Portada » Religión » Fundamentos de la Fe Cristiana: Sentido, Revelación y Esperanza
Cada persona es un misterio, pues sentimos, pensamos y padecemos de manera muy diferente, lo que nos lleva a plantearnos el sentido de la vida de formas muy distintas. Esto se refleja, por ejemplo, en experiencias que lo cuestionan:
Las respuestas a estas preguntas nunca nos satisfacen del todo. El ser humano sigue siendo, en definitiva, una pregunta y un misterio profundo. Esta es su grandeza y su tarea.
La dignidad del ser humano se basa en su autoconciencia y en su libertad para dar forma a su vida.
La ciencia, si bien nos ha ayudado en muchos aspectos a mejorar nuestra calidad de vida con sus innumerables ventajas y progresos, también nos ha traído problemas (nuevas posibilidades de destrucción, extinción de especies, armas atómicas, etc.). Esto nos lleva a plantearnos que la ciencia debe ser utilizada para fines humanos (ciencias humanas como la psicología, la sociología, etc.). Aunque las ciencias humanas, con la ayuda de sus métodos exactos, pueden explicar muchos aspectos particulares, precisamente debido al carácter de los métodos que emplean, tienen también sus limitaciones.
Las ideologías, que nos ayudan a construir una imagen global de la realidad para interpretarla (como las ideologías políticas), nos hablan de la importancia de la política para mejorar las condiciones de las personas y resolver sus problemas. Sin embargo, no nos revelan las respuestas a las preguntas fundamentales sobre qué es el ser humano y el sentido de la vida, por lo que carecen de una orientación completa.
Las ciencias y las ideologías políticas no pueden resolver la pregunta del sentido de la vida; carecen de una orientación profunda. En esta falta de orientación reside la crisis de nuestra época. Faltan ideas vibrantes y valores últimos. El escepticismo y la resignación generan un terrible sentimiento de vacío.
El ser humano necesita pan para vivir, pero no solo de pan vive; necesita amor, sentido y esperanza.
El ser humano religioso vive en una relación personal con un más allá, personal y absoluto.
La experiencia religiosa emerge así como una forma de vida que el ser humano desarrolla al reconocer su existencia como un don, una tarea y un despliegue ante Alguien. Este ‘Alguien’ no busca suplantar lo humano ni inmiscuirse en pequeños detalles, sino iluminar todo, colocándolo en una nueva perspectiva.
La religión tiende a esclarecer el sentido de lo que existe y acontece, a iluminar el quehacer humano, a dar cohesión al conjunto de la existencia y a ofrecer una orientación. No significa que la vida del creyente quede asegurada, sino que adquiere una densidad y profundidad.
El deseo de Dios está inscrito en el corazón humano, porque el ser humano ha sido creado por Dios y para Dios. Dios no cesa de atraer al ser humano hacia sí, y solo en Él encontrará la verdad y la dicha que incesantemente busca.
De múltiples maneras, los seres humanos han expresado su búsqueda de Dios; estas formas de expresión permiten considerar al ser humano como un ser religioso.
Sin embargo, esta unión con Dios puede ser olvidada, desconocida o rechazada, debido a orígenes muy diversos. La búsqueda de Dios exige un esfuerzo pleno, la rectitud de la voluntad y el testimonio de otros.
El ser humano descubre ciertas vías o argumentos convincentes de la existencia de Dios. Estas vías parten del mundo material y de la persona humana para concluir que Dios debe existir. El mundo y el ser humano no tienen su origen y su fin en sí mismos. Las pruebas de la existencia de Dios predisponen a la fe y ayudan a comprender que la fe no se opone a la razón humana.
«A partir del movimiento y del devenir, de la contingencia, del orden y de la belleza, se puede conocer a Dios como origen y fin». Dios nos habla a través de su obra, el mundo.
