Portada » Religión » El Mal, el Pecado y la Redención: Perspectiva Cristiana y el Papel de Jesús
Sabemos que en el camino de la vida surgen obstáculos: el cansancio, el mal que sufrimos por parte de otras personas, la propia debilidad. Pero ¿por qué existen el mal y el sufrimiento? La conciencia del dolor o de la limitación nos impulsa también a buscar verdades acerca de quiénes somos y del mundo.
Un Hecho
En el mundo observamos la presencia del mal. Aparece en forma de accidentes, desastres naturales, etc., pero también como algo causado por el ser humano: crímenes, envidias… Incluso nosotros mismos, aun sabiendo qué es lo bueno, acabamos haciendo aquello que nos daña.
Una Pregunta
Es lógico que nos preguntemos: ¿por qué sucede todo esto? Y, también, en nuestro interior: ¿por qué me cuesta hacer el bien y, en cambio, me resulta fácil hacer lo que no debo? Todas las religiones y todos los filósofos se lo han planteado: es una de las grandes preguntas de la humanidad.
Dios Responde
Él ha revelado que la presencia del mal es consecuencia de una ruptura entre el ser humano y su Creador. Dios lo creó a su imagen para que gozara de una vida plena; pero el ser humano decidió apartarse de Él.
Dios Libera
Sin embargo, Dios no abandonó al ser humano, sino que prometió que lo liberaría del mal y del pecado. Esta es la Buena Noticia: Dios se ha hecho hombre en Jesucristo para salvar al ser humano y elevarlo a la dignidad de hijo de Dios.
Como en el resto de los relatos de la Creación, este pasaje no pretende describir con precisión un acontecimiento, sino transmitir unas verdades religiosas —inspiradas por Dios— mediante un lenguaje simbólico. Escrito en el siglo IV a. C. a partir de tradiciones orales más antiguas, utiliza imágenes propias del contexto cultural de la época.
El paraíso representa el estado en el que el ser humano fue creado: en armonía consigo mismo y con la naturaleza, a causa de su vínculo profundo de amistad con Dios. No existen el mal ni la muerte.
La prohibición de comer del árbol significa que el ser humano debe respetar los límites de su condición de criatura. Tiene que reconocer el señorío de Dios sobre la Creación y sobre sí mismo.
La serpiente representa el diablo: un ser personal, no una fuerza abstracta. Es un ángel que rechazó a Dios y que trata de alejar al ser humano de su amistad con Él. El diablo engaña a Adán y Eva para que dejen de confiar en Dios. El ser humano se prefiere a sí mismo antes que a Dios y lo desobedece.
El relato bíblico hace referencia a un hecho que tuvo lugar al comienzo de la historia humana. Consistió en un acto de desobediencia del ser humano hacia Dios. Este hecho supuso la ruptura de la alianza que Él había establecido con el ser humano al crearlo. Este, que participaba de la vida divina y vivía en un estado de gracia, abusó de su libertad; quiso decidir por sí mismo lo que estaba bien y lo que no.
La armonía consigo mismo se ha roto: se avergüenzan de su desnudez. La confianza con Dios ha desaparecido: se esconden de Él. Se rompe la armonía entre el hombre y la mujer: se culpan mutuamente.
Se altera la armonía con la Creación: la tierra que antes era un jardín se convierte en un lugar hostil. La corrupción de la muerte, de la que el ser humano había sido preservado, marcará el final de la vida física.
El ser humano pierde aquella condición de santidad y justicia original de la que había sido dotado.
En los orígenes, el primer varón y la primera mujer eran todo el género humano. La santidad en la que fueron creados constituía un don para todos sus descendientes. Sin embargo, el pecado dejó su naturaleza «herida» y así la transmitieron. Es como si un antepasado tuyo hubiera dilapidado una gran fortuna. Tú no tienes la culpa, pero naces sin la herencia que te habría correspondido. En consecuencia, nacemos con una naturaleza que, sin estar totalmente corrompida, se halla sometida al mal, al pecado y al poder de la muerte. Por eso, todos estamos necesitados de salvación.
Por el pecado original, la inclinación al mal está presente en nuestro corazón. Podemos hacer mal uso de nuestra libertad y dejarnos dominar por el atractivo de un bien aparente, ignorando la voz del Señor en nuestra conciencia. Aunque no se pretenda ofender directamente a Dios, quien transgrede su voluntad está prefiriendo una criatura (una cosa, la comodidad, etc.) a Él. De este modo, se produce una separación de Dios, que daña a quien la realiza y atenta contra sus semejantes.
