Portada » Español » Federalismo y Política Cultural: Modelos de Descentralización en Estados Compuestos (Europa y América)
Este artículo aborda la comprensión de cómo funcionan las políticas culturales en países donde el poder político no está concentrado solo en un gobierno central, sino que está repartido entre distintos niveles (Estado, regiones y, a veces, también municipios). Los autores señalan que, desde los años ochenta y noventa, existe un interés creciente por la descentralización cultural y por el reconocimiento de la diversidad cultural y nacional dentro de los Estados, debido a que la cultura ya no se decide solo “desde arriba”, sino que las regiones y los gobiernos locales han ido ganando un protagonismo real en la gestión cultural.
Aun así, señalan que falta algo importante: aunque existen muchos estudios sobre política cultural y también sobre federalismo, no se han realizado suficientes estudios que comparen de forma sistemática la relación entre modelos de Estado (federal o “casi federal”) y la manera en que se organiza la política cultural. Es decir, falta una comparación clara que explique cómo el tipo de Estado influye en quién decide la cultura, cómo se reparte el poder y cómo se coordinan o chocan los distintos gobiernos.
A partir de ahí, el artículo intenta “llenar ese hueco” haciendo una comparación de seis casos: Alemania, Estados Unidos, Canadá, Suiza, Reino Unido y España. Y aquí hay un matiz muy importante: no todos son federales “oficialmente”.
Lo que se busca comparar entre estos países no es solo “quién manda más”, sino tres elementos clave:
Los autores explican que su estudio se centra en países occidentales desarrollados y que, para analizarlos, usan varias fuentes: bibliografía académica, información institucional de gobiernos (memorias, informes) y documentos comparativos europeos sobre modelos de política cultural. Cuando hablan de “modelo de política cultural”, se refieren a aspectos concretos:
En el fondo, lo que quieren mostrar es que, según cómo esté construido un Estado (más federal, más centralizado o más “federalizante”), cambian mucho las reglas del juego: quién decide qué cultura se apoya, con qué dinero, desde dónde, y cómo se reconoce (o se invisibiliza) la pluralidad cultural y nacional dentro del país.
En este apartado, los autores explican cómo se han ido configurando históricamente las políticas culturales en relación con el grado de centralización o descentralización del poder político. Comienzan recordando que, tras la Segunda Guerra Mundial, figuras como John Maynard Keynes defendieron la idea de una acción cultural descentralizada, especialmente en países de tradición liberal como Reino Unido.
Sin embargo, los autores señalan que, desde los años ochenta y noventa, incluso los países tradicionalmente centralizados han incorporado procesos de descentralización de la política cultural. Esta tendencia responde a la idea de que la descentralización mejora la eficiencia de la acción pública y permite dar cabida a distintos proyectos colectivos e identitarios dentro de un mismo Estado. En los Estados federales, esta lógica descentralizadora está aún más presente, ya que la autonomía cultural de los territorios forma parte de su propia estructura política.
El texto aborda la confusión habitual entre descentralización y federalismo. Los autores insisten en que no son lo mismo:
Por ello, no todos los países descentralizados son federales, ni todos los federales funcionan igual. Esta distinción es fundamental en el estudio de la política cultural, porque muchas veces se habla de federalismo cuando en realidad solo hay una descentralización administrativa.
Históricamente, las políticas culturales se desarrollaron dentro del Estado-nación como instrumentos de centralización simbólica. Este modelo empezó a ser cuestionado a partir de los años sesenta con la aparición del paradigma de la *democracia cultural*, que defendía una participación más plural y el reconocimiento de la diversidad cultural interna. En Europa, además, el principio de subsidiariedad reforzó la idea de que las decisiones culturales debían tomarse lo más cerca posible de los ciudadanos. No obstante, los autores advierten que descentralizar no siempre implica una mejora automática: en algunos países, la distribución territorial de competencias y recursos culturales ha generado conflictos.
En este apartado, los autores realizan una comparación sistemática entre distintos países que presentan modelos federales o dinámicas federalizantes en el ámbito cultural. El análisis se centra en cómo se distribuyen las competencias culturales, qué grado de autonomía tienen los distintos niveles de gobierno y cómo se articulan entre sí. A partir de esta comparación, se muestra que no existe un único modelo de federalismo cultural, sino múltiples configuraciones condicionadas por la historia, la estructura política y la diversidad cultural de cada país. El federalismo cultural aparece así como un campo de tensiones entre autonomía y cooperación, entre descentralización y coordinación, y entre identidad nacional e identidades subestatales.