«Con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de la conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, el ser humano se interroga sobre la existencia de Dios». El ansia de felicidad y de eternidad tienen su origen en Dios y no se explican sin su existencia.
El ser humano, al ser creado a imagen de Dios, puede conocer a Dios, principio y fin de todas las cosas, mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas.
En las condiciones históricas en que se encuentra el ser humano, experimenta muchas dificultades para el conocimiento de Dios. Por ello, necesita ser iluminado por la revelación para conocer a Dios sin dificultad, con certeza firme y sin mezcla de error.
El deseo del absoluto y la doctrina de la Iglesia sobre el conocimiento natural de Dios se reflejan, por ejemplo, en el Concilio Vaticano I.
El creyente está convencido de que el misterio de Dios es la única respuesta posible al misterio del ser humano. Sin embargo, todo lo que podemos saber sobre el misterio de Dios no son más que imágenes y comparaciones.
Solo en Jesucristo se nos transmite definitivamente el misterio de Dios y el misterio del ser humano. En Jesucristo, Dios nos revela su misterio como un misterio de amor insondable.
La cultura contemporánea presenta una serie de retos a la fe cristiana, entre los que destacan:
El término increencia implica que el ambiente en que nos movemos está determinado por la falta de religiosidad, es decir, por la carencia de una experiencia de misterio.
Hoy en día, la increencia parece constituir la norma, de la que los escasos creyentes son una excepción. El ser humano emerge a la existencia con una actitud de increencia y ya no busca el sentido de la vida desde lo trascendente.
La cultura que se difunde en la sociedad está dominada por la increencia. Se observa una desvinculación de la religión, a menudo acompañada de una crítica a sus instituciones. Se valora negativamente su capacidad para dar respuesta a las verdaderas necesidades, incluso espirituales, del ser humano contemporáneo.
La religión es considerada como un residuo de un miedo infantil, de la ignorancia o de una culpabilidad mal asimilada, o como un falso consuelo ante las injusticias sociales.
La religión ha dejado de ser la base de asentamiento de la sociedad. No es más que una estructura subjetiva de comprensión del mundo desarrollada por ciertos grupos de personas. Ya no constituye el trasfondo cultural del tiempo histórico de un pueblo.
La ruptura entre cultura y Evangelio oscurece el sentido de Dios y el sentido del ser humano. Esto conlleva un reto importantísimo para la fe cristiana: nada menos que ayudar al ser humano a encontrar a Dios en una cultura donde Él ha quedado relegado, como escondido en medio de una mentalidad científico-técnica con otras prioridades, donde Dios, su misterio y la religión parecen innecesarios, sin significación ni relevancia.
Una cultura dominada por la increencia y promovida a través de múltiples expresiones, plantea a la fe el desafío de expresar su Mensaje, de no dejar de dialogar con esta cultura, incluso desde la expresión artística y literaria, utilizando provechosamente los medios de comunicación masivos.
El desafío es también no dejar de mostrar de manera comprensible, y especialmente desde el testimonio, cómo la religión sí tiene la capacidad de dar respuestas verdaderas al ser humano en su búsqueda de la plenitud.
El creyente, impulsado por el amor de Cristo, debe ayudar al ser humano a encontrarse con su propio ser, con su realidad más profunda, llevándole la luz del Dios vivo, con creatividad y desde el Evangelio.
Esta misma cultura provoca tendencias que también constituyen verdaderos desafíos para la fe. Tal es el caso de buscar canalizar y encauzar la nueva sensibilidad por los derechos humanos y la libertad de las personas, hoy cargada de ambigüedades (como se traduce, por ejemplo, en enarbolar la tolerancia y la caída de toda discriminación, a la par que se es sumamente intolerante con la religión católica y las enseñanzas que más «incomodan» a esta cultura).
