Portada » Historia » Historia de España: Recorrido Completo desde la Prehistoria hasta el Franquismo
La Prehistoria ibérica, vinculada a la europea, se caracteriza por el Homo antecessor, hallado en Atapuerca (Burgos), y los períodos del Paleolítico (700.000-5.500 a. C.). En el Paleolítico Inferior, el Homo antecessor usaba herramientas de piedra y vivía de la caza y recolección, como nómada en las orillas de los ríos. El Paleolítico Medio vio la presencia del hombre de Neandertal, mientras que en el Paleolítico Superior apareció el Homo sapiens sapiens, con mayor capacidad técnica y nuevas formas de caza y pesca. El cambio más relevante ocurrió en el Neolítico, cuando se desarrolló la agricultura, la ganadería y la construcción de megalitos, lo que dio lugar a los primeros poblados y la domesticación de animales.
Durante el primer milenio a. C., la Península Ibérica estuvo marcada por la llegada de pueblos indoeuropeos, fenicios, griegos y cartagineses. Tartessos, una cultura avanzada en el sureste peninsular, destacó por su comercio con los fenicios y el control de minas. Los fenicios fundaron Gadir (Cádiz) y las colonias griegas, como Emporion, facilitaron la difusión de nuevas tecnologías. La influencia de Cartago creció tras la derrota en Sicilia, y su presencia en la península aumentó con la Segunda Guerra Púnica, que llevó a la confrontación con Roma. A finales del siglo IV a. C., la Península se dividió entre los pueblos celtas en el interior y los iberos en la costa, creando una variada estructura social y económica.
Tras la derrota de Aníbal en 202 a. C., los romanos comenzaron la conquista de la Península Ibérica. Aunque el sur y Levante fueron sometidos rápidamente, la resistencia más fuerte se encontró en las zonas celtibéricas y lusitanas, como lo demuestra la caída de Numancia en 133 a. C. Durante el gobierno de Augusto (29-19 a. C.), la romanización se consolidó. La Península se transformó con nuevas ciudades, como Valentia y Emerita Augusta, y el latín se impuso gradualmente. La crisis del Imperio Romano en el siglo III trajo una decadencia cultural, pero el legado romano perduró a través del derecho, la religión y las obras de ingeniería, dejando una profunda huella en la península.
Con la caída del Imperio Romano en 476 d. C., los pueblos germánicos invadieron la Península Ibérica. Los visigodos, tras derrotar a los francos en 507 d. C., se asentaron en la Meseta y establecieron Toledo como capital. Su monarquía, de carácter electivo, enfrentó debilidades internas, pero alcanzó estabilidad bajo Leovigildo (569-586), quien unificó el reino. La conversión de Recaredo al catolicismo en 589 favoreció la integración de la Iglesia en la política visigoda. En 654, Recesvinto promulgó el Liber Iudiciorum, un código legal unificado. Sin embargo, la economía declinó, y la debilidad demográfica y la naturaleza inestable de la monarquía visigoda contribuyeron a la fragmentación política, facilitando la posterior invasión musulmana en 711.
La conquista musulmana de la Península Ibérica comenzó en 711, cuando el rey visigodo Rodrigo fue derrotado en la batalla de Guadalete por Tariq. La caída del reino visigodo permitió a los musulmanes ocupar gran parte de la península con poca resistencia. Los territorios conquistados pasaron a formar parte del Emirato dependiente de Damasco, pero con la victoria de los Abasíes en 750, el Emirato se independizó bajo Abderramán I. A lo largo de los siglos, Al-Ándalus vivió periodos de prosperidad, como bajo el califato de Abderramán III, pero también de crisis, especialmente cuando la región se fragmentó en reinos de taifas tras la caída del Califato en 1031. Los almorávides y almohades intervinieron en varias ocasiones para frenar el avance cristiano, pero tras la derrota de los almohades en 1212, el último reino musulmán, el Reino Nazarí de Granada, resistió hasta 1492.
La economía de Al-Ándalus fue próspera, destacando la agricultura, impulsada por el regadío, y el comercio con otros países islámicos y Europa. La sociedad andalusí estaba compuesta por musulmanes, mozárabes (cristianos en territorio musulmán) y judíos. Los musulmanes eran el grupo dominante, mientras que los mozárabes y los judíos eran tratados como dimníes, con menos derechos. La cultura andalusí floreció en áreas como la filosofía, la literatura, las ciencias y las artes, con grandes pensadores como Averroes. Los judíos, en particular, gozaron de cierta prosperidad, ocupando cargos públicos y destacando en áreas como la medicina y el comercio. Su contribución cultural fue significativa, siendo los mediadores entre las culturas islámica y cristiana. Los judíos desempeñaron un papel crucial en la economía, especialmente durante los siglos XII y XIII, cuando las aljamas experimentaron un auge.
Los reinos cristianos iniciaron la Reconquista con la batalla de Covadonga en 722, con el establecimiento del Reino de Asturias. Bajo Alfonso III, el reino se expandió hasta el Duero, pero el avance cristiano se frenó durante el apogeo de Al-Ándalus. En el siglo X, los asturianos se consolidaron en el Reino de León, mientras que en la Marca Hispánica, los condados catalanes comenzaron a formarse bajo la influencia de Carlomagno. A partir del siglo XI, la Reconquista se intensificó con Alfonso VI de León y Castilla, quien capturó Toledo en 1085, y Alfonso I el Batallador, quien conquistó Zaragoza en 1118. A lo largo del siglo XII, los reinos cristianos avanzaron, aunque los almorávides y almohades intervinieron para frenar el progreso. Con la victoria cristiana en la batalla de las Navas de Tolosa en 1212, la Reconquista se aceleró, culminando con la toma de Granada en 1492.
