Portada » Educación Artística » Obras Maestras de la Pintura Universal: El Greco, Goya, Rembrandt, Rubens y Vermeer
Esta obra fue trabajada sobre un lienzo utilizando la técnica del óleo, que consiste en mezclar los pigmentos con materia grasa (aceites). Su autor fue Doménikos Theotokópoulos, conocido como «El Greco» (1541-1616), pintor manierista español activo durante el siglo XVI. A pesar de su éxito, nunca llegó a ser pintor de corte de Felipe II. Este cuadro fue pintado alrededor de 1579 y actualmente está expuesto en el Museo del Prado.
El Greco llegó a España procedente de Francia hacia 1577, época en la cual nuestro país gozaba de una notable evolución y desarrollo económico, cultural y artístico. Una vez en Toledo, decoró los retablos de la iglesia de Santo Domingo el Antiguo. En la parte superior del mismo se encontraba esta obra, «La Trinidad», que, como muchas otras, recoge el momento en el que Dios Padre recoge el cuerpo de Jesucristo muerto y lo muestra al mundo como señal de su entrega por la humanidad. Tal representación se integraba precisamente en el marco de un complejo programa en el que la idea de salvación desempeñaba un papel rector. Diego de Castilla había concebido el nuevo presbiterio del templo como un espacio funerario al que los lienzos de El Greco habrían de prestar un contrapunto visual.
Sería un error decir que El Greco se apoya en la línea como base fundamental de su pintura. Las líneas de este cuadro son nulas en gran parte del mismo, por ejemplo, en los rostros, en la paloma o en la ropa. No obstante, se puede observar una cierta continuidad lineal en las extremidades del cuerpo de Cristo, posiblemente para diferenciarlo bien del conjunto de figuras.
En cuanto al estudio del color, se puede decir que son los característicos del pintor: manieristas, ácidos e incandescentes, lo cual ayuda a darle ese toque místico que El Greco busca en sus obras. En esta ocasión, usa un amarillo limón para reforzar la parte superior del cuadro. A la izquierda, pinta de azul un ángel y de amarillo la túnica de Dios; la mezcla de ambos da el verde de la capa inferior de la túnica de ambos personajes. A la derecha, usa los tres colores primarios, muy vivos, para darle más fuerza a esa parte. La piel presenta tonalidades muy contrastadas (blanco-negro), lo que le confiere una intensidad considerable.
El juego de luces y sombras es complejo, usando las mismas para darle volumen a las figuras y para ofrecer tonalidades muy diversas en un mismo personaje u objeto. En este caso, la luz proviene del lateral izquierdo. Para ofrecer una cierta perspectiva a la imagen, se superponen las figuras unas detrás de otras, dejando a Cristo en primer plano y los demás personajes más atrás (técnica tradicional). Curiosamente, El Greco fue criticado por la Iglesia porque pintaba a personas en una posición más alta que la de Dios, algo que se puede ver en este cuadro y en «El Expolio», por ejemplo.
Para dar sensación de movimiento, puso las líneas del cuerpo de Cristo de tal forma que componen un escorzo que, aunque sosegado, denota movimiento. Las otras figuras expresan movimiento a través de los gestos principalmente. Hay que señalar la particularidad de El Greco de pintar cuerpos alargados y muy musculosos.
En general, la composición es cerrada porque el eje de atención es el centro de la imagen. Está bien equilibrada, independientemente de los recursos manieristas empleados, ya que las diferentes partes se relacionan en armonía.
La obra que comentamos es un óleo sobre lienzo realizado por Francisco de Goya en 1800. Se trata de un retrato de la Condesa de Chinchón, esposa de Godoy.