El caso alemán se presenta como uno de los ejemplos más claros de federalismo cultural fuerte, basado en la idea de que la cultura es competencia principal de los *Länder* (estados federados). Esta configuración tiene raíces históricas profundas: la unificación tardía y la ausencia de una aristocracia cultural centralizada favorecieron una concepción de la cultura vinculada al espíritu del pueblo (*Kultur*), en oposición al modelo francés de civilización universalista.
El Estado alemán ha desarrollado históricamente una fuerte desconfianza hacia el dirigismo cultural estatal, especialmente tras la experiencia del nazismo. Esto explica que el gasto público en cultura a nivel federal sea relativamente bajo y que los gobiernos regionales y locales sean los auténticos protagonistas de la política cultural. La Constitución alemana consagra explícitamente los principios de descentralización, subsidiariedad y pluralidad, y reconoce la soberanía cultural de los *Länder* (*Kulturhoheit der Länder*), lo que refuerza su papel central en la gestión cultural.
En términos financieros, la mayor parte de la financiación cultural procede de los *Länder* y de los gobiernos locales. La cooperación cultural se articula principalmente a través de órganos intergubernamentales, sin que el gobierno federal asuma un rol dominante. Alemania representa un modelo en el que la política cultural está profundamente descentralizada y donde el federalismo no es solo una fórmula administrativa, sino una convicción política y cultural profundamente arraigada.
El caso de Estados Unidos es particular. Aunque es un Estado federal desde su origen, la acción cultural del gobierno federal ha sido históricamente muy débil. Esto se debe a su modelo cultural, profundamente marcado por el liberalismo. Desde el nacimiento de la federación en 1789, EE. UU. ha desconfiado de la intervención directa del Estado en la vida cultural, viéndola como un ámbito privado, vinculado al mercado, la filantropía y las iniciativas locales.
No fue hasta 1965, bajo la presidencia de Lyndon B. Johnson, cuando se creó el *National Endowment for the Arts* (NEA), una agencia federal destinada a apoyar la cultura. Aun así, esta institución nunca llegó a convertirse en un verdadero pilar de la política cultural nacional, ya que su papel ha estado constantemente cuestionado. Como consecuencia, el sistema cultural estadounidense se caracteriza por una gran fragmentación: existen decenas de agencias culturales estatales y locales que actúan con plena autonomía, sin una coordinación federal real. Estas agencias subestatales son las verdaderas protagonistas del diseño y aplicación de las políticas culturales.
El caso canadiense se presenta como un intento constante de equilibrar la cooperación federal con el reconocimiento de la diversidad cultural y nacional. Canadá se constituyó como federación en 1867, combinando territorios anglófonos con la región francófona de Quebec, lo que marcó profundamente su desarrollo político y cultural. Con el tiempo, el país reforzó su carácter multicultural, bilingüe y binacional.
La Constitución de 1982 reconoce que las provincias tienen competencias en educación y cultura, pero al mismo tiempo establece que la cultura es una jurisdicción compartida. Esto ha favorecido una lógica de cooperación entre niveles de gobierno. Además, la *Ley del Multiculturalismo Canadiense* de 1988 consolidó una política cultural orientada a reconocer la pluralidad cultural, lingüística y étnica del país.
Desde la Segunda Guerra Mundial, Canadá desarrolló una política cultural con una fuerte intervención estatal, orientada a proteger la cultura nacional frente a la influencia estadounidense. Sin embargo, el modelo no es homogéneo. Quebec ha desarrollado una política cultural propia, inspirada en el modelo francés, con un fuerte énfasis en su carácter nacional. En cambio, las provincias anglófonas han tendido a adoptar modelos más liberales. Así, el sistema cultural canadiense combina cooperación, diversidad de modelos y conflictos puntuales, reflejando su carácter plurinacional.
El caso suizo es presentado como uno de los ejemplos más claros de federalismo cultural descentralizado y funcional. Aunque el país se denomina Confederación Helvética, en la práctica es una república federal asentada sobre una larga tradición de convivencia entre comunidades diversas. El sistema político suizo se construye “de abajo arriba”, a partir de sus 26 cantones, y reconoce oficialmente cuatro lenguas.
La Constitución suiza consagra el principio de subsidiariedad, lo que significa que la responsabilidad cultural recae principalmente en los cantones y en las ciudades. Durante mucho tiempo, la acción cultural federal fue muy limitada. A partir de los años ochenta, se desarrollaron mecanismos de coordinación “desde abajo”, impulsados por los propios cantones, como la Conferencia Cantonal de Directores de Cultura. Finalmente, en 2009 se aprobó una Ley de Promoción Cultural que definió claramente las competencias federales y dio lugar a nuevas fórmulas de cooperación intergubernamental.
En la práctica, el sistema suizo sigue siendo altamente descentralizado: los cantones aportan alrededor del 40 % del gasto cultural, las ciudades cerca del 50 %, y el nivel federal solo un 10 %. Esta distribución se refleja también en la localización de las grandes instituciones culturales, reforzando el carácter plural y descentralizado del sistema.