La repoblación en la Península Ibérica durante la Edad Media se llevó a cabo por motivos estratégicos, económicos y políticos. Inicialmente, la repoblación fue espontánea, como en Galicia y el alto Ebro, pero con el tiempo se organizó de manera más estructurada, especialmente en el siglo XI. En estas zonas, los reyes otorgaron fueros a los concejos, concediendo privilegios a los repobladores para fomentar el asentamiento. En el siglo XIII, con la expansión hacia el sur, el reparto de tierras entre la nobleza, la Iglesia y las órdenes militares se consolidó en un sistema de repartimiento. La sociedad medieval estaba jerárquicamente organizada en tres estamentos: la nobleza, el clero y el pueblo llano. Mientras que los privilegiados gozaban de exenciones fiscales y de derechos especiales, los campesinos, que constituían la base de la economía, a menudo estaban sujetos a la dependencia feudal, siendo muchos de ellos siervos.
En la Baja Edad Media, las tres grandes coronas peninsulares, Castilla, Aragón y Navarra, desarrollaron estructuras políticas basadas en la monarquía, las Cortes y los municipios, aunque con diferencias notables. En Castilla, la monarquía consolidó su poder, a pesar de las tensiones con la nobleza y las ciudades, a través de un sistema legal basado en el Código de las Partidas y el Ordenamiento de Alcalá. En Aragón, el pactismo era esencial, y el monarca debía respetar los derechos y costumbres del reino, lo que limitaba su poder. Las Cortes aragonesas tenían un poder legislativo importante. Navarra, por su parte, se mantuvo independiente durante gran parte de la Edad Media, con un monarca que debía respetar los fueros y consultar las decisiones con el Consejo Real y las Cortes. Esta estructura política reflejaba las peculiaridades de cada reino, con una notable influencia de las instituciones estamentales.
La unión dinástica de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón en 1469 generó tensiones con Portugal y Francia, que temían la consolidación de un bloque hegemónico en la península. Tras la muerte de Enrique IV de Castilla, Isabel se proclamó reina, lo que provocó una guerra civil con Juana la Beltraneja, apoyada por Portugal. La guerra culminó en el Tratado de Alcáçovas (1479), que reconoció a Isabel y Fernando como reyes de Castilla, aunque tuvo que aceptar la expansión portuguesa en África. La monarquía de los Reyes Católicos fue autoritaria, pero no absoluta, ya que las coronas seguían siendo independientes. A lo largo de su reinado, se crearon instituciones para fortalecer el poder real, como la Santa Hermandad y la reforma del Consejo Real. También implementaron políticas para reducir la influencia de la nobleza y el clero, y buscaron la unidad religiosa mediante la Inquisición.
A finales del siglo XV, el deseo de encontrar rutas más rápidas hacia Oriente impulsó los descubrimientos ultramarinos. Con la invención de nuevos instrumentos náuticos y condiciones favorables, Castilla y Portugal se repartieron las islas atlánticas. Cristóbal Colón, con el apoyo de los Reyes Católicos, zarpó en 1492 hacia el Nuevo Mundo, aunque erró al calcular las dimensiones del planeta. A pesar de ello, su descubrimiento de las islas del Caribe abrió la puerta a la colonización. Para garantizar el monopolio de Castilla, se firmó el Tratado de Tordesillas en 1494, que dividió las zonas de influencia en el Atlántico. La colonización se consolidó rápidamente, y en las siguientes décadas se llevaron a cabo conquistas en el Imperio Azteca e Inca. La organización colonial, que estableció la Encomienda y la Mita, dio lugar a abusos contra los pueblos indígenas, lo que más tarde fue denunciado por figuras como Bartolomé de las Casas.
El ascenso de Carlos I al trono en 1519 generó tensiones internas en Castilla, destacando el conflicto de los Comuneros, que luchaban contra lo que consideraban un abuso de poder por parte de la monarquía. Tras la derrota de los rebeldes en 1521, Carlos consolidó su poder, pero la revuelta dejó una desconexión entre la Corona y el pueblo. En el ámbito exterior, el reinado de Carlos I estuvo marcado por múltiples frentes bélicos, incluidos los enfrentamientos con Francia, la expansión del luteranismo y la amenaza del Imperio Otomano. Tras la división de su imperio en 1556, su hijo Felipe II heredó una política agresiva en Europa. Durante su reinado, España alcanzó grandes victorias, como la batalla de Lepanto (1571), pero también sufrió derrotas significativas, como la fallida invasión de Inglaterra con la Armada Invencible en 1588, lo que afectó su poderío en el Atlántico y Europa.
Durante el reinado de Felipe III (1598-1621), se consolidó el sistema del valimiento, en el que el rey delegaba sus responsabilidades de gobierno en los validos, como el Duque de Lerma. La corrupción de estos personajes contribuyó al deterioro económico, impidiendo las reformas necesarias. La expulsión de los moriscos en 1609, en parte por presiones externas, afectó principalmente a la agricultura en el Levante. En política exterior, Felipe III adoptó una postura pacifista, firmando acuerdos con Inglaterra y las Provincias Unidas, pero la situación cambió con el ascenso de Felipe IV (1621-1665), quien, a través de su valido Olivares, inició una política belicista. La Guerra de los Treinta Años, iniciada en 1618, y las derrotas sufridas por España, como la batalla de Rocroi (1643), marcaron el fin de la hegemonía española en Europa. A pesar de ello, Felipe IV resistió las pérdidas de Cataluña y Portugal hasta la firma de la Paz de los Pirineos en 1659.
