Portada » Religión » Fundamentos de la Fe Cristiana: Evangelios, Contexto Histórico y Doctrina Escatológica
«Buena Noticia», siendo esta una palabra muy empleada por los apóstoles, sobre todo por San Pablo, para designar la buena noticia: Dios salva a los hombres en la persona de Jesús, utilizándola siempre en singular (Evangelio). Evangelizar es comunicar esa noticia de que Jesús salva al hombre.
Jesucristo es el Dios hecho hombre que se encarna. Por ello, se denomina Evangelio Encarnado a la vida de Cristo. Su vida oculta dura aproximadamente 30 años. Sin embargo, es en su vida pública cuando Él comunica su vida a los hombres a través de sus hechos y sus palabras.
Las comunidades cristianas vivían el Evangelio, no solo lo conocían:
«Eran constantes en la fracción del pan» (Hch 2, 46): celebraban la fracción del pan en las casas. Poseían una vida eucarística. La Eucaristía es la base de la vida cristiana porque es Cristo mismo. Juan 6, 56 afirma: «El que come de mi carne y bebe de mi sangre vive en mí y yo en él». La Eucaristía es la forma de mayor presencia de Cristo entre los cristianos y la mayor unión que podemos alcanzar con Cristo.
Los cuatro evangelios no son una biografía de Cristo, sino testimonios de su vida. Dos de los evangelios describen algo de la infancia de Jesucristo, aquello en lo que aparece más clara la acción de Dios.
Los evangelios son cuatro:
Los evangelios sinópticos son los de Mateo, Marcos y Lucas y poseen una misma ordenación y un mismo enfoque. Se les denomina la cuestión sinóptica. Sinóptica significa poder seguir simultáneamente en tres columnas. Hay un hecho innegable, nos fijamos en dos señales claras que comprueban que se pueden mirar simultáneamente estos evangelios:
Sin embargo, el evangelio de Juan no se corresponde con la misma estructura de los anteriores.
El Sanedrín era la máxima autoridad política y religiosa de Israel en tiempos de Jesús. Estaba dirigido por un sumo sacerdote y lo formaban 70 miembros: ancianos que pertenecían a la nobleza laica; otros a la aristocracia sacramental; y algunos escribas y fariseos. La función del Sanedrín era doble: religiosa y política. Por una parte, era la corte suprema para los delitos contra la ley de Moisés, y por otra era como una especie de academia teológica que fijaba la doctrina y controlaba toda la vida religiosa del pueblo. Políticamente, el Sanedrín votaba las leyes, disponía de una policía propia, y regulaba las relaciones con Roma; pero para condenar a muerte, tenía que tener el consentimiento de las autoridades romanas.
En el Templo de Jerusalén se acumulaban los poderes económicos, políticos y religiosos.
La sinagoga era el lugar donde los judíos se reunían para la oración, la lectura y la meditación de las escrituras. Estas reuniones se hacían los sábados, y estaban presididas por escribas y fariseos. Las sinagogas eran edificios de planta rectangular, orientados hacia el Templo de Jerusalén. Todas las aldeas, por muy pequeñas que fueran, tenían su sinagoga.
La Pascua recordaba la liberación del pueblo judío de la esclavitud de Egipto. Pascua significa «paso», porque esa noche pasó el ángel del Señor exterminando a los primogénitos de las familias egipcias, y ese paso del ángel es lo que determinó que el faraón mandara salir al pueblo de Israel de Egipto. También es paso de la esclavitud a la libertad, y también el paso del Mar Rojo.
Se le llama también fiesta de los Ázimos porque en la salida de Egipto, aquella noche, tuvieron que llevarse la masa de pan sin la levadura (ázimo), porque no había dado tiempo a hacer el pan y comieron el pan sin levadura. Esa fiesta se celebraba en la primera luna llena después del equinoccio de primavera, que es como se sigue celebrando ahora. Consistía en una cena en la que se comía el cordero pascual, asado, y en la que se leían los textos que aluden a la salida de Egipto y se terminaba con el rezo de los salmos. Era una cena ritual, porque seguía un rito propio. En ella se comía el pan sin levadura en recuerdo de lo sucedido al salir de Egipto. En la Eucaristía instituida por Jesucristo, la Cena Pascual, utilizamos también el pan sin levadura por la misma razón.
La Iglesia afirma que María es madre de la persona divina, es decir, es MADRE DE DIOS (Theotokos).
El misterio de María está todo referido y recogido en el misterio de Cristo. María está asociada a su persona y a su misión. Por eso, en nuestra Iglesia Católica, la presencia de la Virgen es tan importante y es inseparable de la presencia de Jesucristo.
El Misterio de la Encarnación del Hijo de Dios es el acontecimiento central de la historia de la Salvación del Hombre. Aparece por primera vez reflejado en el prólogo del evangelio de San Juan: «Y el Verbo se hizo Carne». Se refiere al hombre débil, frágil, caduco, criatura. «El Verbo que estaba junto a Dios y que era Dios se hace verdadero hombre, criatura espacio-temporal, visible y palpable.»
La Encarnación es profundizada también por la teología de los Santos Padres (generación posterior a los apóstoles). La Iglesia llama Encarnación al hecho de que el Hijo de Dios haya asumido una naturaleza humana para llevar a cabo por ella nuestra salvación.
La escatología es la parte de la religión y de la teología que trata acerca del fin del mundo y de la vida individual.
