Portada » Derecho » Potestades Administrativas y Principio de Legalidad: Límites a la Arbitrariedad y Desviación de Poder
La potestad administrativa, definida por la Real Academia Española (RAE) como aquella «facultad de actuación reconocida por el ordenamiento jurídico a los órganos de las administraciones públicas», sirve de articulación al principio de legalidad. Su significado práctico radica en que toda actuación de la Administración debe estar previamente prevista en una norma habilitante. De lo contrario, no existe potestad, es decir, no hay facultad de actuación porque la norma no la atribuye. La facultad de actuar es la potestad y constituye un eslabón intermedio entre la norma y el acto administrativo como resultado del ejercicio de la potestad.
Las potestades pueden ser discrecionales o regladas. En el primer caso, la norma habilita varias opciones, todas ellas legítimas; en el segundo, la norma restringe las opciones a una única posibilidad. El principio, seguramente el más importante a efectos prácticos, sería el de interdicción de la arbitrariedad. La interdicción de la arbitrariedad se conculca cuando existe discriminación, cuando la norma carece de explicación racional o cuando no persigue una finalidad legítima y racional.
Puede servir de ejemplo la STC 135/2012: “Por último, sostiene la Comunidad de Madrid que la nueva redacción dada al apartado 7 del artículo 73 de la Ley 34/1998, de 7 de octubre, por la Ley 12/2007, de 2 de julio, conculca el principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, recogido en el artículo 9.3 de la Constitución Española, pues no se limita a plasmar una opción política del legislador, sino que contiene una auténtica discriminación (…). En relación con el principio de interdicción de la arbitrariedad, debemos recordar nuestra doctrina, según la cual «al examinar un precepto legal tachado de arbitrario, el análisis se centra en efectuar una doble verificación: en primer lugar, si la norma legal cuestionada establece una discriminación, pues la discriminación entraña siempre arbitrariedad; y, en segundo lugar, si, aun no estableciéndola, carece de toda explicación racional, pues en tal caso, supondría arbitrariedad» (SSTC 27/1981, F. 10; 66/1985, F. 1; 108/1986, F. 18; 65/1990, F. 6; 142/1993, F. 9; 212/1996, F. 16; 116/1999; 74/2000, F. 4; STC 131/2001, F. 5; 96/2002, F. 6; 242/2004 y 47/2005, F. 7). Basta, entonces, con que una determinada norma legal posea una finalidad legítima y racional, y que el medio adoptado no sea discriminatorio, para que quede agotado el enjuiciamiento de su posible arbitrariedad (STC 142/1993).”
La arbitrariedad se manifiesta en casos de irracionalidad o de imprevisibilidad no razonable de la decisión y, de modo especial, cuando se produce la «existencia de contradicciones internas» o la falta de «sinceridad de los argumentos aportados». Una decisión es racional si ha sido tomada de tal forma que una persona que pudiera conocer, aproximadamente, los mismos elementos que conoce la persona que decide realmente, puede prever el contenido de la decisión. Así, la racionalidad supone compartir el conocimiento de dos importantes aspectos: las reglas procedimentales del discurso racional y los elementos fácticos y normativos que forman parte de la decisión concreta.
Por ejemplo, la arbitrariedad es una alegación frecuente en la práctica a la hora de intentar anular el nombramiento de un funcionario. También se alega arbitrariedad para intentar anular la adjudicación de un contrato (pueden verse citas y ejemplos de sentencias en el Tratado sobre Contratación Pública). La STC 7/2005, citando otras, considera que la sentencia recurrida en amparo es arbitraria porque se separa de un criterio sentado judicialmente por puro error.
T. R. FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ define la arbitrariedad como lo contrario a la razón: «en un sentido más concreto, arbitrario y, por tanto, constitucionalmente prohibido es todo aquello que es o se presenta como carente de fundamentación objetiva, como incongruente o contradictorio con la realidad que ha de servir de base a toda decisión, como desprendido de lo ajeno a toda razón capaz de explicarlo».
Se identifica arbitrariedad si se produce la negación de la certeza jurídica, en tanto que significa la quiebra de la confianza de los ciudadanos en la previsibilidad de las decisiones de los poderes públicos y, por tanto, de su corrección (STC 273/2000).
La racionalidad y la expectativa de certeza jurídica quedan plenamente satisfechas solo si:
La importancia del proceder racional del discurso radica precisamente en la necesidad, impuesta por nuestro propio contexto social y cultural, de que las decisiones jurídicas no se adopten en ausencia de una suficiente argumentación y justificación. Se trata de decisiones jurídicas que deben sujetarse al ordenamiento jurídico, especialmente a los principios y estándares jurídicos. La STS de 26 de febrero de 2001 afirma que «la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos (artículo 9.3 CE) justifica, además, la exigencia de una motivación suficiente respaldada en datos objetivos con los que ha de mantener una cierta coherencia lógica la decisión administrativa adoptada» (igualmente STS de 22 de mayo de 1990). Los principios generales permiten un control de la discrecionalidad en términos jurídicos. Incluso el trazado de viales o infraestructuras, o la regulación mediante un plan urbanístico, que son decisiones típicamente discrecionales, se sujetan a límites jurídicos.