En los siglos XVI y XVII, la economía española estuvo dominada por la agricultura y ganadería, con una sociedad mayoritariamente rural. La crisis económica comenzó en el reinado de Carlos V debido a un sistema fiscal ineficaz y la acumulación de deudas, que llevaron a la bancarrota bajo Felipe II. El sistema estamental privilegiaba a la nobleza, mientras que los campesinos y la baja clase social sufrían las cargas fiscales. Culturalmente, España vivió un Siglo de Oro, destacando en literatura con autores como Lope de Vega y Quevedo, aunque la mayoría de la población era analfabeta. En ciencia, España se quedó rezagada por la Inquisición, aunque en derecho y economía destacó la Escuela de Salamanca. La crisis demográfica y económica afectó a la población, que descendió de 9,6 millones en 1600 a 8 millones en 1650. A pesar de las dificultades, el Barroco floreció en arte y literatura, reflejando la propaganda religiosa y monárquica.
En 1700, el testamento de Carlos II designaba a Felipe de Anjou como su sucesor, lo que generó temores en Europa debido a la posibilidad de que España y Francia estuvieran bajo la misma dinastía. Esto provocó la formación de la Gran Alianza (Inglaterra, Holanda, los Habsburgo y Portugal) para impedir la ascensión de Felipe V. La Guerra de Sucesión (1701-1713) se libró entre los Borbones y la Gran Alianza, con victorias borbónicas en Almansa (1707) y la toma de Barcelona (1714). En 1713, la Paz de Utrecht reconoció a Felipe V como rey de España, pero los dominios europeos de los Habsburgo fueron cedidos a Austria. Esta paz favoreció los intereses británicos y, a pesar de la pérdida de Gibraltar y Menorca, la Monarquía Hispánica experimentó un alivio por deshacerse de territorios difíciles de mantener. La política exterior española se alineó con Francia en el siglo XVIII, lo que definió la relación entre ambos países.
Tras la Guerra de Sucesión, los Borbones comenzaron a centralizar el poder y reformaron el sistema de gobierno siguiendo el modelo de Luis XIV. Felipe V introdujo los Decretos de Nueva Planta (1707-1716) que abolieron los fueros de Aragón, Valencia, Cataluña y Mallorca, unificando la legislación bajo el modelo castellano. Navarra y el País Vasco mantuvieron sus fueros por su lealtad durante la guerra. El sistema de gobierno se transformó con la sustitución del modelo polisinodial de los Habsburgo por el sistema de Despacho, donde secretarios de Estado asumieron roles ministeriales. Las provincias reemplazaron a los virreinatos y se instauraron Intendentes para gestionar la Hacienda. Estas reformas, junto a la implementación de la Ley Sálica, consolidaron el modelo centralista borbónico, pero también generaron tensiones y dificultades debido a la dependencia de la política francesa y la decadencia internacional de España.
Los Borbones, al reconocer la rentabilidad de las pequeñas colonias, decidieron implementar reformas para mejorar la administración y economía en América. Se sustituyó la Casa de Contratación y el Consejo de Indias por la Secretaría de Indias, que asumió el control de todos los asuntos coloniales. Se reorganizó la administración provincial creando nuevos virreinatos, como el de Nueva Granada (1739) y Río de la Plata (1776), para evitar la concentración de poder en los virreyes. En la economía, las reformas se centraron en incrementar los ingresos coloniales y mejorar la producción minera mediante avances técnicos. Además, la liberalización del comercio permitió un incremento en las exportaciones, especialmente en Cataluña. Sin embargo, la creación de las Intendencias y la exclusión de los criollos en los cargos públicos provocó tensiones y revueltas, mostrando la resistencia de la población local a las políticas de la Corona.
El siglo XVIII en España experimentó transformaciones sociales y económicas, impulsadas por las reformas borbónicas y la mejora del comercio colonial. A pesar del crecimiento demográfico debido a la alta natalidad, el país enfrentó problemas agrarios debido a la incapacidad de la agricultura para abastecer la creciente demanda de alimentos, agravada por la escasez de tierras cultivables. En el comercio, las reformas favorecieron el aumento de las exportaciones, especialmente en Cataluña. El Estado también promovió la creación de manufacturas reales, aunque su rentabilidad fue limitada. En el ámbito cultural, los ilustrados intentaron modernizar España, pero su enfoque excluyó al pueblo, lo que generó una desconexión entre la élite y las clases populares. Los reyes, especialmente Carlos III, impulsaron un teatro pedagógico que reflejaba los valores ilustrados, pero el fenómeno de los «majos» y su oposición a la moda francesa mostró las tensiones sociales y culturales de la época.