Llamamos pecado a toda palabra, acto o deseo voluntario contrario al amor de Dios y, por lo tanto, a la ley que Él ha grabado en nuestros corazones.
La falta que se comete (la materia de la que está hecho ese pecado) puede ser leve o grave. No es lo mismo mentir a un compañero o compañera, que dar un falso testimonio en un juicio por asesinato. Pero, para que haya pecado, además de la materia, es necesario que existan otros dos requisitos: (a) advertencia, es decir, ser consciente de la malicia de la acción y, por lo tanto, saber que está atenta contra la ley de Dios; (b) consentimiento, es decir, aceptar libremente el acto. Naturalmente, no es lo mismo sentir una pasión o un deseo, que consentir en él.
Venial: Supone materia leve o grave, pero sin plena advertencia o sin entero consentimiento. Debilita el amor en el corazón y dificulta la práctica de las virtudes y el camino a la santidad. Merece, además, penas temporales.
Mortal: Requiere materia grave, plena advertencia y entero consentimiento. Este pecado aparta al ser humano de Dios, que es su fin último y su felicidad. Si no hay arrepentimiento, se produce la muerte eterna.
La historia del pecado adquiere todo su sentido cuando la apreciamos a la luz de la vida de Cristo. Podríamos decir que el pecado original es «el reverso» de la Buena Nueva: Jesús, siendo Dios, se hizo hombre para reparar la desobediencia de Adán. En efecto, el sentido de la vida de Cristo es, fundamentalmente, nuestra reconciliación con Dios y que podamos participar en la vida divina para siempre.
Por el mismo motivo por el que el pecado de Adán afectó a todos los seres humanos, la redención de Cristo está destinada a todos los seres humanos. Cómo sucede esto es un misterio de la fe que conocemos por la revelación. Ya sabes que la salvación de Cristo se aplica mediante el Bautismo. En él, Jesús perdona la culpa heredada del pecado original y, así, se nace a la vida de la gracia.
Una de las consecuencias del pecado original es el sufrimiento físico y moral. Y es lógico que nos preguntemos por qué Dios lo permite. Piensa en lo siguiente:
El dolor no es un castigo, sino la consecuencia de la pérdida del estado de santidad original a causa de la separación de Dios. Por eso, el dolor es inevitable en la vida humana.
Tenemos la capacidad de transformar las experiencias negativas. Una enfermedad o una desgracia, si se aceptan, pueden convertirse en realidades fecundas: de amor, de preguntas, etcétera.
Para la persona cristiana, el sufrimiento adquiere un valor extraordinario. Si se mira a Jesús en la cruz, se puede ver el sufrimiento del más inocente. Su muerte no fue inútil: gracias a ella, ¡el ser humano puede vivir eternamente en Dios!
Es posible unir el dolor al sufrimiento de Cristo. El sufrimiento generosamente aceptado es ocasión de «morir al pecado», a los egoísmos, y de abrirse a la gracia (cf. Rom 6,2-4).
Él se presenta a sí mismo como el único camino a través del cual podemos llegar a la casa del Padre: «Nadie va al Padre sino por mí». Jesús es el único mediador, porque, por ser Dios y hombre, puede salvar la distancia infinita que nos separa de Él (Jn 14,6). Además, con el ejemplo de su vida en la tierra, Jesús nos enseña lo que hace que la existencia humana valga la pena.
Él es la plenitud de la revelación. Nos revela quién es Dios (una comunión de vida y de amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo) y quién es el ser humano (nuestra dignidad de hijos de Dios). Nos enseñó que Dios es un padre misericordioso, que no busca nuestra condena, sino nuestra felicidad. Por eso, la existencia del creyente se fundamenta en la esperanza y el amor, y nunca en el temor (1 Jn 4,18).
Por su muerte, nos liberó del pecado y, por su resurrección, nos abrió las puertas a una nueva vida. Cuando el creyente le abre su corazón, el amor de Cristo —el Espíritu Santo— lo sana y le da a conocer al Padre. Solo Dios puede dar la gracia para que los seres humanos vivamos como hermanos, hijos de un mismo Padre, y edifiquemos juntos un mundo mejor.