El Reino Unido no es un Estado federal, pero tampoco es ya un Estado unitario clásico. Se define como un *State of Unions*, compuesto por varias “naciones” (Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda del Norte). El proceso de *devolution* (descentralización) supuso la transferencia de importantes competencias políticas, entre ellas la cultura, a las administraciones descentralizadas en Edimburgo, Cardiff y Belfast.
Desde el punto de vista de la política cultural, el Reino Unido tiene una larga tradición basada en el principio liberal del *arm’s length* (separación entre el poder político y la gestión cultural directa). El apoyo público a la cultura se ha canalizado a través de consejos y agencias relativamente autónomas. Muy pronto, las distintas naciones del Reino Unido crearon sus propios consejos culturales (Gales, Irlanda y Escocia), asumiendo plenas competencias en cultura y educación.
En conjunto, el Reino Unido aparece como un modelo híbrido: un Estado formalmente unitario, pero con una política cultural claramente federalizante, donde la cultura se convierte en un espacio clave de expresión identitaria y de redistribución del poder territorial.
En el caso español, la Constitución de 1978 buscó un equilibrio entre la descentralización del Estado tras el franquismo, el reconocimiento de la diversidad histórica y cultural (especialmente de Cataluña, Galicia y el País Vasco) y la preservación de la unidad del Estado-nación. De este proceso surgió el llamado Estado de las Autonomías, un modelo que se aproxima a un federalismo incompleto o asimétrico.
La Constitución otorgó amplias competencias culturales a las Comunidades Autónomas y también a los gobiernos locales. Esto permitió una profunda descentralización política y legal de la acción cultural. De hecho, en 2010 la mayor parte del gasto cultural recaía en los gobiernos locales y autonómicos. Sin embargo, esta descentralización no fue acompañada de una verdadera cultura de cooperación. El Ministerio de Cultura mantuvo durante mucho tiempo un perfil centralista y tuvo un papel limitado en la coordinación del sistema.
Según los autores, en los últimos años, el sistema ha entrado en una fase de recentralización. El gobierno central ha recuperado protagonismo en ámbitos como la acción cultural exterior, promoviendo una visión de España como Estado uninacional y monolingüe. Esta dinámica ha convertido la política cultural en un terreno de confrontación simbólica entre distintas concepciones del Estado y ha debilitado aún más la cooperación intergubernamental.
El texto parte de una idea central: la Unión Europea no solo es un proyecto económico o político, sino que, para funcionar de verdad, necesita construir también un “nosotros” cultural, una cierta identidad compartida. El desafío es cómo lograr que las personas “se vuelvan europeas” (o se sientan europeas) sin borrar las identidades nacionales y regionales propias.
En 1993 (Tratado de la Unión Europea) se formula que las políticas culturales deben garantizar dos cosas a la vez: la diversidad nacional/regional y una identidad cultural europea. La UE se presenta como un proyecto que intenta combinar un patrimonio cultural común con el respeto a las culturas particulares de cada Estado miembro.
Cuando la UE intenta definir lo europeo, a menudo lo hace con una imagen concreta asociada a una herencia judeocristiana, al legado grecolatino y a la Ilustración. El texto subraya que esta es una *construcción política*: se “inventa” una herencia común que sirve para reforzar la cohesión interna y diferenciar a Europa de otras influencias (especialmente la americanización cultural).
Un punto crítico es que esta definición de Europa es muy vertical. La identidad europea no nace de la sociedad civil de forma espontánea, sino que la impulsan instituciones, tecnócratas y élites políticas. Por eso genera críticas: parece más un discurso “desde arriba” que una identidad vivida por la gente.
La política cultural europea se juega gran parte de su poder en el ámbito audiovisual (televisión, cine y medios). Aquí aparece una tensión clara: por un lado, Europa defiende la diversidad; por otro, los medios masivos tienden a concentrar poder y a homogeneizar.
Se mencionan programas comunitarios (como MEDIA) orientados a fortalecer la industria audiovisual europea: apoyar producción, distribución, formación y circulación de cine europeo. La idea es que Europa pueda competir mejor frente al peso de Hollywood. Sin embargo, el texto también señala un problema: muchas de estas iniciativas se mueven dentro de una lógica comercial, lo que puede chocar con el ideal de diversidad cultural real.
El texto introduce la tensión entre libre comercio y protección cultural. Si se trata la cultura como una mercancía más, los grandes mercados dominan. Por eso aparece la famosa idea de la “excepción cultural”: la cultura no debería medirse solo con reglas de comercio, porque tiene valor simbólico, identitario y social. Europa ha defendido históricamente la necesidad de proteger ciertos sectores culturales y audiovisuales.