El régimen de la Restauración, instaurado en 1874 por Antonio Cánovas del Castillo, surgió como respuesta a la inestabilidad política del siglo XIX español. Aunque la experiencia del Sexenio Democrático fue vista de forma negativa y desacreditó la República, sus ideales influyeron en el nuevo sistema. Cánovas diseñó un modelo conservador, basado en el orden, la estabilidad y el centralismo, con una monarquía constitucional respaldada por dos partidos: el Partido Conservador (liderado por él mismo) y el Partido Liberal (dirigido por Sagasta). Estos partidos se alternaban en el poder mediante el turno pacífico, pactado con la Corona. Las elecciones eran manipuladas —lo que se conocía como “pucherazo”— para garantizar esta alternancia, y se excluía del sistema a republicanos, carlistas y socialistas.
La Constitución de 1876 fue la base legal del sistema. Su gran virtud fue el eclecticismo: combinó elementos conservadores con otros liberales y permitía cierta flexibilidad, lo que explica su longevidad (hasta 1931). Establecía la soberanía compartida entre las Cortes y el Rey, una declaración de derechos más avanzada que la de 1845 y la posibilidad futura de aplicar el sufragio universal masculino. Aun así, inicialmente el voto estaba restringido. Las Cortes eran bicamerales (Congreso y Senado), y el Rey mantenía un poder efectivo, actuando como árbitro del sistema. La Iglesia recuperó una posición privilegiada: el catolicismo fue declarado religión oficial y se le entregó el control de la educación.
El sistema canovista también se sostuvo gracias a la subordinación del Ejército al Rey, evitando pronunciamientos militares. Sin embargo, los partidos minoritarios quedaron fuera del sistema. Entre ellos, los carlistas contaban con la figura de Cándido Nocedal y la prensa afín como El Siglo Futuro. La derecha católica también se organizó en torno a la Unión Católica de Alejandro Pidal y Mon, aunque estaba dividida. En la izquierda, los republicanos se fragmentaron: Castelar promovió el posibilismo, Pi y Margall defendía el federalismo desde posiciones más moderadas y Ruiz Zorrilla, desde el exilio, recurría a la conspiración. Nicolás Salmerón unificó a los republicanos en 1890. Por su parte, el movimiento obrero comenzó a organizarse en el contexto del avance industrial, pero con debilidades. En 1881 surgió la Federación de Trabajadores de la Región Española de inspiración anarquista, y en 1888, el PSOE fundó la UGT. No obstante, la represión y la falta de unidad impidieron su consolidación.
Tras el Desastre del 98, surgió la necesidad de regenerar el sistema político. Aunque algunos intentos modernizadores fueron promovidos, la oligarquía se resistió a democratizar el régimen, lo que acabaría llevando a su crisis definitiva. El regeneracionismo fue asumido primero por el Partido Liberal, aunque con dificultades por la muerte de Sagasta y tensiones internas. Su deriva anticlerical debilitó su apoyo. El Partido Conservador, más eficaz en este objetivo, impulsó reformas con Silvela y Fernández Villaverde, aunque destacaría Antonio Maura, quien lideró un intento de regeneración profunda. Maura propuso una “revolución desde arriba” para eliminar el caciquismo, fortalecer el Estado y reconocer el regionalismo, pero la oposición a sus reformas y la represión tras la Semana Trágica de 1909, especialmente por la ejecución de Ferrer i Guàrdia, llevaron al Rey a retirarle su apoyo.
José Canalejas, desde 1910, continuó con el proyecto regenerador: reformó el sistema militar, introdujo mejoras laborales y apoyó la Mancomunidad de Cataluña. Sin embargo, su política de conciliación le generó enemigos a izquierda y derecha. Fue asesinado en 1912. Desde 1913, la Restauración entró en crisis: Maura se negó a seguir el “turno”, el Partido Conservador se dividió, y los liberales entraron en disputas internas. La neutralidad en la Primera Guerra Mundial generó un boom económico, pero también inflación y fuerte conflictividad social. La CNT impulsó huelgas como la de La Canadiense (1919), reprimida con dureza. El asesinato de Dato en 1921 y la inestabilidad creciente provocaron un desprestigio del parlamentarismo.
La oposición se amplió: el republicanismo se organizó en torno a la Unión Republicana, el Partido Radical y el Partido Reformista. El nacionalismo catalán cobró fuerza con la Lliga Regionalista, la Solidaritat Catalana y, más adelante, Estat Català. En el País Vasco, el PNV creció, escindiéndose en 1921 entre autonomistas e independentistas. El movimiento obrero también ganó peso: la CNT se consolidó como sindicato anarquista y el PSOE entró en el Parlamento en 1910 gracias a sus alianzas con los republicanos. En 1921, el rechazo del PSOE a ingresar en la Internacional Comunista provocó la creación del PCE.
A pesar de estos desafíos, la Restauración se mantuvo formalmente hasta 1923, pero su descrédito generalizado, la represión y la falta de reformas reales propiciaron el golpe de Estado de Primo de Rivera, apoyado por el Rey Alfonso XIII.
Después del desastre colonial de 1898, España trató de reafirmar su prestigio internacional y su papel como potencia mediante la expansión en Marruecos. Tras la Conferencia de Algeciras (1906) y el Tratado Hispano-Francés (1912), se estableció un protectorado en el norte de Marruecos, dividido con Francia. España recibió el Rif y zonas atlánticas como Ifni y Río de Oro. Esta presencia se justificaba por intereses económicos (explotación minera, obras públicas) y por el deseo de recuperar el prestigio del Ejército. Sin embargo, la ocupación encontró una fuerte resistencia de las tribus rifeñas, lo que obligó a mantener una elevada presencia militar.