«Sin embargo, el punto de partida de la tesis actora es erróneo, pues estamos en presencia de una potestad discrecional. Por tal no debe entenderse lo arbitrario, lo injustificado o lo irrazonable, sino que se trata de un poder que la Administración recibe del ordenamiento jurídico, en virtud del cual es libre de escoger entre diversas opciones, todas ellas indiferentes desde un punto de vista jurídico; es decir, soluciones todas ellas igualmente justas o acomodadas a Derecho. Siendo así, por dicha razón, los criterios, motivos o circunstancias de selección han de tomarse en presencia de factores económicos, sociales, culturales, técnicos, etc., en función de la naturaleza de cada acto administrativo y del interés público en cada caso tutelado, ya que no existen unas u otras opciones más legales o acomodadas a Derecho que otras».
«No obstante, la doctrina y la jurisprudencia han ido ampliando paulatina pero constantemente el ámbito del control judicial de la actuación administrativa, utilizando diversas técnicas al servicio de la tutela judicial efectiva, para evitar zonas del ejercicio del poder inmunes a todo control. Así, cabrá examinar siempre la competencia y la regularidad del procedimiento, en tanto que elementos indefectiblemente reglados, a los que cabe añadir el control de los otros elementos reglados que, en virtud de la concreta asignación legal de la potestad, estén presentes en cada acto administrativo. Cabe igualmente analizar la concurrencia del presupuesto de hecho, la causa del acto administrativo –la adecuación de los medios elegidos para alcanzar el fin propuesto por la norma jurídica– y el fin mismo al que propende el acto, con el objetivo de verificar si el acto se dirige a tal fin específico y no es utilizado en persecución de otras finalidades públicas o privadas, lo que sería constitutivo de desviación de poder. Finalmente, el acto discrecional puede ser revisado en función de su adecuación a los principios generales del Derecho (buena fe, proporcionalidad, etc.), siendo de particular importancia, cada día creciente, la adecuación del acto al principio de interdicción de la arbitrariedad de la Administración (artículo 9.3 de la Constitución), ya que el ordenamiento jurídico rechaza las interpretaciones irrazonables, que conduzcan al absurdo o se hallen en pugna con el sentido común».
No pocos contenciosos consisten únicamente en dilucidar si el acto es discrecional o, por contrapartida, ha sido arbitrario, con apoyo en valores jurídicos y principios rectores. Por la vía de los principios se contribuye a lograr lo más inmediato o rudimentario: primero, fomentar el acceso a una decisión judicial y, segundo, vencer obstáculos formales. Si bien, superado este reto, no deberíamos descuidar la calidad del control, es decir, producirse una especie de «rendición» a la determinación del juez concreto, considerando la discrecionalidad y el amplio margen de maniobra que otorgan estos principios al juzgador. Y, en todo caso, por la vía de los principios no pueden llegar a sostenerse situaciones no amparadas en la legalidad misma, sino reforzar su aplicación en un sentido más extenso del posible tenor literal de la norma.
Se habla de desviación de poder en los casos en que se ejerciten las potestades administrativas para fines distintos a los fijados en el ordenamiento jurídico; esto es, lo que se produciría en una hipotética desviación de poder es el apartamiento del reglamento del fin esencial que le marca la norma habilitante (STS de 18 de marzo de 1993 y STS de 7 de marzo de 2006, recurso 1533/1999). Sobre esta base, según consolidada doctrina legal (por todas, STS de 15 de enero de 1999), «la desviación de poder, o ejercicio de potestades administrativas para fines distintos de los fijados por el ordenamiento jurídico (…), no exige, por razón de su propia naturaleza, una prueba plena de su existencia, pero tampoco puede fundarse su apreciación en meras presunciones o conjeturas, siendo necesario acreditar la concurrencia de hechos o elementos suficientes para formar en el Tribunal la convicción de que la Administración acomodó su actuación a la legalidad, pero con finalidad distinta de la pretendida por la norma aplicable…» (STS de 7 de marzo de 2006, recurso 1533/1999).
Interesa, sobre la desviación de poder, la STSJ Castilla-La Mancha, de 1 de septiembre de 2014 (Rec. 175/2013), que afirma que el nombramiento del funcionario, tras la remoción de quien prestó servicios durante cinco años, pese a que la plaza debía convocarse cada dos, solo se puede explicar por la afinidad política, ideológica o personal del nombrado con el nuevo Gobierno autonómico.