio. Llevaba a cabo su trabajo y no se planteaba dudas sobre lo que hacía, a pesar de contribuir a mantener funcionando la fábrica de muerte nazi. Su actitud no era el fanatismo ni la perversión.
Según Arendt, tampoco se trataba de estupidez, sino de irreflexión. El mal de Eichmann era un mal banal, superficial, fruto de la ausencia de pensamiento.
La expresión «banalidad del mal» contrasta con el mal radical al que había aludido en su libro sobre el totalitarismo: ambos males remitían a una ejecución del daño sobre personas inocentes que se sabe que lo son, pero el mal radical parecía reconocer en los autores la culpa ilimitada, mientras que la banalidad del mal, sin rechazar la culpabilidad de quien lo ejercía, remitía a una incapacidad para admitirla, aunque fuera por ausencia de reflexión.
Arendt nunca aclaró el vínculo entre ambas expresiones o si una debía sustituir a la otra, pero resulta paradójico que ese mal que no admite perdón sea realizado por individuos que no lo valoran como tal porque no se sienten responsables de su acción.
El nihilismo, en su aspecto negativo, constituye la esencia de la tradición platónico-cristiana. La metafísica, al devaluar el mundo sensible (el único real según Nietzsche), ha conducido al nihilismo, entendido como la incapacidad de afirmar los valores vitales, como negación de la voluntad. La consumación del nihilismo se produce en la modernidad cuando Dios mismo y el mundo suprasensible pierden su valor. Esto lo simboliza Nietzsche con la expresión «Dios ha muerto».
Con el término «Dios» se refiere a toda forma de realidad suprasensible (tanto el Dios cristiano, como el mundo de las Ideas platónico, o cualquier orden conceptual inteligible del mundo). La expresión «Dios ha muerto» no significa solo la pérdida de la fe en la existencia de Dios, sino el derrumbamiento de los valores sobre los que se ha edificado la cultura occidental.
Surge así una forma de nihilismo que se caracteriza por no encontrar sentido a la vida humana, por ver la vida como un absurdo insuperable, peligro que puede llegar con la «muerte de Dios» si el hombre no es lo bastante fuerte para resistir esa verdad y se siente «huérfano» más bien que liberado.
Eliminada la hipótesis de Dios como creador del mundo, este es eterno, no tiene principio ni fin temporal. Sin embargo, el mundo es finito; luego, llegará un momento en que todos los estados de cosas posibles ya se habrán dado y volverán a repetirse, y no una sola vez, sino infinitas veces. La doctrina del eterno retorno es únicamente una fórmula para expresar la afirmación de la vida, pues implica que se la acepta como es, sin correcciones ni enmiendas, idéntica una y otra vez, por toda la eternidad.
El hombre superior sería el que, al contemplar la vida, fuese capaz de decir: «¿Era esto la vida? Pues bien: ¡otra vez!». Esta verdad puede ser terrible para el hombre sin fuerza anímica, pues una de sus consecuencias es que todo lo doloroso, bajo y mezquino es tan eterno como sus contrarios.
Según Nietzsche, el propio nihilismo, que es una voluntad de negación, llevará a negar los propios valores que conducen al nihilismo (la filosofía y la moral platónico-cristiana), por lo que despejará el camino para la instauración de nuevos valores (la transvaloración de todos los valores). Esta tarea de creación de nuevos valores dará lugar a un nuevo tipo de hombre: el superhombre.
Como alternativa a la antropología tradicional, Nietzsche elaboró en sus escritos una nueva visión del ser humano, que se resume en su célebre expresión «superhombre». Con ella se alude a la actitud vital que debería sustentar la existencia del hombre nuevo, capaz de asumir y superar el pensamiento trágico del eterno retorno y de aceptar la finitud de la vida y su carácter trágico y dionisíaco, y de permanecer fiel a los valores de la vida, al sentido de la tierra. Se trata, en suma, del hombre nuevo que aparece tras la «muerte de Dios», marcando una nueva era en la historia de la humanidad.
Como otras tantas expresiones de su filosofía, el término «superhombre» ha de entenderse en un sentido metafórico. No alude a ninguna raza biológica determinada (de ahí lo erróneo de la interpretación nacionalsocialista…), tampoco a ningún grupo social o económico superior (burguesía, nobleza…). Es, insistimos, la expresión usada por Nietzsche para referirse al hombre capaz de superar la visión de la realidad defendida por la filosofía occidental y de vivir conforme a ello.