En 1909, la operación para asegurar Melilla acabó en desastre en el Barranco del Lobo, donde murieron muchos soldados, muchos de ellos reservistas casados enviados a la fuerza. Esta situación provocó una gran protesta en Barcelona, conocida como la Semana Trágica. Fue una explosión de descontento popular contra el reclutamiento forzoso, y degeneró en disturbios antimilitaristas y anticlericales, con más de 100 muertos y numerosos edificios religiosos destruidos. La represión fue severa, y el gobierno de Maura cayó tras una oleada de críticas nacionales e internacionales.
Durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918), España se mantuvo neutral, lo que generó un boom económico, especialmente en la industria y la exportación. Sin embargo, esta bonanza fue acompañada de una inflación descontrolada que duplicó el precio de los productos básicos. A esto se sumaron crecientes desórdenes sociales, con huelgas organizadas por UGT y CNT, que se reforzaron como grandes sindicatos de masas. Según Seco Serrano, la guerra provocó dos consecuencias políticas importantes: el aumento del malestar social, estimulado por la Revolución Rusa (1917), y el auge de los nacionalismos periféricos, influido por los principios de autodeterminación defendidos por el presidente Wilson.
La crisis se agravó en 1917, cuando coincidieron tres conflictos simultáneos: una huelga general obrera por el encarecimiento de la vida, las Juntas de Defensa militares, que exigían reformas en los ascensos, y la Asamblea de Parlamentarios, que pedía una nueva Constitución y mayor descentralización. Este momento de máxima tensión, que pudo haber acabado con el régimen, fue sofocado por la alianza entre el Ejército y la Monarquía.
En Cataluña, la huelga de La Canadiense (1919) fue especialmente significativa. A esto se sumó el trienio bolchevique (1918-1921), con revueltas campesinas influenciadas por el ejemplo ruso.
Finalmente, el Desastre de Annual (1921), donde murieron 13.000 soldados, supuso un golpe brutal al régimen. La responsabilidad del Rey y del Ejército fue investigada en el Expediente Picasso, pero antes de que se publicaran sus conclusiones, Primo de Rivera dio un golpe de Estado en 1923, apoyado por Alfonso XIII, poniendo fin al sistema de la Restauración.
El 13 de septiembre de 1923, el general Miguel Primo de Rivera dio un golpe de Estado con el respaldo del Rey Alfonso XIII, suspendiendo la Constitución de 1876 y disolviendo las Cortes. Sustituyó a los gobernadores civiles por delegados militares, impuso la censura de prensa, suprimió la Mancomunidad de Cataluña y disolvió ayuntamientos y diputaciones. Aunque fue autoritario, no fue un régimen fascista: no tenía ideología definida, ni movilización política, y se apoyó en un partido único de carácter instrumental, la Unión Patriótica.
La dictadura tuvo dos fases: el Directorio Militar (1923-1925) y el Directorio Civil (1925-1930). Durante la primera etapa, su mayor éxito fue poner fin a la guerra de Marruecos gracias al desembarco conjunto hispano-francés en Alhucemas (1925). La rendición de Abd-el-Krim en 1926 marcó el final del conflicto. En el plano económico, los primeros años fueron de prosperidad, por la coyuntura internacional favorable, aunque el régimen atribuyó el éxito a su política intervencionista. Desde el Directorio Civil se impulsaron grandes obras públicas y se crearon monopolios estatales, como Telefónica (1924), Campsa, Iberia (1927) y las Confederaciones Hidrográficas. Sin embargo, el gasto público fue enorme y difícil de sostener a largo plazo.
En lo social, se creó en 1926 la Organización Corporativa Nacional del Trabajo, con Comités Paritarios de obreros y patronos para regular las relaciones laborales. Aunque la CNT estaba ilegalizada, la UGT participó en estos comités, aceptando la mejora de condiciones laborales pese a rechazar el régimen. Se implantaron también subsidios familiares y un seguro de maternidad. Esto redujo momentáneamente la conflictividad social.
No obstante, a partir de 1928, el régimen entró en crisis. Primo de Rivera fracasó en política exterior al no lograr un puesto en la Sociedad de Naciones ni controlar Tánger. Su reforma del Ejército provocó el rechazo del cuerpo de artillería. Además, la rebelión universitaria estalló tras intentos de beneficiar a centros religiosos, y numerosos intelectuales dimitieron (como Ortega y Gasset o Fernando de los Ríos). En 1929, la crisis financiera internacional y la depreciación de la peseta agravaron la situación.
El proyecto de una nueva Constitución autoritaria y corporativa, elaborado por una Asamblea Nacional Consultiva no elegida democráticamente, provocó un amplio rechazo. Se formó una alianza republicana, y ante la creciente oposición, Primo de Rivera dimitió en enero de 1930.
El Rey nombró entonces al general Berenguer, quien fracasó en restaurar la normalidad constitucional. El Pacto de San Sebastián (1930) unificó a las fuerzas republicanas. En las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, los republicanos ganaron en las capitales. El Rey entendió que había perdido el apoyo popular y abdicó, marchándose al exilio. Así comenzó la Segunda República.
La Segunda República fue proclamada el 14 de abril de 1931, tras la abdicación de Alfonso XIII, como respuesta al rechazo popular hacia la monarquía. Su llegada generó grandes expectativas: se pretendía construir un régimen moderno, democrático y laico, que rompiera con el conservadurismo de la Restauración y la dictadura de Primo de Rivera. Sin embargo, el contexto económico era adverso debido a la Gran Depresión de 1929, que afectó negativamente a la economía española: se redujeron las exportaciones, aumentó el paro, cayó la inversión y hubo retirada masiva de depósitos bancarios.