Que el ser humano tenga un nuevo anhelo de vivir con valores que den sentido a su vida (aunque no sepa que se trata de valores religiosos) es también un desafío para la fe, pues esta puede aportar respuestas válidas en medio de tantas que no sacian la sed de infinito del ser humano. El anhelo de trascendencia que la persona sigue teniendo en su interior, y el retorno a lo sagrado que esto conlleva, plantean como reto la necesidad de atraer a los seres humanos hacia una «religión con Dios», vivida en el seno de la Iglesia de Jesús. Una religión a la cual se pertenezca plenamente.
Es importante observar también que las ambivalencias de la cultura actual son manifestación de la profunda división que el ser humano tiene en su corazón, son la traducción de la lucha entre el bien y el mal que recorre la historia.
En este contexto, la fe no puede dejar de aportar su mirada del mundo y de vivir consecuentemente. Desde la fe se puede ver y mostrar que, si bien el mundo fue creado por amor y es intrínsecamente bueno por el Creador, está esclavizado por el pecado, y solo Cristo crucificado y resucitado puede liberarlo y conducirlo a la plenitud definitiva.
Dios manifiesta su vida y su intimidad en Jesucristo para unir al ser humano consigo y ofrecerle la salvación. Esto se comunica a todos los seres humanos por medio de testigos que han visto y oído.
La Revelación Divina es un diálogo entre Dios y el ser humano, que acontece en la historia y se realiza mediante palabras y obras.
Por analogía con el diálogo humano, la revelación se realiza mediante la Palabra, que se convierte así en cauce de relación personal, soporte de testimonio y vehículo de comunión.
La Revelación es un diálogo entre amigos, una relación que toma como modelo la culminación de toda relación humana: el amor y la amistad.
A Dios nadie le ha visto; la Palabra es quien nos desvela su intimidad, su ser más profundo y su voluntad salvadora. Jesucristo es, al mismo tiempo, Palabra y Testigo.
La Palabra posibilita la comunión con quien es la fuente de la Vida. Cuando la Palabra es acogida, se convierte en presencia plenificante.
Dios se manifiesta en la historia. En la historia se descubre la acción de Dios; toda la historia es de salvación, aun cuando esta salvación esté oculta. La salvación no se dará en plenitud en la historia.
Cuando la Palabra precede a los hechos, toma la forma de profecía, mandato y exhortación. Si son los acontecimientos los que preceden a la Palabra, esta proclama el hecho, narra el acontecimiento y explica lo ocurrido.
En definitiva, la historia humana se transforma en historia de salvación cuando es interpretada a la luz de la Palabra de Dios.
Cuando el ser humano ilumina su realidad profunda con la Palabra, la vida aparece desde una perspectiva nueva, donde los hechos cotidianos pueden ser interpretados desde la acción salvadora de Dios.
La comunicación divina puede revestir dos formas diferentes de realización: la comunicación individual como experiencia interior, o la comunicación exterior a través de acontecimientos-signos de Dios.
Llamamos Signo de Dios a la vida concreta de un creyente o una comunidad de creyentes, en la que otros cristianos descubren la actuación salvadora de Dios que modifica sorprendentemente los acontecimientos, abriéndoles a un nuevo significado.
Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En Él lo dice todo; no habrá otra palabra más que esta.
La tradición es la acción de entregar o transmitir algo a alguien. La tradición apostólica está integrada por: palabras orales y escritas, formas de vida comunitaria y litúrgica, modelos y estilos de vida cristiana, e instituciones y tradiciones eclesiales.
Es todo aquello que los apóstoles recibieron de Jesús y aprendieron por la acción del Espíritu Santo, y lo transmitieron mediante:
Con la asistencia del Espíritu Santo, el Magisterio de la Iglesia enseña puramente lo transmitido como depósito de fe: lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente y extrae de él todo lo que propone como revelación de Dios para ser creído. La Iglesia ejerce esta función en nombre de Jesús, a través de los obispos en comunión con el Papa, y está al servicio del pueblo.
