Portada » Música » La Ópera en el Siglo XX: Un Panorama Detallado
El autor de óperas más universal de la segunda mitad del siglo XX es el inglés Benjamín Britten (1913-1976), que apenas participa del lenguaje de las vanguardias y utiliza más bien una escritura moderada y clásica. Compuso bastantes óperas, que suelen clasificarse en diferentes categorías: infantil, sacra, histórica, moderna, etc. Las más conocidas son Peter Grimes (1945), basada en un texto de George Crabbe, que narra una historia marinera, y Billy Budd, en la que solo cantan voces masculinas. Entre sus últimos trabajos se cuentan Owen Wingrave (1971), basada en una historia de Henry James, y Muerte en Venecia (1973), sobre un relato del novelista alemán Thomas Mann. Britten denominó algunos de sus últimos trabajos «óperas de cámara», ya que requieren una orquesta de solo doce miembros.
Peter Grimes – Benjamin Britten
El músico español más internacional de la primera mitad del siglo XX es sin duda Manuel de Falla (1876-1946). Sólo escribió una ópera propiamente dicha, La vida breve (1913), con aportaciones del folclore andaluz de carácter descriptivo.
Roberto Gerhard (1896-1970), compositor exiliado tras la guerra civil, escribió Las dueñas (1947); en ella emplea un lenguaje muy avanzado junto a unos personajes clásicos.
Sin duda alguna, hay que concluir que el gran teatro musical español en esta primera mitad de siglo está representado por la zarzuela.
El mecenazgo de las instituciones oficiales ha producido también algunas óperas, como Cristóbal Colón, del compositor Leonardo Balada, con libreto de Antonio Gala, o El triunfo del Tirant (1992), del valenciano Amando Blanquer (1935), basada en las andanzas del caballero andante Tirant lo Blanc escritas por Joanot Martorell.
Otro compositor que cultivó la ópera es Xavier Montsalvatge (1912-2002), con El gato con botas (1948), Una voz en off (1962) y Babel 46 (1994). Luis de Pablo (1930) es el compositor que más emplea los nuevos lenguajes armónicos y tímbricos, en óperas como Kiu (1983), El viajero indiscreto (1990) y La madre invita a cenar (1994).
Su lenguaje es música aleatoria; contemporáneo y utiliza el serialismo libre y también, por otro lado, tampoco ha desdeñado las experiencias con medios audiovisuales o música exótica.
Podemos clasificar a los autores de ópera de comienzos del siglo XX en dos grandes corrientes: los compositores que continuaban con la tradición clásica del XIX y los que abogaban por una ruptura total con las tradiciones operísticas del pasado.
Ante todo, la ópera contemporánea llama la atención por una característica especial: si hasta ahora podíamos clasificar a los autores y sus obras en un determinado estilo o tendencia, con la llegada del siglo XX, y el aumento considerable de las fórmulas de composición, los autores se polarizan en multitud de estilos; así, el sistema heredado del Romanticismo se desgajó en múltiples tendencias que dificultan todo intento de sistematización.
Repasemos el contexto social que envuelve a la ópera contemporánea:
Crear una ópera suponía un acto de amor al género por parte del compositor; no es de extrañar, pues, que ningún músico contemporáneo se haya dedicado por completo a la ópera.
Durante el siglo XX, la ópera no fue ajena a los grandes cambios estilísticos que se producían en la música contemporánea; por tanto, tal como veremos en el bloque correspondiente a la música actual, la ópera participa enteramente de los nuevos planteamientos tonales, tímbricos, coreográficos e interpretativos.
Autores como Richard Strauss (1864-1949) sintetizan toda la tradición operística de Alemania. La Danza de los siete velos, incluida en su ópera Salomé (1905), sobre un libreto de carácter bíblico de Oscar Wilde, provocó admiración y escándalo. En esta ópera, aparece por primera vez el personaje de la adolescente apasionada y perversa, capaz de cometer un crimen a cambio de un momento de éxtasis.
Con Elektra (1909), Strauss se adentra en el mundo del psicoanálisis mediante el uso de tonalidades superpuestas, que rozan el atonalismo, a semejanza de las últimas óperas de Wagner. Más adelante, El caballero de la rosa (1911) traslada a la Viena del siglo XIX con cierto neoclasicismo. Sus obras posteriores son menos conocidas, pero no por ello menos interesantes.
Strauss cultivó todos los géneros excepto la música religiosa. Su trayectoria operística es muy interesante, ya que muestra la evolución de la ópera en la primera mitad de siglo: el lenguaje expresionista, el neoclasicismo y el drama poético.
A comienzos de siglo, Arnold Schönberg (1874-1951) difundió el sistema dodecafónico (que estudiaremos en el siguiente bloque).
El mismo Schoenberg compuso cuatro óperas: Erwartung (‘La espera’, 1909), que es un monólogo; La mano feliz (1924), un drama muy corto; y la comedia en un acto, De hoy a mañana (1930). La obra póstuma Moisés y Aarón, con partes habladas y cantadas, está más cerca del oratorio bíblico que de la ópera; quedó inconclusa y el último acto se representa hablado.