El Gobierno Provisional (abril-octubre de 1931), presidido por Alcalá Zamora, integró a republicanos (como Azaña, Lerroux y Maura), socialistas (Largo Caballero, Prieto) y catalanistas (D’Olwer). Este gobierno emprendió reformas inmediatas: reorganización del Ejército, extensión del sistema educativo, mejoras laborales, y políticas agrarias como los Decretos de Términos Municipales, que obligaban a los terratenientes a contratar jornaleros locales. También se establecieron jurados mixtos para resolver conflictos laborales.
Pero el nuevo régimen afrontó rápidamente conflictos: en Cataluña, Macià proclamó el «Estado catalán», lo que forzó al gobierno a negociar la formación de la Generalitat. En mayo de 1931, grupos anticlericales incendiaron iglesias, y en julio, la CNT organizó huelgas que tensaron la situación social.
La reforma militar de Azaña buscaba un Ejército profesional y alejado de la política. Aunque logró reducir el número de oficiales, no logró republicanizar al Ejército, y muchos lo interpretaron como una amenaza a la tradición.
Las elecciones de junio de 1931 dieron mayoría a la conjunción republicano-socialista, que impulsó la Constitución de 1931, aprobada en diciembre. Esta establecía un Estado aconfesional, reconocía el voto femenino, el matrimonio civil, el divorcio, el derecho de autonomía regional, y los derechos sociales como el trabajo, la propiedad con función social y la educación. Aunque avanzada, no fue consensuada: la derecha se opuso frontalmente, especialmente por los artículos que afectaban a la Iglesia, como el 26, que eliminaba sus funciones educativas y económicas.
Uno de los avances más importantes fue la aprobación del sufragio femenino, conseguido por la labor de Clara Campoamor, frente a la oposición incluso de otras diputadas como Victoria Kent y Margarita Nelken. Las mujeres votaron por primera vez en unas elecciones generales en 1933.
No obstante, desde el principio hubo una fuerte división dentro del republicanismo. Los moderados priorizaban consolidar la democracia, mientras que los socialistas y republicanos de izquierda exigían transformaciones profundas, lo que generó fracturas internas y debilitó la estabilidad del régimen.
Tras la aprobación de la Constitución de 1931, se inició el bienio reformista (1931-1933), liderado por Manuel Azaña en una coalición entre republicanos de izquierda y socialistas. Este gobierno impulsó un ambicioso programa de reformas para modernizar España y resolver sus problemas estructurales: el atraso agrario, el poder de la Iglesia, la centralización del Estado y el déficit educativo. Sin embargo, las restricciones económicas derivadas de la Gran Depresión, el escaso presupuesto heredado de la dictadura y la falta de una fiscalidad progresiva limitaron muchas de estas medidas.
Una de las más significativas fue la reforma agraria (ley de septiembre de 1932), cuyo objetivo era expropiar latifundios y distribuir la tierra entre campesinos sin recursos. Aunque se planteó como una medida de justicia social y modernización del campo, su aplicación fue muy limitada: en 1933 solo se habían distribuido 24.000 hectáreas de las 60.000 previstas. La falta de medios, personal técnico y resistencia de los propietarios dificultaron la eficacia de la reforma.
La reforma religiosa pretendía establecer la separación entre la Iglesia y el Estado. Se disolvió la Compañía de Jesús, se prohibió la enseñanza por órdenes religiosas y se suprimieron los presupuestos del clero. Estas medidas generaron un fuerte rechazo entre los católicos, que comenzaron a organizarse políticamente. Paralelamente, la reforma educativa, dirigida por Marcelino Domingo y Fernando de los Ríos, aumentó el presupuesto en un 50 %, se reformaron los planes de estudios y se construyeron cerca de 10.000 escuelas, aunque lejos del objetivo de “sembrar España de escuelas”.
En el ámbito territorial, se avanzó en el reconocimiento de las autonomías. Cataluña obtuvo su Estatuto en 1932, creando la Generalitat con Macià como presidente. Tuvo amplias competencias en cultura, economía y educación. En el País Vasco, el proyecto estatutario fracasó por la división entre provincias, y Galicia no llegó a conseguirlo antes del estallido de la guerra.
Sin embargo, las reformas provocaron una reacción negativa desde distintos sectores. En agosto de 1932, el general Sanjurjo protagonizó un golpe militar fallido en Sevilla, motivado por el malestar del Ejército, la oposición al Estatuto catalán y el descontento religioso. A ello se sumó una percepción creciente de que la izquierda actuaba como si la República fuera exclusivamente suya. La exclusión de los católicos en el diseño constitucional, especialmente con el artículo 26, alimentó la polarización.
Al sentirse desplazada, la derecha se reorganizó, con la creación en 1933 de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), que consiguió una gran base popular. La República, que había nacido con un espíritu reformista y democrático, comenzó a mostrar síntomas de división y enfrentamiento, lo que acabaría debilitando su legitimidad.
Las elecciones de noviembre de 1933 marcaron un giro político con la victoria de la CEDA, liderada por José María Gil Robles, que obtuvo la mayoría de escaños aunque sin mayoría absoluta. Esto obligó a formar un gobierno con el Partido Radical de Lerroux, iniciando el llamado bienio conservador (1933-1935). La CEDA, con una base católica y autoritaria, quería desmontar la legislación republicano-socialista, aunque no rompió formalmente con la legalidad constitucional. La alianza con Lerroux fue inestable, y entre diciembre de 1933 y diciembre de 1935 se sucedieron hasta siete gobiernos.