La inspiración es la acción del Espíritu de Dios sobre los autores sagrados, en virtud de la cual sus escritos son Palabra de Dios. Todos los libros han sido inspirados y Dios es el autor principal. Han sido confiados a la Iglesia. Los autores humanos son autores secundarios.
Dios ha inspirado a los autores de los libros; se valió de hombres elegidos que usaban de todas sus facultades y talentos. De este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y solo lo que Dios quiso.
El canon bíblico, en sentido bíblico, señala la colección o lista de libros que se consideran inspirados por Dios. Se distinguen:
La Biblia es un conjunto de libros que abarca historia, leyes, cultos, poesía, oraciones, profecías, etc. Constituye una unidad por el hecho de tener un solo autor: Dios. Cristo es el centro de la Biblia; en el Antiguo Testamento se habla de la promesa y en el Nuevo Testamento se presenta el cumplimiento de esa promesa.
Lo que dicen los autores inspirados se ha de tener como afirmado por el Espíritu Santo. Las Sagradas Escrituras transmiten la verdad que Dios quiso consignar en ellas para nuestra salvación. Enseñan la verdad firmemente, con fidelidad y sin error. La Biblia es un mensaje religioso y de fe, no una certeza científica.
El autor no reprende ni recomienda la conducta moral de aquellas personas y casos poco edificantes. La Biblia no es un código moral; es la historia de la salvación, donde presenta a los seres humanos reales con sus virtudes y miserias. Es en esta realidad donde Dios se hace presente con su misericordia y fidelidad, con su propósito de salvar a la humanidad a pesar de todos los pecados. La Biblia nos lleva al acontecimiento central que es Cristo, y es a partir de Él que los cristianos debemos organizar nuestra conducta.
Es el que pretende definir el sentido preciso de los textos tal y como han sido escritos por sus autores. No solo es importante, sino imprescindible.
Es el expresado por los textos bíblicos cuando se leen bajo la influencia del Espíritu Santo en el contexto del misterio pascual de Cristo y de la vida nueva que proviene de Él.
Es el sentido profundo del texto, querido por Dios pero no claramente expresado por el autor humano.
La fe significa sentirse seguro en Dios. Implica la entrega de todo nuestro ser a Aquel que es mayor que nosotros. Es un acto de confianza absoluta.
La resurrección de Cristo es el fundamento de nuestra fe.
La fe cristiana es un proyecto de vida que lo abarca todo, una actitud integral de la existencia, en la que el creyente se identifica con la actitud fundamental y más íntima de Jesús. Por este motivo, la fe conlleva la transformación más profunda del ser humano, de sus ideas y de su vida: significa ser hechos, en Cristo, nuevas criaturas. Podemos considerar que la fe es un don de Dios, un acto humano y, a la vez que es cierta, también es oscura; pero sobre todo, es un acto personal y eclesial.
Si Dios es el fundamento y está en el centro de la vida del ser humano, la adhesión y la obediencia de la fe que el ser humano presta a Dios, están también en el centro.
La fe se convierte en la fuerza que transforma e inspira «los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida» del cristianismo.
Tener experiencia de fe es mantener una relación interpersonal con el Dios vivo y verdadero, Padre de nuestro Señor Jesucristo.
La Iglesia no es algo opcional para el cristiano. Fe personal y fe eclesial se requieren mutuamente.
La Iglesia nos hace llegar la Palabra de Dios y su presencia salvadora en los sacramentos. Nos anuncia a Cristo Salvador y Señor nuestro. En ella, la fe cristiana se alimenta, purifica y enriquece, y es donde la fe se nutre y expresa en un lenguaje común.
Nuestra fe personal precisa de la fe de los demás cristianos; necesita expresarse y celebrarse en común.
Al vivir y compartir la fe en comunidad, es la propia fe, iluminada por la Palabra de Dios, la que nos lleva a crecer, a descubrir los carismas, ministerios y tareas que el Espíritu Santo va haciendo surgir, a sostenernos en momentos de dificultad y alegrarnos en momentos de gozo, a apoyarnos en las debilidades y a madurar.