¿Cuáles son los rasgos que caracterizan la conducta moral y vital del superhombre? Según Nietzsche, serían varios:
No cree en ninguna realidad trascendente, ni en Dios ni en un destino privilegiado para los seres humanos, una raza, una nación o un grupo; no cree que la vida tenga un sentido, como no sea el que el mismo ser humano le pueda dar; acepta la vida en su limitación, no se oculta las dimensiones terribles de la existencia (el sufrimiento, la enfermedad, la muerte), es dionisíaco. El ateísmo es, pues, una característica esencial del superhombre.
El superhombre despliega una actitud hedonista. Sabe que no hay más vida que la vida biológica y se preocupa por buscar el placer y gozar con él. La alegría, el entusiasmo, la salud, el amor sexual, la belleza corporal y espiritual; puede ser también magnánimo, generoso, como una muestra de la riqueza de su voluntad. El único límite que debe establecer en esa búsqueda del placer es la propia vida: su conservación y, sobre todo, su acrecentamiento. Y, sin embargo, en esa búsqueda incesante del placer asume y acepta también el dolor, como elemento constitutivo de la propia vida.
El superhombre desprecia la moral tradicional y sus valores: la humildad, la mansedumbre, la prudencia que esconde cobardía, la castidad, la obediencia como sometimiento a una regla exterior, la paciencia consecuencia del sometimiento a un destino o a un mandato, el servilismo… Detesta la moral del rebaño, la conducta de los que siguen a la mayoría, de los que siguen normas morales ya establecidas; como consecuencia de su capacidad y determinación para crear valores, no los toma prestados de los que la sociedad le ofrece, por lo que su conducta será distinta a la de los demás. El superhombre es autónomo, crea sus propios valores, es un espíritu libre que está más allá del bien y del mal, no porque sea amoral, sino porque vive su vida al margen de las consideraciones morales tradicionales. Inventa las normas morales a las que él mismo se somete, valores que sean fieles al mundo de la vida y que le permitan expresar adecuadamente su peculiaridad, su propia personalidad y riqueza. De nuevo, la semejanza con el artista es aquí patente. El superhombre crea la obra que es su propia vida; esta es, en el fondo, una obra de arte.
El superhombre, según el texto de las transformaciones del espíritu contenido en Así habló Zaratustra, se identifica con el niño. Vive jugando, es ajeno a las convenciones sociales, busca, en todo momento, su placer, sentirse vivo, disfruta de cada día como si fuese el primero de la existencia, sabe sobreponerse al dolor y al sufrimiento aceptándolo.
Ama la exuberancia de la vida, le gusta desarrollar en él mismo y en los demás aquello que les es más propio; no tiene miedo a la diferencia. El superhombre sabe que se arriesga a la crítica, a la incomprensión, al rechazo, a la envidia, al odio, pero asume este riesgo como prueba de su superioridad espiritual. En conclusión: el superhombre es la afirmación enérgica de la vida y el creador y dueño de sí mismo y de su vida, es un espíritu libre.
«Escuchad y os diré lo que es el superhombre. El superhombre es el sentido de la tierra. Que vuestra voluntad diga: sea el superhombre el sentido de la tierra. ¡Yo os conjuro, hermanos míos, a que permanezcáis fieles al sentido de la tierra y no prestéis fe a los que os hablan de esperanzas ultraterrenas! Son destiladores de veneno, conscientes o inconscientes. Son despreciadores de la vida; llevan dentro de sí el germen de la muerte y están ellos mismos envenenados. La Tierra está cansada de ellos: ¡muéranse pues de una vez!»
— Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra
El hombre superior se ríe de los valores del mundo suprasensible, sabe que él mismo los ha creado. El hombre superior es un niño, porque el niño no tiene prejuicios, es inocente, juega solamente con la vida. El hombre superior es el que se afirma en el devenir de la vida sin crearse subterfugios, sin inventarse un más allá para evadirse de este mundo. El hombre superior no hace caso de los prejuicios de la gente, no cree en la igualdad que, afirma Nietzsche, solo es una artimaña de los débiles de espíritu, de los cristianos, de los socialistas. El hombre superior dice sí a las jerarquías, a la inalienable diferencia que tiene que haber entre los hombres. El hombre superior, en su libertad, está más allá del adoctrinamiento, no se deja convencer por los demagogos ni por el «partido». Hay que tener una sana desconfianza hacia todo lo que venga de la plebe.