Durante este periodo, se derogaron varias reformas previas, como la Ley de Términos Municipales y parte de la legislación religiosa. Se frenó el avance de la reforma agraria y del proceso autonómico, especialmente en Cataluña. Sin embargo, no se llegó a modificar la Constitución ni se produjo una regresión total. No obstante, Gil Robles, desde el Ministerio de Guerra, ascendió a generales contrarios a la República: Fanjul, Goded, Mola y Franco.
Ante este giro conservador, el sector caballerista del PSOE abandonó la colaboración institucional y apostó por la vía revolucionaria. Así, cuando en octubre de 1934 se anunció la entrada de tres ministros de la CEDA en el gobierno, se desencadenó una huelga general revolucionaria, especialmente intensa en Asturias, donde la UGT y la CNT unieron fuerzas y resistieron al Ejército durante dos semanas. También en Cataluña, el gobierno de la Generalitat proclamó el “Estado catalán dentro de la República Federal Española”, lo que llevó a la suspensión del Estatuto de Autonomía.
El levantamiento fue sofocado con fuerte represión, especialmente en Asturias, donde intervinieron fuerzas dirigidas por Franco. La insurrección dejó más de 1.500 muertos y supuso un punto de inflexión: radicalizó la política y deterioró aún más la convivencia. Según Fusi, el episodio demostró que ni la izquierda aceptaba a la CEDA dentro de la República ni la CEDA creía en ella.
En 1935, la inestabilidad se agravó por casos de corrupción, como el escándalo del estraperlo, que deterioró la imagen del Partido Radical. El presidente Alcalá Zamora, desconfiando de Gil Robles, dio el poder a Portela Valladares, pero su gobierno fracasó, convocándose nuevas elecciones en febrero de 1936.
Ante esto, la izquierda se reorganizó en torno al Frente Popular, una alianza de republicanos, socialistas y comunistas. Ganaron las elecciones por un margen estrecho, pero la situación se deterioró rápidamente. Hubo ocupaciones de tierras, huelgas, violencia callejera y asesinatos políticos. El asesinato de Calvo Sotelo (julio de 1936) fue el detonante del golpe militar del 18 de julio, liderado por Franco, Mola, Sanjurjo y Queipo de Llano, lo que dio inicio a la Guerra Civil.
La historiografía ha debatido intensamente sobre las causas de la Guerra Civil española. Autores como Fraser señalan que existían “puntos de ruptura” estructurales —desigualdad agraria, poder eclesiástico y tensiones nacionalistas— que dividían a la sociedad española. Según Casanova, el golpe de Estado no vino solo desde fuera, sino que se gestó desde el interior, con la implicación decisiva de parte del Ejército.
El golpe militar de julio de 1936 solo triunfó parcialmente: los sublevados controlaron zonas rurales y parte del sur, mientras que la República mantuvo las principales ciudades. En el plano militar había un equilibrio inicial, pero los nacionalistas contaron con el Ejército de Marruecos, y los republicanos improvisaron con milicias populares. La superioridad industrial y financiera de la República, con el control de las reservas del Banco de España, se vio limitada por su desorganización interna.
La guerra tuvo tres grandes fases. La primera fue la batalla por Madrid (julio 1936 – marzo 1937). Los franquistas, gracias a la ayuda alemana e italiana, trasladaron el Ejército de África a la península mediante un puente aéreo. Aunque avanzaron rápidamente, el intento de tomar Madrid en noviembre de 1936 fracasó. El gobierno republicano se trasladó a Valencia y dejó la defensa a la Junta de Defensa de Madrid, presidida por el general Miaja. Alemania e Italia apoyaron a Franco, mientras que la URSS y las Brigadas Internacionales ayudaron a la República. Aun así, los intentos de Franco por rodear Madrid (Jarama, Guadalajara) también fracasaron.
En la segunda fase (marzo-octubre 1937), Franco dirigió la ofensiva al norte (País Vasco, Santander, Asturias), tomando zonas industriales clave. La Legión Cóndor bombardeó Guernica, lo que causó una gran conmoción internacional. Mientras tanto, los republicanos lanzaron contraofensivas como la de Brunete y Belchite, sin éxito. La unificación de fuerzas nacionalistas bajo la FET y de las JONS en abril de 1937 fortaleció el poder de Franco. En contraste, la zona republicana sufría desunión, como mostraron los enfrentamientos de mayo de 1937 en Barcelona entre comunistas y anarquistas. Azaña dimitió y Negrín asumió el gobierno, intentando recentralizar el poder.
En la tercera fase (1938-1939), tras la batalla de Teruel y la ofensiva que llevó a Franco al Mediterráneo, los republicanos lanzaron la batalla del Ebro, la más sangrienta del conflicto. Fue un fracaso decisivo. Franco tomó Cataluña a inicios de 1939. En marzo, el general Casado se sublevó contra Negrín buscando una paz negociada, pero Franco no cedió. El 1 de abril, entró en Madrid y proclamó la victoria final.
La guerra dejó 300.000 muertos, 300.000 exiliados, y miles de represaliados. La economía quedó devastada y la convivencia destruida. La democracia desapareció, y se instauró la dictadura franquista, que duró hasta 1975.
