Portada » Filosofía » Filosofía Moderna y Contemporánea: Ideas Centrales de Marx, Rousseau, Nietzsche y Arendt
La obra de Karl Marx (1818-1883) se construye a partir de una crítica profunda a la filosofía alemana, especialmente al idealismo absoluto de Hegel, a la economía política inglesa y al socialismo revolucionario francés, uniendo estos elementos al estudio de la sociedad industrializada. Para Marx, la realidad no es una creación de la razón, sino materia en constante transformación. A diferencia de Hegel, considera la historia como un proceso inacabado, donde la autonomía y libertad humanas aún no se han realizado plenamente. La tarea histórica es alcanzar la emancipación real mediante la transformación consciente del orden social. El ser humano y la naturaleza, en su interacción productiva, constituyen una realidad dinámica y en constante cambio.
La concepción antropológica de Karl Marx parte de una crítica tanto al idealismo hegeliano como al materialismo tradicional. Para Marx, el ser humano no se define de forma aislada ni como una esencia dada de antemano, sino a través de su actividad práctica, su praxis. El hombre es un ser que se realiza transformando racionalmente la naturaleza, por lo que su esencia no es otra cosa que el conjunto de sus relaciones sociales en proceso constante de cambio. El ser humano no es una sustancia fija, sino una realidad que se constituye en su actividad, en la transformación del mundo que lleva a cabo a través del trabajo.
En este proceso, Marx critica duramente toda concepción que entienda el conocimiento o la filosofía como una mera descripción pasiva de la realidad. La verdadera comprensión del ser humano y del mundo debe surgir de la acción, de la praxis. Por ello, rechaza tanto la filosofía materialista, que separa sujeto y objeto dejando al primero como simple espectador, como la filosofía idealista, que transforma la realidad solo en el pensamiento. La autonomía y libertad del ser humano solo pueden lograrse cuando su razón se haya realizado efectivamente en el mundo transformado por su propia actividad.
El trabajo es el núcleo fundamental de la antropología marxista. No es simplemente un medio para sobrevivir o satisfacer necesidades básicas, sino la actividad mediante la cual el ser humano se crea a sí mismo y humaniza el entorno. Sin embargo, en el capitalismo, esta capacidad de autorrealización se ve frustrada. Marx describe cómo, bajo este sistema, el trabajador vende su fuerza de trabajo y se aliena de su propia esencia: no reconoce su ser en los productos de su actividad, que pertenecen al capitalista. El trabajo alienado transforma al hombre en un medio para la acumulación de capital, en lugar de ser el camino hacia su libertad y plenitud.
La alienación se manifiesta en varios niveles. No solo en la esfera económica, donde el obrero pierde el control sobre su producción y se convierte en un mero engranaje del proceso productivo, sino también en la esfera religiosa. Según Marx, la religión surge como un refugio ilusorio frente a la miseria real: el hombre proyecta en un mundo sobrenatural la libertad y la justicia que no puede alcanzar en su vida concreta. Así, la religión actúa como «opio del pueblo», adormeciendo la conciencia crítica y perpetuando la opresión.
La teoría social de Karl Marx parte de una crítica radical a las bases del capitalismo y a las ideologías que lo sustentan. Su planteamiento se fundamenta en la idea de que la sociedad no se comprende desde principios abstractos ni ideas eternas, sino desde la estructura material de la vida humana: la producción y las relaciones sociales que de ella se derivan. La historia, para Marx, es la historia de las relaciones productivas y de las luchas de clases que surgen a partir de ellas.
La sociedad se organiza sobre una infraestructura económica que determina las formas de conciencia social que forman la superestructura. En la infraestructura se encuentran los medios de producción y las fuerzas productivas, así como las relaciones de producción, es decir, las relaciones que los individuos establecen entre sí respecto a los medios de producción. Estas relaciones han sido históricamente conflictivas, dando lugar a sistemas de dominación y explotación. La superestructura —leyes, religión, educación, cultura— sirve para justificar y perpetuar la estructura económica existente.
Marx señala que el capitalismo genera una contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Las fuerzas productivas tienden a desarrollarse y mejorar, mientras que las relaciones de producción buscan conservarse inmutables, defendiendo los intereses de la clase dominante, la burguesía. Esta tensión provoca una lucha de clases entre burguesía y proletariado. La burguesía, propietaria de los medios de producción, explota al proletariado, que solo posee su fuerza de trabajo y debe venderla para sobrevivir.