La política cultural europea vive en una contradicción permanente. Por un lado, se presenta como defensora de diversidad y pluralismo; por otro, su forma de construir Europa es institucional, vertical y orientada por dinámicas económicas (industria cultural, mercado audiovisual, competitividad). El texto concluye que la UE intenta “hacer europeos” a los europeos, pero lo hace con herramientas que generan resistencias, ya que la cultura común creada puede parecer artificial y los desequilibrios entre países e idiomas dificultan la diversidad real.
Esta sección aborda la situación específica de la política cultural en el País Vasco, analizando su evolución institucional y sus desafíos.
En la introducción, el autor sostiene que la política cultural en la CAE se caracteriza por la falta de centralidad de la cultura. Es decir, la política cultural es “más política que cultural”. Esto significa que la cultura ocupa una posición precaria a nivel institucional y errática desde el punto de vista estratégico. Además, la cultura ha sido tratada más como un instrumento simbólico y político (especialmente identitario) que como un ámbito autónomo con objetivos propios. El resultado es una política cultural subordinada a la lógica política, no pensada desde las necesidades reales del sector cultural ni de la sociedad civil.
El texto señala que el Estatuto de Gernika (1979) reconoce a la CAE como sujeto político con competencias propias, incluidas las culturales. A partir de él se construye la estructura institucional vasca.
La Ley de Territorios Históricos (1983) establece el reparto competencial entre el Gobierno Vasco y las diputaciones forales. En el ámbito cultural, tanto el Estatuto como la LTH dividen las competencias entre Gobierno, diputaciones y ayuntamientos, pero de forma poco precisa. El problema clave es que esta división es ambigua y poco clara, usando fórmulas vagas como “fomento de la cultura”. En la práctica, no es la ley sino “la experiencia y la costumbre” lo que acaba asignando competencias, lo que genera concurrencia competencial, conflictos institucionales y una lógica de “qué hay de lo mío”.
Siguiendo a Ramón Zallo, el autor distingue tres grandes etapas:
El “gobierno de la cultura” se refiere a un modelo de política cultural:
En este modelo, la cultura no es autónoma, se usa como recurso simbólico o identitario, está al servicio de la política y se gestiona desde arriba, sin verdadera participación social. Según el autor, la CAE ha funcionado históricamente bajo este modelo, y aunque ha habido intentos de superarlo, sus inercias siguen siendo muy fuertes. Por eso, durante décadas, la cultura ha tenido escasa centralidad real en la acción pública.
La gobernanza cultural implica un cambio de paradigma. Se basa en:
A diferencia del gobierno de la cultura, aquí la cultura no se subordina a la política, sino que gana autonomía y capacidad de orientar la acción pública. En el caso de la CAE, el autor afirma que:
Las resistencias institucionales, la cultura política previa y la falta de voluntad política impiden que la gobernanza cultural se consolide plenamente.
En las conclusiones, los autores subrayan que la comparación de los seis países demuestra que no existe un único modelo de política cultural federal. Cada Estado combina de forma distinta los principios de autonomía, descentralización y cooperación, en función de su historia, su estructura institucional y su concepción de la nación y la cultura.
Las diferencias entre los países se observan en varios niveles:
A pesar de esta diversidad, se identifican algunos elementos comunes. En todos los países analizados existe un alto grado de autonomía de los niveles subestatales, que son los principales responsables de la gestión cultural. Predomina, además, una lógica “de abajo arriba”, donde el nivel federal o central tiene un papel secundario, salvo en ámbitos concretos como la proyección exterior o la diplomacia cultural.
En conjunto, el artículo muestra que la política cultural es un ámbito privilegiado para observar las tensiones entre autonomía, identidad y poder en los Estados compuestos, y que el federalismo cultural no es una fórmula cerrada, sino un proceso dinámico, conflictivo y profundamente político.
Finalmente, se explica que, aunque en los Estados federales o federalizantes la innovación y el desarrollo de las políticas culturales se dan sobre todo en los niveles regionales y locales, en los últimos años el poder central ha intentado reforzar ciertos mecanismos de coordinación, especialmente para proyectar la cultura hacia el exterior (impulsar las industrias culturales y el *branding* cultural internacional). Sin embargo, el texto subraya que en la mayoría de los países analizados esta mayor coordinación no ha supuesto una amenaza para la autonomía cultural ni para los derechos de las minorías. La gran excepción es España: en el caso español, esa demanda de coordinación vertical y de construcción de la “marca España” ha sido utilizada por el gobierno central para impulsar una agenda recentralizadora, que ha debilitado la articulación intergubernamental, ha reducido la cooperación con las comunidades autónomas y ha limitado la representación de la diversidad cultural y nacional interna.