La sublevación del 17-18 de julio de 1936 no logró una victoria inmediata, según Ángel Viñas, porque las fuerzas armadas estaban divididas. El Gobierno logró mantener una ligera ventaja inicial gracias al control de las grandes ciudades y a la entrega de armas a las organizaciones obreras. No obstante, la intervención internacional fue el factor decisivo que inclinó la balanza a favor de los sublevados.
En la zona sublevada, Franco fue consolidando su liderazgo con el respaldo de Alemania e Italia. La relación con el fascismo se remontaba a 1934, cuando monárquicos como Goicoechea ya habían pactado con Mussolini el suministro de armas. Además, Johannes Bernhardt, empresario nazi, facilitó el contacto de Franco con Hitler. Alemania proporcionó el puente aéreo que permitió el traslado del Ejército de Marruecos a la península. Italia envió 80.000 combatientes del Corpo Truppe Volontarie, y Alemania contribuyó con 19.000 hombres de la Legión Cóndor.
En contraste, la República apenas recibió apoyo. Gran Bretaña y Francia, temiendo una escalada del conflicto y el comunismo, promovieron el Comité de No Intervención, que perjudicó sobre todo a la República al dificultar la compra de armas. Solo la URSS, desde septiembre de 1936, envió ayuda militar, asesores (como Orlov) y promovió la formación de las Brigadas Internacionales (60.000 voluntarios), a cambio del envío de las reservas de oro del Banco de España. Este apoyo, sin embargo, provocó tensiones ideológicas internas, con el fortalecimiento del Partido Comunista.
La guerra se convirtió en un conflicto moderno y brutal, con bombardeos masivos y desplazamientos forzosos. En el plano político y económico, la zona franquista estableció rápidamente un sistema autoritario con un partido único (FET y de las JONS), disciplina militar, y represión de libertades. En la República, en cambio, hubo descoordinación, con conflictos entre socialistas, anarquistas y comunistas. Las colectivizaciones anarquistas generaron rechazo internacional.
En 1938, el gobierno de Negrín lanzó el programa de los Trece Puntos buscando una salida negociada, pero Franco solo aceptaba la rendición. La República quedó aislada internacionalmente. En abril de 1938, el acuerdo anglo-italiano y la caída del Frente Popular francés pusieron fin a la ayuda extranjera. Francia cerró la frontera y, tras la Conferencia de Múnich, quedó claro que ni Gran Bretaña ni Francia ayudarían. En mayo se aprobó en el Comité de No Intervención la retirada escalonada de combatientes extranjeros, lo que perjudicó a la República.
La diplomacia internacional, que en teoría debía contener el conflicto, terminó facilitando la victoria franquista. La derrota militar de la República se unió a su aislamiento exterior, sellando su destino.
Tras el fin de la Guerra Civil en 1939, España quedó devastada en todos los niveles. El conflicto no trajo paz, sino una victoria para los sublevados y una dura represión para los vencidos. Comenzó así una larga dictadura bajo la figura del general Franco, que ejerció un poder absoluto hasta su muerte en 1975. Aunque su régimen tuvo elementos de otras dictaduras europeas, no fue fascista ni militar en sentido estricto, sino una dictadura personalista con una mezcla ideológica procedente de distintas corrientes conservadoras y autoritarias.
El Franquismo se estructuró en dos grandes etapas: una primera (1939-1959), marcada por un Estado totalitario, autarquía económica y fuerte represión; y una segunda (1959-1975), con cierto aperturismo económico (desarrollismo) pero sin liberalización política, lo que provocaría una creciente crisis interna en la etapa final del régimen.
Desde el punto de vista ideológico, el régimen se apoyó en pilares como el catolicismo tradicionalista, el nacionalismo centralista, el antiliberalismo y el anticomunismo. Aunque incorporó elementos del fascismo italiano —como el corporativismo y el Fuero del Trabajo— no desarrolló una ideología coherente ni un partido único con control total. En lugar de eso, agrupó diversas “familias del régimen” bajo el paraguas del Movimiento Nacional, y Franco actuó como árbitro supremo entre ellas.
Los fundamentos del Franquismo incluían el caudillismo (concentración de poder en Franco), el nacionalcatolicismo (alianza con la Iglesia, control sobre la educación, la moral pública y la censura), y un fuerte componente de militarismo y simbología patriótica. La represión ideológica fue constante, con censura, represión política y tribunales especiales. El régimen se mostraba especialmente intolerante con cualquier forma de pluralismo, nacionalismo periférico o movimiento obrero.
El sistema se organizó de forma corporativa, sustituyendo el parlamento por las Cortes Orgánicas, y prohibiendo los sindicatos de clase. En su lugar, impuso la Organización Sindical Española, en la que trabajadores y empresarios eran integrados verticalmente. La mujer fue relegada al ámbito doméstico, y el papel de juventud y mujeres quedó bajo el control de la Sección Femenina y la O.J.E.
En cuanto a los apoyos sociales, el Franquismo fue respaldado por las élites agrarias, financieras e industriales, por parte de la pequeña propiedad rural y las clases medias. La Iglesia, el Ejército y sectores conservadores también lo sustentaron. Las “familias” del régimen incluían falangistas, militares, católicos, y monárquicos, aunque Franco evitó que ninguno de ellos dominara. Su estrategia fue siempre mantener el equilibrio entre grupos enfrentados para asegurar su control absoluto del poder.