El sistema capitalista se sostiene mediante formas ideológicas que ocultan estas contradicciones. La religión, por ejemplo, promete una justicia futura que distrae de la injusticia presente, actuando como una fuerza conservadora. La ideología, en general, funciona presentando como natural y eterno lo que en realidad es histórico y transformable. De esta manera, la conciencia social alienada impide la toma de conciencia crítica y bloquea el cambio revolucionario.
Marx ve en el proletariado el sujeto histórico capaz de transformar la sociedad. El proletariado, al verse obligado a vender su fuerza de trabajo y sufrir la alienación económica, está en condiciones de cuestionar radicalmente el sistema. Para ello, debe pasar de una conciencia alienada a una conciencia revolucionaria. La emancipación real de la humanidad solo se logrará mediante la abolición de la propiedad privada, la supresión de las clases sociales y la construcción de una sociedad donde los medios de producción pertenezcan a todos. En esta nueva sociedad, desaparecerá la explotación y será posible una praxis verdaderamente humana, en la que el trabajo deje de ser un medio de supervivencia y se convierta en un acto libre de realización personal y social.
Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) se opone a la idea ilustrada de progreso, pues piensa que en la cultura y la civilización radican todos los males del ser humano. La propiedad privada y el poder arbitrario han fomentado las desigualdades que, según él, serán superadas a través de un pacto social que permita al ser humano vivir en libertad conforme a su auténtica naturaleza. Únicamente los sentimientos, y no la razón calculadora, podrán llevarnos a la felicidad, pues solo estos pueden recuperar la armonía y justicia perdidas. Los dos aspectos fundamentales de la filosofía de Rousseau son, por un lado, una consideración negativa de la cultura y la civilización, así como de todos sus productos; por otro lado, una reflexión positiva de la política y del gobierno a partir del concepto de voluntad general. El propósito de Rousseau será impulsar un nuevo modelo social y político.
Rousseau realiza una crítica profunda a la civilización y la cultura de su tiempo, considerando que las ciencias y las artes, lejos de perfeccionar al ser humano, pervierten las costumbres, debilitan la sociedad y destruyen la moral mediante el lujo y una economía artificial. Según Rousseau, la civilización provoca que las personas actúen movidas por la apariencia y la vanidad, alejándolas de su auténtica naturaleza. Así, duda de que la ciencia y la técnica puedan liberar al hombre, pues ocultan su verdadera situación e impiden su toma de conciencia política. Para él, la civilización ha fomentado la desigualdad y la corrupción moral, ya que «todo degenera en manos de los hombres».
Señala dos grandes causas de la corrupción humana: la aparición de la propiedad privada, que genera desigualdades económicas, y el poder arbitrario y despótico, que priva al individuo de su libertad y favorece el dominio del Estado. Según Rousseau, todo sistema social debería tener como fin la promoción de la libertad y la igualdad.
En su reconstrucción del origen de la desigualdad, Rousseau describe el estado de naturaleza como una condición hipotética en la que el hombre vivía en plena libertad, sin dependencia de la industria, el lenguaje o la propiedad privada. En este estado originario no existía la ley del más fuerte, ni la subordinación de unos hombres sobre otros. En su obra Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, reconstruye el modo de vida en este estado, donde el hombre era libre, independiente y movido por la autoconservación y la compasión, sin verse condicionado por la industria, la propiedad ni los vínculos sociales.
La transición hacia el estado social, marcada por la apropiación privada, trajo consigo ambiciones, desigualdad, relaciones de dependencia y despotismo. En la segunda parte del Discurso, describe este paso, y en palabras de Rousseau: «El primero a quien se le ocurrió decir ‘esto es mío’ y encontró gentes lo bastante simples como para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil». Frente a esta degeneración, Rousseau propone la creación de un nuevo contrato social que construya una sociedad basada en la libertad y la igualdad.
Este contrato social implicaría que cada individuo se someta totalmente a la voluntad general, expresión del interés común. Rousseau advierte que la voluntad general no debe confundirse con la voluntad de la mayoría, que puede ser injusta, ni delegarse en representantes, pues el poder político debe ser ejercido directamente por los ciudadanos. La soberanía es indivisible y reside en el pueblo.