La encarnación de Cristo es prueba de que no es posible creer en Dios al margen o huyendo de este mundo.
El campo del mundo es el lugar de la siembra de la Palabra. Así vamos transformando el mundo según Dios.
No puede vivirse la fe con la actitud vergonzante del silencio. Todo el que ha oído a Cristo y se ha adherido a Él se convierte en testigo de Cristo.
En el Antiguo Testamento no aparece la idea de Dios Padre del individuo, sino Padre del pueblo. Teniendo en cuenta la pedagogía de Dios, el pueblo hebreo aparece como un personaje histórico que representa y anticipa el cumplimiento de esa realidad divina que se hará patente en el acontecimiento de Cristo.
Dios no se desentiende de los suyos. Aunque no haya una declaración formal de la paternidad divina, el elemento afectivo ocupa un lugar central.
El cuidado de Yahvé por su pueblo no es solo para protegerle y defenderle frente a los peligros, sino también para educarle en la vida.
El pueblo elegido no acabó de entender bien la relación filial que le unía con Dios.
La educación de Dios consiste en desarrollar su capacidad para conocer la voluntad de Dios. El libro del Deuteronomio pone de relieve la gravedad del pecado en el ámbito de las relaciones filiales.
Si Yahvé se queja, es por ver cómo sus hijos se alejan de su propio bien. La querella que Dios entabla con su pueblo acaba siempre con una invitación al perdón. Lo importante es restablecer la relación filial, que reconoce el amor paterno, muy superior a la confianza en el perdón del padre.
El afecto de Dios se expresa en el perdón que concede al hijo.
La revelación absolutamente nueva de Dios como Padre acontece en Jesús. Es decir, en continuidad con el Antiguo Testamento, Jesús nos da una imagen de Dios totalmente nueva y perfecta: Dios es su Padre.
Solo Jesús conoce al Padre en su identidad y solo Él lo puede revelar. Su misión consiste en dar a conocer a los seres humanos su nombre y glorificarlo.
Por medio de Jesús, el Padre se manifiesta como amor sin límite: ama a los justos y pecadores, a los que sufren y a los oprimidos, a los que maldicen y persiguen; perdona incluso a los asesinos de su Hijo.
El Hijo viene del Padre y va al Padre, y todo en Él procede del Padre.
Jesús se dirige y habla con Dios como Padre de un modo completamente único; se atreve a llamarlo con una palabra familiar y llena de confianza: Abba.
Jesús es más que un profeta, es el Hijo único del Padre.
En Jesucristo, Dios se ha manifestado definitiva y totalmente, de tal modo que la fe cristiana ya no puede hablar de Dios al margen de su Hijo, Jesucristo. Por eso sabemos que la relación del Hijo que Jesús mantiene con su Padre forma parte del mismo ser de Dios.
Jesús nos ha elevado a la condición de hijos de Dios derramando sobre nosotros su Espíritu.
La fe cristiana es una fe trinitaria, porque se hace presente el Padre y nos es dado el Espíritu Santo. La vida e historia de Jesús es una vida e historia trinitaria.
La fe cristiana confiesa que Dios es uno y único; pero ese Dios, que se manifiesta como uno y único, es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Las tres personas actúan siempre juntas, pero cada una con una relación y característica propia: el Padre creando, el Hijo salvando y el Espíritu Santo santificando.
En el Nuevo Testamento encontramos frecuentemente las afirmaciones fundamentales de la fe cristiana, referidas a Jesucristo, que de manera condensada nos presentan el núcleo central de la fe:
La comunidad primitiva une el nombre de Cristo al de Jesús para designar al Mesías glorificado. La resurrección ha entronizado a Jesús en su gloria mesiánica.
A partir de este momento, los discípulos comprenden el verdadero sentido del mesianismo de Jesús: es el verdadero Hijo de David, destinado desde su concepción a recibir el trono de David su padre, para realizar definitivamente el Reinado de Dios en la tierra. Jesús es el Mesías de un reino universal que se realiza en la historia, pero que, al mismo tiempo, la trasciende y la supera.
A Jesús le pertenecen el mismo honor, alabanza, gloria y poder que a Dios Padre. Ante Jesús, resucitado y exaltado, todos los seres doblan su rodilla en adoración y le proclaman Señor. Nadie que ponga su confianza en el Señor quedará decepcionado. Todo el que invoque el nombre del Señor se salvará.
El amor y la obediencia filial al Padre penetran, dominan y dirigen totalmente a la persona de Jesús. Nadie puede reconocer al Hijo único de Dios en el hombre Jesús si el Padre no se lo concede, como nadie puede aceptar al Padre si Jesús no se lo revela.
Jesús es la imagen de Dios. En Él se hace Dios accesible y perceptible como Dios hecho hombre. Hace presente a Dios y revela el amor del Padre.
Jesús, durante su vida terrena, vivió plenamente de Dios, con Él y para Él, precisamente porque estuvo en una relación única, incomparable e intransferible con Dios, su Padre.
El misterio de la Encarnación es central en la fe cristiana: la caracteriza y la distingue. Es un acontecimiento que tuvo lugar en un tiempo determinado de la historia. Jesús es el único mediador. La Encarnación es obra común del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: el Padre toma la iniciativa y envía al Hijo; el Hijo es quien se encarna como un acto de obediencia; y el Espíritu Santo es el amor entre el Padre y el Hijo.
La Encarnación nos descubre el misterio de la vida íntima de Dios.
El Padre envía al Hijo, que a su vez nace de mujer, a fin de que los seres humanos puedan, en el Espíritu Santo, invocar a Dios como Padre.
La humanidad de Jesús estuvo históricamente condicionada y limitada; vivió en el horizonte de su tiempo y de su comunidad judía. Todo ello correspondía a su condición de abajamiento, libremente asumida para nuestra salvación. Pero en Jesús, el hombre condicionado históricamente por su tiempo, vino a ser el hombre universal de todos los tiempos.
En toda la tradición evangélica, Jesús tiene conciencia de haber venido a salvar por su plenitud de justicia y santidad.
La libertad de Cristo consiste en adherirse por sí mismo, plenamente y por amor, a la voluntad de su Padre.
Toda la historia, desde la creación del mundo hasta su consumación final, se desarrolla por el impulso y la energía omnipotente del «soplo o aliento» de Dios.
A través de símbolos se descubre la presencia y acción del Espíritu en la Historia de la Salvación.
El Espíritu es el transformador de los espíritus, el regenerador y promotor de la vida moral, y ha inspirado a todos los profetas la Palabra de Dios.
En la persona de Jesús y en la fuerza del Espíritu, la historia sagrada llega a su término.
La concepción virginal por obra del Espíritu Santo manifiesta la iniciativa de Dios en la Encarnación y subraya la divinidad de Jesús, quien continúa siendo el Hijo Unigénito del Padre.
Ungido y elegido por Dios, es el Siervo del Señor, rey misericordioso que llevará a cabo su misión no desde el poder y la dominación, sino siguiendo el ejemplo de humildad del Siervo.
El tentador se propone apartar a Jesús de su camino mesiánico como Siervo de Dios, proponiéndole un mesianismo nacional, mundano y glorioso, en contraposición al verdadero mesianismo que abre la esperanza de gloria para toda la humanidad a través de la humillación y de la muerte en la cruz, tareas propias del Siervo.
Jesús subraya con fuerza que el anuncio y el establecimiento del Reino se llevan a cabo por medio del Espíritu de Dios. No reconocer el origen divino y mesiánico de Jesús equivale a negarse a reconocer la presencia y la intervención del Espíritu de Dios en Él.
Al infundir su aliento a sus discípulos, Jesús resucitado les otorga el Espíritu Santo, la propia vida de Dios, y los convierte de este modo en «hijos de Dios».
Con la entrega del Espíritu Santo se afirma el cumplimiento de la promesa profética.
El Espíritu Santo se hace presente confesando a Jesucristo; es la fuerza que impulsa la vida de los creyentes y produce los frutos del Espíritu; obra en el cristiano una doble apertura, a Dios y a los seres humanos; es la primicia.
Los discípulos están capacitados para reconocer al Espíritu, ya que estaba junto a ellos en la persona de Jesús. Después de la Pascua, está en los discípulos.
Jesús presenta al Espíritu Santo como maestro interior que hace recordar el sentido y el valor de la vida de Cristo.
El Espíritu da testimonio en el corazón de los discípulos, preparándolos y fortaleciéndolos. El Espíritu les muestra a los discípulos en el interior de sus corazones la culpabilidad del «mundo». Convierte a los discípulos en testigos; cuando son perseguidos y juzgados, los capacita para dar testimonio de Cristo incluso con su propia vida.
La resurrección puede ser vista desde las experiencias fundamentales del ser humano:
Aunque el mensaje de Pascua no se limita a confirmar los anhelos y esperanzas del ser humano, le afecta e interpela profundamente en el corazón. Resuena en lo más íntimo del ser humano, si este no se violenta y mutila a sí mismo.
En el Antiguo Testamento no existe la creencia de la inmortalidad; en él, la muerte es habitar en el olvido, y Dios sanciona el bien y el mal con premios y castigos temporales en esta vida.
Si Dios es el Señor de la vida, también es el Señor de la muerte. Pero en los últimos tiempos del Antiguo Testamento, la esperanza de que el poder de Dios es capaz de vencer a la muerte se afirma como un convencimiento claro.
En el Nuevo Testamento, vemos que la muerte ha sido superada por la muerte y la resurrección de Jesucristo. En esta visión juega un papel fundamental la muerte de Jesús: Él murió por nosotros, es decir, en nuestro favor, y fue resucitado y exaltado también en nuestro favor. Su muerte venció a la ley, al pecado y a nuestra muerte.
Los creyentes somos miembros del Cuerpo de Cristo.
Sin embargo, es lógico que el Dios que creó la vida dé también la resurrección, por tres motivos:
Según diversos textos, la Iglesia ha comprendido la vida nueva del cristiano, que es eterna y presupone la resurrección de los muertos, como resultado de la acción del Espíritu Santo en el ser humano.
Lo que en el Antiguo Testamento es una palabra y esperanza incipientes se convierte en el Nuevo Testamento en afirmación explícita y promesa universal a partir de una experiencia particular: Cristo ha resucitado como primicia de los que duermen, como pionero de la salvación, como Primogénito de la nueva humanidad, como causa de la nueva gracia.
La Iglesia ha comprendido la vida nueva del cristiano, la ya presente y la que, rompiendo los límites del tiempo, se manifiesta superior a la muerte. Por ello, es eterna y presupone la resurrección de los muertos, como resultado de la acción del Espíritu Santo en el ser humano.
La imagen de la Virgen María aparece en los textos bíblicos y nos proporciona bastante material para hacernos una idea clara de la figura de la madre de Jesús. En el Antiguo Testamento, María aparece relacionada con la figura del Mesías:
En el Nuevo Testamento aparecen momentos de la vida de María agrupados en torno a cuatro hechos fundamentales:
Si estudiamos la imagen de María en la Fe de la Iglesia, debemos hablar de cuatro verdades que han sido proclamadas como dogmas de fe:
El culto a María es una forma del único culto dirigido a Dios: al amar y venerar a María, amamos y glorificamos a Dios en ella. María recibe un culto singular en la Iglesia en correspondencia con el puesto singular que ocupa en el plan salvífico de Dios.