Como consecuencia del pecado original, la muerte es un trance doloroso; pero, transformada por Cristo, se convierte en un nacimiento eterno.
Por la vida santa, a la que la gracia de Dios nos llama y para la que nos ayuda con su auxilio, la conexión original entre la muerte y el pecado como que se rompe, no porque la muerte se suprima físicamente, sino en cuanto que comienza a conducir a la vida eterna. La creencia en la resurrección de la carne demanda que aquellos que creen presten especial atención a la obligación que se cumple con el cuerpo muerto, pero que ha de resucitar y permanecer en la eternidad, siendo esto un testimonio de esta misma fe.
El Juicio Particular seguirá de inmediato a la muerte; el Juicio Universal sucederá al fin de los tiempos. El primero mostrará la verdad de la vida individual ante Dios; el segundo iluminará la totalidad de la historia humana. Toda nuestra vida debe ser una preparación para el juicio de Dios (CIC nº 1021 y 1038).
En la antropología cristiana el cuerpo no es una cárcel de la que el encarcelado desea huir, ni un vestido que se puede quitar fácilmente. La muerte considerada naturalmente no es algo deseable para ningún hombre, ni un acontecimiento que el hombre pueda abrazar con ánimo tranquilo sin superar previamente la repugnancia natural.
El dolor y la enfermedad, que son un comienzo de la muerte, deben asumirse por los cristianos de una manera nueva. Ya en sí mismos se llevan con molestia, pero todavía más en cuanto que son signos del progreso de la disolución del cuerpo. Ahora bien, por la aceptación del dolor y de la enfermedad permitidos por Dios, nos hacemos partícipes de la pasión de Cristo, y por el ofrecimiento de ellos nos unimos al acto con que el Señor ofreció su propia vida al Padre por la salvación del mundo.
Durante mucho tiempo estuvo prohibida la cremación de los cadáveres, porque se la percibía históricamente en conexión con una mentalidad neoplatónica que mediante ella pretendía la destrucción del cuerpo para que así el alma se liberara totalmente de la cárcel; en tiempos más recientes implicaba una actitud materialista o agnóstica. La Iglesia ya no la prohíbe, a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana. Hay que procurar que la actual difusión de la cremación también entre los católicos no oscurezca, de alguna manera, su mentalidad correcta sobre la resurrección de la carne.
La resurrección de la carne tiene sentido; la realidad del hombre, según la concepción cristiana, demanda que el cuerpo debe resucitar, dado que su antropología reconoce que la corporeidad no solo es un constitutivo esencial de la persona, sino que el hombre es corporeidad. Y es que cuerpo y alma forman una profunda unidad. Su separación es, precisamente, la muerte. Por tanto, si el hombre ha de vivir para siempre (Jn 6, 58), es preciso que resucite el cuerpo, puesto que, como afirma santo Tomás de Aquino, el alma sola no es hombre.
El nihilismo niega la existencia de una vida postmortal. En contra de esta posición, el cristianismo afirma que la muerte del ser humano es, por tanto, corporal, no espiritual. Además, es la respuesta al deseo de pervivencia que está tan vivo en el corazón del ser humano. En este caso, alma equivale a yo. Según esta explicación, el núcleo de la persona humana perdura sin el cuerpo después de la muerte. A los argumentos de razón, el cristiano añade la enseñanza de la Revelación.
Según esta creencia, el alma humana perdura a través de sucesivas existencias terrenales en diversos seres hasta alcanzar una purificación final. Sostienen esta teoría diversas religiones (budismo, brahmanismo, orfismo, etc.). Un cierto número de personas de nuestro tiempo, en Occidente, por moda o por falta de rigor, se han apuntado a este modo de pensar, son movimientos tipo New Age. La doctrina de la reencarnación se presenta a primera vista como una posible respuesta a esa ansia de eternidad y de perfección que hay en el fondo del ser humano.
En su Carta a los Corintios san Pablo afirma que resucitará nuestra carne, pero no toda carne de la misma manera. Nuestra carne resucitada será la nuestra, pero no será del mismo modo que la tenemos ahora. También alude a la diversidad de cuerpos, hasta afirmar que existen cuerpos celestes, y si bien esta comparación depende de la cosmología de la época, sin embargo, ilumina la posibilidad de que si bien resucitaremos con nuestro cuerpo, este cuerpo será el mismo pero no del mismo modo que lo tenemos en esta vida.
En efecto, el alma, por ser espiritual y no constar de partes, no puede ser afectada por la descomposición que es común a todo ser material. La muerte del ser humano es, por tanto, corporal, no espiritual. Además, es la respuesta al deseo de pervivencia que está tan vivo en el corazón del ser humano. En este caso, alma equivale a yo. Según esta explicación, el núcleo de la persona humana perdura sin el cuerpo después de la muerte.
Toda la vida y la predicación de Jesucristo apunta a una existencia futura, a una vida después de esta vida, a un reino que no tendrá fin. Sin esta dimensión escatológica no podría entenderse ninguno de los hechos ni de las enseñanzas de Jesús. Estas son sus palabras: «Y en cuanto a la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído lo que Dios ha dicho? Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Dios no es Dios de muertos, sino de vivos» (Mt 22, 31-32).
Con estas palabras, Jesús afirma que Abraham, Isaac y Jacob permanecen vivos, es decir, están vivos porque aunque hayan desaparecido de nuestra presencia hace muchísimo tiempo, su muerte fue solo un tránsito, ya que permanecen y están vivos en la presencia de Dios.