La mayor aportación de los compositores serialistas de la primera mitad de siglo se debe al discípulo de Schoenberg, Alban Berg (1885-1935). Su obra maestra, cumbre del estilo expresionista, es la ópera Wozzeck (1925).
Se trata de un drama con una música desgarrada que cuenta la historia de un soldado paranoico que acaba matando a su mujer en un ataque de celos. Aunque la armonía es atonal, la tonalidad aparece restablecida en los fragmentos que canta Marie, la esposa del soldado.
La otra ópera de Berg, Lulú (1937), quedó inacabada, y suele representarse con un final escrito por Friedrich Cerha.
Otro autor alemán, muy influido por la música de los cabarets berlineses de comienzos de siglo, es Kurt Weill (1900-1950), colaborador del dramaturgo Bertolt Brecht. Su obra más conocida es la Ópera de cuatro cuartos (1928), Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny, algunos de cuyos números se cantan de forma autónoma. Carl Orff es autor de varias óperas que siguen el mismo esquema que su famosa obra Carmina Burana.
Salomé – Richard Strauss
Por ejemplo, Gabriel Fauré (1845-1924) sólo compuso la ópera Penélope (1913), con una magnífica atmósfera orquestal; Paul Dukas (1865-1935) escribió únicamente las óperas Ariadna y Barba Azul (1907).
El compositor más importante, que provocó la ruptura con la tradición anterior, es Claude Debussy (1862-1918), a quien estudiaremos detenidamente en el próximo bloque. Su ópera Peleas y Melisande (1902), basada en un poema del belga Maurice Maeterlinck, prescinde de la tensión del drama teatral y se relaja en un ambiente descriptivo de una excepcional calidad musical. Esta atmósfera solo adquiere cierta tensión al final del cuarto acto, cuando Gollaud mata a Peleas. Después de algunos esbozos inacabados, Debussy escribió otra partitura escénica para voces solistas y coro, El martirio de san Sebastián (1911).
Maurice Ravel (1875-1937) sólo compuso un par de óperas breves: La hora española (1907), con final en forma de habanera, y El niño y los sortilegios (1925), que recrea impresiones del mundo infantil.
Alrededor de 1920, se formó lo que se ha llamado el «grupo de los seis». De él podemos destacar a Darius Milhaud (1892-1974) y a Francis Poulenc (1899-1963), con su ópera más conocida, Diálogos de Carmelitas (1957), una obra ambientada en la Revolución Francesa.
Diálogo de Carmelitas – Francis Poulenc
Fue Serguéi Prokófiev (1891-1953) el primer músico ruso del siglo XX que escribió óperas interesantes, como El jugador (1917), basada en la historia de Dostoievski, o El amor de las tres naranjas (1921), sobre una farsa del siglo XVIII. Sus obras más ambiciosas son Guerra y paz (1946), basada en la gran novela de Tolstói, y El ángel de fuego, compuesta en los años veinte y estrenada finalmente en 1955.
A Igor Stravinski (1882-1971), ruso de nacimiento, podemos considerarlo un músico internacional de enorme importancia. Su carrera comenzó en Francia y acabó en Estados Unidos. Aunque la música teatral no sea la parte central de su obra, siempre estuvo unido al teatro, y su genio es evidente en la mayoría de sus óperas: El ruiseñor (1914), de carácter oriental; Mavra (1922); La carrera del libertino (1951), comedia ambientada en la Inglaterra del XVIII. En muchas de sus óperas, Stravinski mezcla la pantomima, el ballet, el recitado, o incluye una nueva faceta con un narrador o textos en latín, etc. Un ejemplo de ello es La historia del soldado (1918), en la cual un narrador recita el texto mientras se ejecuta una pantomima; también puede destacarse Oedipus Rex (1927), con texto de Cocteau traducido al latín por Daniélou (en esta obra, el decorado está formado por motivos de la Antigüedad griega; un narrador anticipa la acción y en la primera parte los cantantes aparecen como estatuas vivientes). Su ópera Perséphone (1934) está basada en un libreto de André Gide.
Dimitri Shostakóvich (1906-1975) sólo escribió dos óperas completas: La nariz (1930) y Lady Macbeth de Mtsensk (1934), que fue censurada y reestrenada con el título de Katerina Ismailova en 1962.
A pesar de la enorme influencia del verismo, en Italia encontramos algunos autores orientados hacia un cierto neoclasicismo o hacia las vanguardias germánicas. Ferruccio Busoni (1866-1924) compuso Doktor Faust (1925) y Belfagor (1922). Ottorino Respighi (1879-1936) destaca con su ópera La fiamma (1934) y Luigi Dallapiccola (1904-1975) mezcla el expresionismo y el impresionismo en un intento de plasmar cuestiones de actualidad. Así, en Volo di notte (1940) reproduce la sala de control de un aeropuerto, y en Il prigioniero (1949) utiliza el sistema dodecafónico para mostrar la opresión de la sociedad de su tiempo.