La voluntad general también se opone a las tesis iusnaturalistas que defienden derechos naturales previos a la sociedad. Para Rousseau, los derechos individuales deben derivarse de la voluntad general. Aunque con el paso al estado civil el hombre pierde ciertas ventajas naturales, gana la libertad moral y la igualdad civil. Así, para lograr la verdadera libertad, el individuo debe renunciar a sus impulsos naturales y someterse voluntariamente a las leyes, fortaleciendo el sentido del deber y garantizando que todos estén igualmente sometidos a la ley común.
Frente a esta degeneración social, Rousseau propone la creación de un nuevo modelo político y social, donde la educación tendría un papel esencial. Expone sus ideas educativas en su obra Emilio (1762), que fue condenada públicamente y le obligó a huir a Inglaterra. Para Rousseau, la educación era un asunto político crucial, y su propuesta se centraba en la bondad natural del ser humano.
La educación debe desarrollar los sentimientos innatos, como la piedad y el amor al prójimo, y fomentar la moralidad orientada al bien común. Rousseau defiende el valor de la igualdad: en el estado natural existía una igualdad que la mala educación y la sociedad han destruido. Por eso, el proceso educativo debe respetar el desarrollo natural del niño, permitiendo que aprenda por sí mismo, sin presiones externas.
El objetivo no es formar hombres cultos y refinados, en quienes se manifiestan los males de la sociedad, sino formar verdaderos ciudadanos. Rousseau rechaza las normas sociales rígidas, proponiendo una educación basada en la psicología del niño, favoreciendo su espontaneidad y fortaleciendo la razón a través de la experiencia sensorial. Frente a una razón autoritaria, exalta el sentimiento como fuente de libertad y moralidad, entendida como una inclinación natural a obrar bien.
La educación, según Rousseau, debe atender también a la moral y a la religión, pero ambas han de surgir de sentimientos naturales, no de reglas impuestas. Rechaza las religiones positivas que oprimen la conciencia y defiende una religiosidad que brote espontáneamente del corazón. La regla moral principal será «no hacer mal a nadie» y practicar la tolerancia frente a cualquier tipo de fanatismo. Así, Rousseau apuesta por una educación que prepare a los hombres para vivir en libertad y en armonía con sus semejantes.
La obra de Friedrich Nietzsche (1844-1900) parte del supuesto de que la cultura occidental es decadente. Sus valores y fundamentos —la razón, la moral y la religión— no son sino invenciones que impiden la verdadera realización de la vida del ser humano. Por ello, realizará una crítica radical de toda la filosofía tradicional occidental. Nietzsche es vitalista y su filosofía es una exaltación de la vida considerada como el único fundamento absoluto. No hay que adecuar la vida a la razón o a la moral, sino que, por el contrario, hay que adecuar todo a la mejora y potenciación de la vida. El discurso de Nietzsche es apasionado y violento. En él se evitan las clasificaciones y definiciones, y tratará de expresar su pensamiento a través de metáforas. Su concepción de la filosofía es un pensamiento estético, artístico e impulsivo (Dioniso) sobre la vida. Nietzsche se enfrentará así a toda la filosofía tradicional anterior, que utiliza la razón y sus conceptos, clasifica, delimita los significados y considera solo lo racional (Apolo) como única forma de vida «verdadera», negando la verdadera vida.
Nietzsche critica la filosofía tradicional por su concepción dogmática del ser como algo fijo, estático, inmutable y ahistórico (Platón). Según él, esta visión está alejada de la realidad, que es cambiante y viva. Atribuye a Sócrates y Platón la causa del triunfo de la razón frente a la vida real, cambiante, múltiple y terrenal. Los filósofos tradicionales separan un mundo verdadero y otro sensible, despreciando la multiplicidad y el devenir como fuentes de error y falsedad.
Nietzsche argumenta que los filósofos han inventado una realidad absoluta, influenciados por el temor a la muerte y al cambio. Nietzsche analiza el origen de esa necesidad de inventar otro mundo: el miedo al cambio y a la muerte lleva a los hombres débiles a rechazar la vida real. A este impulso lo llama voluntad de verdad o voluntad de la nada. No nace de la razón, sino de instintos de debilidad que idolatran la razón como si fuera un dios. Cosifican la realidad viva mediante conceptos que inmovilizan el devenir y niegan la riqueza de la existencia.
Frente a esto, Nietzsche defiende que la realidad es flujo, transformación continua (inspirado en Heráclito) y que siempre se nos presenta como perspectiva. Para Nietzsche, la realidad no es algo fijo, sino siempre perspectiva, individual y cambiante. La voluntad de poder, que es inherente al ser humano, le permite interpretar y crear su propia visión de la vida. El hombre fuerte, guiado por la voluntad de poder, interpreta y crea las perspectivas que favorecen su vida, sabiendo que ninguna es absoluta. La voluntad de poder no niega la diversidad, sino que la celebra como fuente de enriquecimiento vital.
