Portada » Lenguas extranjeras » La Estrategia Pedagógica de Jesús: Desvelando su Identidad Divina
La excepcionalidad del comportamiento de Jesús era tal que ni la evidencia de su contexto familiar ni su historia personal bastaban para definirle. Y así surgía la pregunta: ¿Quién es?
Su respuesta, inimaginable, se avenía con su tipo de persona, con la evidencia que de él brotaba, mucho más que sus propias hipótesis. A esa pregunta que nacía en el corazón de la gente que le seguía, habituada a su modo de hablar, su comportamiento, a su capacidad de influjo y de poder sobre los hombres y sobre las cosas, Cristo no dio de inmediato una respuesta plena. De haberlo hecho, ciertamente habría evitado morir en la cruz; no le habrían matado porque solo le habrían tenido por un loco (algo fuera de la concepción y de la capacidad de percepción).
Jesús empleó una pedagogía inteligente para definirse. Lo hizo lentamente, para provocar en los demás una asimilación gradual, mediante procesos destinados a facilitar la convicción por una especie de ósmosis. La mejor educación es aquella que programa la evolución de modo que quien afronta el paso de una etapa a otra no se dé cuenta de ello. Cuanto menos choques, más normal es el desarrollo. Si él se hubiera definido rápidamente, nadie hubiera confiado en él. Por eso, siguió una línea educativa en la que al principio tradujo en expresiones implícitas y concretas esa idea que al final había de expresar abiertamente. La concreción (idea que se encarna) y lo implícito (hacer entender sin definiciones abstractas) son la línea educativa más natural y eficaz. Lo que Jesús dirá de sí solo logrará imponerse por un contexto de comprensión que vendría determinado por su persona. Para ello era necesaria la convivencia.
A continuación, se detallan los pilares fundamentales de la pedagogía de Jesús en su proceso de revelación:
Jesús pide ante todo que se le siga. Esto conlleva una implicación grande, que la gente no percibe en un primer comienzo.
Jesús redobla su invitación. La llamada a seguirle no solo significa la pronta disposición a reconocerle como justo y digno de confianza, sino que va unida a la necesidad de renunciar a sí mismo. En Mateo (10,39), en cierto sentido, es obvio que para seguir a otro, hay que abandonar la posición propia, a nosotros mismos.
Jesús no solo pretendía que le siguieran separándose de lo que poseían, sino también que estuvieran por él, frente a la sociedad. Pide que el hombre le siga exteriormente, socialmente (testimonio), y de esto hace depender el valor mismo del hombre, su salvación. Véase Mateo (10,32-33). Ninguna relación es entera y verdadera si no tiene la capacidad de afirmarse socialmente.
Podemos hablar de una etapa posterior en la que sigue insistiendo y dirige su llamada a lo hondo del corazón. Este paso va dirigido a impresionar fuertemente a quien le sigue de cerca. Jesús comienza a usar insistentemente la fórmula «por mi causa» (Mateo 10,14-18; 21-22; 24-25; 27). El aspecto fundamental e impresionante de este «por mi causa» no es tanto la descripción, aunque sea realista y desde luego grave para quien le escuchaba, de las posibles hostilidades a las que se encaminaba el seguidor de Jesús, cuanto más bien el hecho que subyacía a esa descripción: lentamente Jesús va poniendo su persona en el centro de la afectividad y de la libertad del hombre. En Mateo (12,46-50), pone su propia persona como alternativa a los sentimientos naturales, aunque la palabra «alternativa» sea equivocada; pone su propia persona en el corazón de los mismos sentimientos naturales y se sitúa con pleno derecho como su verdadera raíz (Mateo 10,34-37; 39).
Un hombre aceptaría más fácilmente perderse a sí mismo que perder a la persona que ama; pues su libertad encuentra acicate en la relación de posesión o de preferencia. Jesús se pone en el centro de esas relaciones, como si fuera el corazón en el que estas tienen su origen y sin el cual no tendrían vida.
¿Cómo explicar esta resistencia a la novedad, a la información creadora? El hombre está esencialmente incompleto, llamado por Dios, el Creador, a un destino sobrenatural: la participación en la vida de Dios. Solo puede acceder a este destino mediante un nuevo nacimiento, una transformación. Se resiste con todas sus fuerzas a esta transformación y acosa a los que le invitan a ella. Hay en él dos deseos contradictorios: uno le lleva a aceptar ese cambio, mientras que el otro le lleva a echarse atrás, a volver sobre sus pasos.
En esta etapa, Jesús afronta, aunque sea implícitamente, la respuesta a la pregunta: ¿Quién eres?
El judío no podía ni siquiera pronunciar la palabra «Dios» para no mancharla (usaban circunlocuciones).
Jesús respondió a la pregunta atribuyéndose a sí mismo gestos y misiones que la tradición judía reservaba celosamente a Yahvé. Esta identificación se dio sobre todo en tres aspectos:
Jesús se identificó con la ley; esta era sinónimo (para los fariseos) para referirse a lo divino. Decir que algo era «según la Ley» quería decir que era «según Dios». Véase Mateo (5,21-22; 27-28; 31-32; 38-39; 43-44). Jesús modifica lo que para los fariseos representaba el comunicado divino al hombre, identificándose de este modo a sí mismo con la fuente de la ley.
Lo atribuye con hechos además de palabras (ej. el paralítico). Dios es el único capaz de perdonarlos.
En Mateo (25,31-40; 41-44), se trata del juicio final y lo que obra en él es el principio ético; no el legislador, sino el origen, o mejor, la naturaleza del bien. Y es Él. Tanto es así que quien hace el bien sin siquiera darse cuenta de Jesús, sin tener conciencia de Él, hace el bien porque establece, aun sin saberlo, una relación con Él. Si una acción del hombre es buena por Él y es mala si le excluye, Jesús se ha constituido entonces en el criterio discriminante entre el bien y el mal, no tanto como juez cuanto como criterio de identidad. Él es el bien, y no estar con Él es el mal, pues el criterio del bien y el mal coincide con el principio de las cosas, con el origen último de la realidad. La fuente ética por excelencia es lo divino; el principio del bien coincide con lo verdadero. Vivir bien quiere decir servirle, seguirle (Mateo 10,37; 19-29).