Los músicos centroeuropeos lucharon por integrar una rica tradición nacionalista (sobre todo en la composición de melodías cantadas) y los avances técnicos de la escritura musical de principios de siglo.
En Hungría, la figura principal fue Béla Bartók (1881-1945), con la composición de su única ópera El castillo de Barba Azul (1918), que mezcla el expresionismo con una atmósfera orquestal impresionista. Zoltán Kodály (1882-1967), compuso alguna obra de inspiración popular con números hablados y cantados que se alternan con intermedios orquestales de gran vigor, como en Háry János (1926).
En Checoslovaquia destaca el bohemio Leoš Janáček (1854-1928), que exploró la psicología y el drama intenso de sus personajes valiéndose de un lenguaje verdiano que alterna con el uso de disonancias y melodías populares de inspiración folclórica. Sus óperas principales son Jenůfa (1904), que trata del honor y el fanatismo religioso; Káťa Kabanová (1921), tragedia urbana ambientada en la Rusia del último zar; El caso Makropoulos (1926), sobre el misterio de la inmortalidad, y Desde la casa de los muertos (1930), inspirada en los escritos carcelarios de Dostoievski.
El principal compositor operístico norteamericano de principios del siglo XX es, sin lugar a dudas, George Gershwin (1898-1937), autor de Porgy and Bess (1935). Gershwin, maestro de la comedia musical, combina en esta ópera melodías del folclore negro, coros típicos de los espirituales religiosos, finales apoteósicos propios de la comedia musical, jazz, etc., para contar una historia sobre la vida de los negros en un barrio marginal de una gran ciudad.
El autor de óperas más universal de la segunda mitad del siglo XX es el inglés Benjamín Britten (1913-1976), que apenas participa del lenguaje de las vanguardias y utiliza más bien una escritura moderada y clásica. Compuso bastantes óperas, que suelen clasificarse en diferentes categorías: infantil, sacra, histórica, moderna, etc. Las más conocidas son Peter Grimes (1945), basada en un texto de George Crabbe, que narra una historia marinera, y Billy Budd, en la que solo cantan voces masculinas. Entre sus últimos trabajos se cuentan Owen Wingrave (1971), basada en una historia de Henry James, y Muerte en Venecia (1973), sobre un relato del novelista alemán Thomas Mann. Britten denominó algunos de sus últimos trabajos «óperas de cámara», ya que requieren una orquesta de solo doce miembros.
A pesar de la aparición de una fuerte corriente nacionalista y de los esfuerzos personales de algunos compositores, no podemos hablar de una verdadera ópera española.
Cabe mencionar los esfuerzos aislados de Felipe Pedrell (1841-1922), que mostró su herencia wagneriana en Los Pirineos (1902) y puso música al texto de La Celestina (1904).
Ruperto Chapí (1851-1909), que estudiamos en el apartado dedicado a la zarzuela, realizó algunas incursiones en el mundo operístico con textos que no han trascendido, como Margarita la tornera (1909). El pianista y compositor Enrique Granados (1867-1916) nos ha dejado la ópera Goyescas (1916), que en realidad es una adaptación de unas piezas pensadas, en principio, para el piano.
El músico español más internacional de la primera mitad del siglo XX es sin duda Manuel de Falla (1876-1946). Sólo escribió una ópera propiamente dicha, La vida breve (1913), con aportaciones del folclore andaluz de carácter descriptivo.
Roberto Gerhard (1896-1970), compositor exiliado tras la guerra civil, escribió Las dueñas (1947); en ella emplea un lenguaje muy avanzado junto a unos personajes clásicos.
Sin duda alguna, hay que concluir que el gran teatro musical español en esta primera mitad de siglo está representado por la zarzuela.
La ópera española de la segunda mitad del siglo XX tampoco consiguió fraguar una escuela nacional, y apenas algunas obras han adquirido cierto renombre internacional.
Tan sólo podemos citar algunos ejemplos de obras ancladas en la tradición clásica, como El giravolt de maig, del compositor alicantino Eduard Toldrá (1895-1962), o El poeta (1980), de Moreno Torroba, escrita para el tenor Plácido Domingo. El mecenazgo de las instituciones oficiales ha producido también algunas óperas, como Cristóbal Colón, del compositor Leonardo Balada, con libreto de Antonio Gala, o El triunfo del Tirant (1992), del valenciano Amando Blanquer (1935), basada en las andanzas del caballero andante Tirant lo Blanc escritas por Joanot Martorell.
Otro compositor que cultivó la ópera es Xavier Montsalvatge (1912-2002), con El gato con botas (1948), Una voz en off (1962) y Babel 46 (1994). Luis de Pablo (1930) es el compositor que más emplea los nuevos lenguajes armónicos y tímbricos, en óperas como Kiu (1983), El viajero indiscreto (1990) y La madre invita a cenar (1994).
Su lenguaje es contemporáneo y utiliza el serialismo libre y también la música aleatoria; por otro lado, tampoco ha desdeñado las experiencias con medios audiovisuales o música exótica.