Goya pintó este retrato tres años después del matrimonio, en abril de 1800, cuando la joven, a los diecinueve años de edad, esperaba a su primogénita, la pequeña Carlota. La Condesa va a la moda, con un vestido de gasa blanca decorada con pequeñas flores; sus abundantes rizos están recogidos en un tocado adornado con espigas de trigo, símbolo de fecundidad y promesa de la futura niña. Sentada en un elegante sillón, sus dulces ojos claros se vuelven hacia la derecha, esbozando una fugitiva sonrisa que rehúye la mirada del espectador. El artista resalta la actitud desvalida del gesto de las manos, que la joven cruza tímidamente sobre el regazo, evidenciando su futura maternidad. En la mano derecha lleva una gran sortija con el retrato de un caballero, sin duda Godoy, en cuyo pecho luce la banda de la Orden de Carlos III.
El artista profundiza en la personalidad de la retratada, tímida y retraída, dando muestra de una maestría en el estudio psicológico de los personajes retratados.
Tras su llegada a la Corte, Goya se convirtió no solo en el retratista de la Familia Real, sino de todos los miembros de la aristocracia de la época, como la Duquesa de Alba, el valido Manuel Godoy o este retrato de su esposa.
Rembrandt van Rijn (1606-1669) pintó el cuadro Los síndicos del gremio de paños en 1664. La obra no fue del agrado de los clientes que se la habían encargado, quienes la consideraron mal pintada. Hoy en día, la obra está considerada una de las más importantes del artista holandés.
Estos síndicos del gremio de pañeros nos atraviesan con sus miradas, como si estuvieran conversando con nosotros. Es un retrato de grupo tradicional, pero muy equilibrado en la distribución de los personajes en el espacio.
La escena está bañada por una luz cálida; existe un gran lujo de detalles y un poderoso colorido con fuertes contrastes (blanco, negro, rojo). La luz lateral marca mucho los claroscuros y subraya el instante fugaz de la captación de la pose de los personajes, como si fueran a ser fotografiados. Todo el cuadro presenta una luz lateral que crea una atmósfera amarillo-dorada y ocre, aunque los colores predominantes son el negro de los sobrios trajes de los personajes, el blanco de sus cuellos y el rojo del tapete de la mesa, un lujoso mantel bordado.
El juego de las caras, los cuellos y los sombreros crea un ritmo muy intenso que le da una gran coherencia visual a la obra. Junto a esta uniformidad, cada rostro es muy singular, un auténtico retrato de la persona, en el que, mediante su expresión, capta perfectamente su psicología y la ofrece al espectador. Esta apelación visual múltiple e intensa que recibe el espectador, al contemplar el cuadro desde arriba, le permite establecer un diálogo directo y cercano con los personajes, hablándoles a cada uno de ellos sucesivamente, al sentirse en el centro de sus miradas.
Pocas veces se ha creado una obra artística tan apelativa y tan volcada hacia el espectador. Ante ella, el espectador puede sentirse intimidado, sobre todo al contemplar el cuadro directamente, pues los personajes aparecen a tamaño natural, situados en un estrado y miran desde arriba, lo cual subraya su importancia como síndicos de tan poderoso gremio, encargados de supervisar la calidad de los trabajos.
El personaje del centro es el presidente, quien tiene delante el libro de contabilidad de la corporación. Como miembros electos de la corporación, representan diferentes clases sociales y los grupos religiosos de Ámsterdam. Detrás de ellos aparece, sin sombrero y de pie, un empleado de la corporación, quien desarrolló una técnica de teñido de paños.
Esta pintura al óleo sobre lienzo perteneció a la colección privada del autor. Fue pintada poco antes de 1640, fecha del fallecimiento de Rubens. En la venta pública de sus bienes, después de su muerte, el lienzo fue adquirido por Felipe IV de España, destinado a sus colecciones.
El cuadro representa a las tres hijas de Zeus y Eurínome: Aglaya, Eufrosina y Talía, que fueron consideradas divinidades protectoras de la belleza, la gracia y la fertilidad. Siempre fueron representadas desnudas y entrelazadas.
En cuanto a la composición, es perfectamente simétrica y adaptada al modelo clásico. La escena transcurre en un exterior con gran luminosidad. Los cuerpos son voluminosos y sonrosados, pues expresan el canon de belleza de aquellos años.
En la escena se ve un movimiento contenido, como si las mujeres estuvieran a punto de ejecutar una danza; de esta forma, todas mueven una pierna hacia atrás, lo que confiere a la obra mayor dinamismo. En cuanto a las mujeres, como dato curioso, cabe destacar los rostros, pues los dos que se ven de forma nítida pertenecen a las dos mujeres con las que Rubens estuvo casado: Isabel Brant y Helena Fourment. El tercero se presenta como un compendio de la belleza de ambas.
En la producción de Vermeer, existen cuatro obras en las que apenas hay alusiones narrativas, lo que sugiere que podrían ser retratos. En este grupo sobresale el lienzo que aquí contemplamos, una de las obras más famosas del pintor de Delft. La ubicación de la modelo en un primer plano refuerza esta hipótesis, aunque, por desgracia, desconocemos los nombres de las modelos.
La bella muchacha recorta su busto de perfil ante un oscuro fondo neutro, girando la cabeza en tres cuartos para dirigir su intensa mirada hacia el espectador. Su boca se abre ligeramente, como si deseara hablar, dotando así de mayor realismo a la composición y recordando obras de Tiziano, Tintoretto, Rembrandt o Rubens.
La atractiva y cautivadora joven viste una chaqueta de tonalidades pardas y amarillentas, de la que sobresale el cuello blanco de la camisa, cubriendo su cabeza con un turbante azul del que cae un paño de intenso color amarillo, creando un contraste cromático de gran belleza. La gran perla que le ha dado nombre adorna su oreja, recogiendo el brillante reflejo de la luz que ilumina su rostro y recordando a Caravaggio por su interés en los potentes contrastes lumínicos. En el fondo oscuro, la figura de la joven destaca como un fondo de luz y de pintura, o mejor dicho, de pintura hecha luz. Pintura y luz en los ojos y en la perla, en el blanco del cuello de la camisa, en los labios entreabiertos. Como bien dice Blankert, la materia de las cosas se ha hecho luz, y esta no es más, ni menos, que pintura.
A diferencia de otras figuras femeninas adornadas con perlas también pintadas por Vermeer —véase la Joven dama con collar de perlas—, algunos expertos consideran que en este caso nos encontramos ante un símbolo de castidad, apuntando E. de Jongh a los escritos de Francisco de Sales como fuente directa. La Cabeza de muchacha es otra de las obras a las que aludíamos en un principio.
Es una pintura barroca. Caravaggio es el principal representante del Barroco en Italia, quien aplicaba el célebre «tenebrismo», tan típico de ese movimiento: un tipo de claroscuro con contrastes muy violentos entre luces y sombras, de características casi teatrales. En el caso de «La Conversión de San Pablo», la zona más iluminada es el cuerpo del santo, que yace en el suelo, y se continúa en un diálogo de brazos y manos hacia la izquierda y hacia arriba, casi describiendo una curva.
Tal como se observa en las obras pictóricas del Barroco, las formas son abigarradas, convulsas, agitadas; hay confusión entre las figuras, al punto que resulta difícil distinguir algunas de ellas. Los colores que predominan y que enfatizan el dramatismo de la escena son los análogos cálidos: rojos, naranjas, amarillos y sus derivados, contrastados con zonas oscuras que realzan el claroscuro.
A diferencia de la pintura del Primer Renacimiento, caracterizada por la luz y la claridad, con fondos muy profundos, esta pintura barroca presenta una iluminación nocturna, y el fondo está prácticamente anulado por el conjunto de las formas que descienden (de hecho, las figuras de la derecha parecen estar en el cielo) y ocupan el cuarto superior del cuadro. Es una magnífica obra de Caravaggio y muy representativa del Barroco italiano.