La verdad, lejos de ser objetiva, es una convención social que busca mejorar la vida y evitar el daño. Los conceptos filosóficos surgen de la necesidad de fijar lo vivido y de ordenar la experiencia de forma práctica. Las palabras, originadas como metáforas de la realidad, se transforman en conceptos fijos que alejan al ser humano de la vivencia original. Nietzsche defiende que el poder de la imaginación metafórica permite una interpretación más libre de la vida. Critica el lenguaje y la gramática, que limitan la expresión de la vida al imponer una racionalización «a priori» del mundo. Así, el concepto de Dios, según Nietzsche, es producto de esta estructura gramatical que reduce la riqueza de la vida. También rechaza las ciencias positivas, pues las considera una forma de matematización de la realidad que ignora su carácter dinámico.
Nietzsche también critica la moral tradicional como una estructura antinatural que reprime los instintos vitales en nombre de normas impuestas desde fuera, desde un Dios que representa la negación de la vida. Con la «muerte de Dios» se derrumban los valores tradicionales, revelándose su falsedad. Surge así el nihilismo, etapa necesaria para destruir los antiguos valores y crear otros nuevos desde la voluntad de poder. Negando a Dios, también muere el monoteísmo de la razón, abriéndose a la afirmación del devenir y de la pluralidad de perspectivas.
El superhombre, el hombre trágico, es el ideal nietzscheano: una figura creativa que abraza la multiplicidad y la diversidad de la vida. Rompe con las normas establecidas, desordena las clasificaciones y crea nuevos valores. A través de la voluntad de poder, acepta la vida como un eterno retorno y rechaza la moral convencional basada en la igualdad y la sumisión al rebaño. El superhombre vive en armonía con el flujo de la vida, sin renunciar a su libertad y creatividad.
El ser humano, en su situación actual, es débil y dominado por su voluntad de verdad. Solo mediante una profunda transformación podrá superarse: primero como camello que carga con normas, después como león que se rebela, y finalmente como niño que crea nuevos valores afirmando la vida. El niño representa al superhombre, el hombre trágico e intuitivo que reconoce el eterno retorno de la vida en su multiplicidad.
Todas estas ideas aparecen esbozadas en La gaya ciencia, obra en la que Nietzsche proclama la muerte de Dios y anuncia el desafío que implica la liberación de la humanidad respecto a los antiguos valores. En esta obra, llena de fuerza y vitalidad, Nietzsche celebra la vida como creación, como arte, y llama al ser humano a vivir en fidelidad a la tierra, asumiendo el caos y el devenir como el auténtico sentido de la existencia.
Hannah Arendt (1906-1975) es una de las figuras más influyentes del pensamiento contemporáneo. Su obra abarca una amplia gama de temas, pero se destaca especialmente por sus contribuciones a la filosofía política y su estudio de la naturaleza humana en contextos históricos y políticos. Alumna de Husserl y Heidegger, su pensamiento se nutre de la fenomenología y del existencialismo, pero también marca una ruptura con algunas tradiciones filosóficas. En obras como Los Orígenes del Totalitarismo y Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal, Arendt analiza el totalitarismo y la moralidad en contextos de violencia extrema, mientras que en La Condición Humana reflexiona sobre las actividades humanas y su transformación a lo largo de la historia.
Este último trabajo, originado de sus conferencias en la Universidad de Chicago en 1956, profundiza en cómo la modernidad ha alterado las condiciones de la existencia humana, absorbiendo la vida activa en el trabajo y dejando una sensación de desolación en la sociedad moderna. Arendt no solo se interesa por la naturaleza humana, sino por cómo vivir políticamente en una sociedad que ha visto una transformación profunda de sus estructuras y valores. En este contexto, se refiere a la modernidad social como un proceso en el que la actividad humana ha quedado absorbida por el trabajo, una concepción que, según ella, invierte la jerarquía tradicional planteada por los filósofos antiguos, que consideraban la vita contemplativa como superior, y la considera, al igual que Karl Marx, una mera «superestructura de los procesos vitales básicos» de la sociedad.
Hannah Arendt, en La Condición Humana, distingue tres tipos de actividades humanas fundamentales: