Portada » Psicología y Sociología » Dimensiones Culturales de la Mente, la Salud y la Sociedad: Un Enfoque Antropológico y Psicológico
Las relaciones entre la antropología y la psicología han sido amplias y variadas a lo largo del tiempo. A diferencia de la sociología, que en sus inicios vio a la psicología como una disciplina rival, la antropología ha mantenido en general una actitud de cooperación y diálogo. Esto se debe a que la antropología tiene una visión holística (es decir, global o integral) de las culturas humanas, lo que la lleva a interesarse por aspectos internos de las personas, como la identidad, las motivaciones o la noción de persona, para comprender cómo estas se relacionan con las estructuras sociales y culturales.
A lo largo del desarrollo de las distintas corrientes antropológicas, algunas han adoptado directamente ideas de escuelas psicológicas como el psicoanálisis o el funcionalismo. Otras, sin embargo, han cuestionado la forma occidental de entender al individuo que está presente en muchos modelos psicológicos. Estas corrientes han puesto énfasis en la importancia del grupo, de lo colectivo, y en cómo la cultura influye en la conducta humana.
Durante el auge del evolucionismo, autores como Levy Bruhl y Durkheim estudiaron las diferencias entre el pensamiento occidental y el de pueblos considerados “primitivos”. Se pensaba que estas culturas tenían una forma de pensar menos desarrollada, parecida al pensamiento infantil, mientras que la racionalidad científica occidental se veía como un avance superior.
Geza Roheim trató de aplicar el psicoanálisis freudiano a culturas no occidentales, buscando ejemplos universales como el complejo de Edipo. Su objetivo era entender cómo evoluciona la mente humana a través de distintas culturas.
Autores como Margaret Mead y Ralph Linton estudiaron cómo las culturas moldean la personalidad. Sostenían que cada cultura desarrolla un tipo de temperamento particular y que los rasgos individuales están influenciados por el entorno cultural desde la infancia.
Aunque más cercana a la sociología, esta escuela influyó también en la antropología. Investigadores como Park o White hicieron estudios etnográficos sobre grupos marginados o “desviados” (delincuentes, enfermos mentales), desarrollando ideas como subcultura y estigma.
Autores como Murdock propusieron crear sistemas para comparar cómo distintas culturas clasifican el mundo, uniendo lenguaje y conocimiento. Así nace la idea de la antropología cognitiva, que busca entender cómo cada grupo humano organiza su pensamiento y su realidad.
Victor Turner continúa esta línea, estudiando rituales y experiencias colectivas. Analizan cómo estos generan emociones compartidas y ayudan a reforzar valores e ideas dentro de una sociedad.
Desde la década de 1970, en el contexto de sociedades cada vez más occidentalizadas y globalizadas, las fronteras entre antropología, psicología y sociología se han vuelto menos claras. En este contexto, surge un nuevo campo de análisis que retoma cuestiones psicológicas desde una perspectiva sociocultural. Destaca el crecimiento de un estilo de vida centrado en la introspección y el desarrollo personal, lo que algunos autores llaman “psicologización de la sociedad”.
Cuando estudiamos cómo la antropología clásica analiza la subjetividad —es decir, cómo se entiende y construye el individuo dentro de una sociedad—, encontramos una gran diferencia entre la idea de persona en la cultura occidental y en otras culturas del mundo. En las sociedades occidentales actuales, resulta complicado encontrar pruebas concretas sobre cómo se entendía la figura del individuo antes de la Ilustración y la modernidad, etapas que transformaron radicalmente esa concepción.
Desde la Grecia clásica, pasando por Roma y hasta llegar al cristianismo primitivo, podemos ver cómo el individuo se fue convirtiendo en el centro de muchas reflexiones y prácticas. Estas incluían técnicas de autoconocimiento, trabajo sobre uno mismo y procesos de subjetivación (es decir, de construcción del yo), que responden a distintos dilemas morales y sociales. Aunque estos procesos siempre estuvieron conectados con los sistemas políticos y sociales de cada época.
La Ilustración marcó un antes y un después en este desarrollo. Dos corrientes del pensamiento del siglo XVII y XIX fueron clave: el empirismo y el racionalismo. En el caso del empirismo, destaca la obra de John Locke, quien en Ensayo sobre el entendimiento humano (1690) formuló por primera vez la idea de una conciencia individual única, continua y estable a lo largo del tiempo.
Desde el racionalismo, Descartes planteó una idea de sujeto que sigue influyendo en nuestra forma de pensar actual. Para él, el individuo está compuesto por una mente que habita un cuerpo, y esa mente representa la razón y la cultura, mientras que el cuerpo simboliza la parte animal e instintiva del ser humano, que debe ser controlada. Además, se refuerza la idea de una vida interior, algo íntimo y propio de cada persona, que se opone a la parte externa, la que los demás pueden ver. Esa «interioridad» sería el verdadero yo, y debe ser descubierta o comprendida.
A partir de la Ilustración, la idea de sujeto occidental se desarrolló junto con grandes cambios científicos, económicos y políticos. Todo ello dio lugar a procesos de individualización, especialmente en las sociedades industrializadas. En estas, se empieza a ver al «yo» como algo que debe diferenciarse de los demás, y se considera que la sociedad limita nuestra expresión auténtica. Aparecen así valores y creencias que defienden la autonomía personal y la libertad individual como metas fundamentales.
Además, los sistemas disciplinarios —como los ejércitos, cárceles, fábricas, escuelas, etc.— comenzaron a extenderse en los siglos XIX y XX. Según Foucault, estos espacios no solo buscaban controlar a las personas, sino también volverlas más eficientes, moldeando su conducta a través del principio de individualización: tratar a cada persona como un caso particular para poder gobernarla mejor.
Incluso durante el siglo XX, estas ideas individuales siguen presentes. Modelos como la «teoría de la libre elección» de Lionel Robbins o el enfoque económico de Gary Becker parten de la suposición de que las personas toman decisiones racionales, buscando su propio beneficio. Aunque estas teorías no siempre tienen respaldo empírico sólido, siguen influyendo porque reflejan valores profundamente arraigados en la cultura occidental.
El holismo es una ideología que prioriza la totalidad social por encima del individuo, y es común en culturas tradicionales como la india, donde el sistema de castas organiza lo social de forma jerárquica e interdependiente. En estas culturas, no se da la oposición radical entre individuo y sociedad, ni entre cuerpo y mente, ni entre naturaleza y cultura, como sí ocurre en Occidente. El sujeto, por el contrario, es visto como un microcosmos definido por su posición dentro de la comunidad y por sus vínculos con el entorno.
Estas diferencias culturales no solo afectan la teoría, sino también las percepciones cotidianas sobre la corporalidad, la identidad y la subjetividad. Por ejemplo, en Japón, la unidad básica no es el individuo, sino la familia. Las decisiones importantes no se toman desde la voluntad individual, que se reserva para la esfera privada y tiende a ocultarse. En este contexto, valores como el conformismo o la dependencia no se consideran negativos, y la conciencia personal debe cultivarse con discreción.
En otros casos, como en sociedades de cazadores de cabezas en Nueva Guinea o Filipinas, no existe una noción de amistad entendida como relación individualizada. Las interacciones se organizan en términos de parentesco y pertenencia colectiva: uno es ante todo padre, hermano o miembro de un clan. De forma similar, en varias culturas africanas y del Pacífico, el yo se construye socialmente y se vincula con la memoria colectiva. Las personas reproducen nombres y cualidades de antepasados, fusionando identidad personal y linaje.
Esto también se refleja en sistemas mágicos, donde elementos corporales como cabellos o fluidos son tratados como extensiones simbólicas del individuo, fundamentales para ciertos rituales o curaciones.
Algunos autores radicalizan esta crítica y afirman que la conciencia individual no es más que una construcción histórica y cultural, nacida en contextos específicos como la filosofía de Descartes o el empirismo de Locke. Si bien esta tesis es interesante, resulta problemático negar que todos los seres humanos, en mayor o menor medida, poseen algún grado de autopercepción. Lo relevante, más que negar esa conciencia, es reconocer que su forma y contenido son profundamente plásticos y varían según el entorno cultural. La crítica principal, entonces, no es a la existencia de un «self», sino a la pretensión occidental de imponer su versión como modelo universal.
La antropología médica analiza la salud, la enfermedad y la atención desde una perspectiva cultural y social, cuestionando los supuestos universales que se oponen a verdades básicas de la biomedicina y la psiquiatría. Para esta disciplina, la realidad es una construcción cultural, basada en símbolos, significados y negociaciones sociales, lo cual se refleja también en la forma en que entendemos la salud y la enfermedad.
Desde el siglo XIX, la antropología evolucionista ya reflexionaba sobre los límites de la medicina y ciencia occidental, comenzó a observar cómo otras culturas (indígenas, clases populares) tenían prácticas médicas distintas, muchas veces excluidas o menospreciadas por la medicina occidental. A lo largo del siglo XX, se estudiaron sistemas de salud de sociedades no occidentales, en los que se incorporan:
La antropología se ha nutrido de saberes como:
En los 60, nace la antropología médica en Estados Unidos como subdisciplina. Fassin destaca dos rasgos clave:
Toda sociedad, tradicional o moderna, ha desarrollado respuestas colectivas a la enfermedad. En las sociedades complejas, coexisten varios sistemas médicos (biomedicina, medicina popular, espiritual, etc.), dependiendo de los grupos culturales.
Aunque la biomedicina es el sistema dominante y legitimado, muchas personas acuden también a sistemas alternativos como la homeopatía, quiropraxia o curanderos. Esto muestra la riqueza y pluralidad de los enfoques de atención.
La antropología médica distingue tres niveles para comprender la experiencia de enfermar:
La antropología plantea que muchos de los signos interpretados como síntomas de trastornos mentales no solo revelan disfunciones individuales, sino que también pueden ser expresiones de desigualdades estructurales, contradicciones socioculturales o violencias invisibles en la sociedad. Este enfoque es especialmente relevante para comprender la enfermedad mental no solo como un hecho clínico, sino como un fenómeno social y simbólico.
La gran pregunta que subyace es: ¿La enfermedad mental es una alteración fisiológica objetiva o una metáfora que condensa tensiones sociales? Desde este punto de vista, la antropología entiende la enfermedad como algo más que una realidad natural: puede ser también una elaboración simbólica, moldeada por la cultura y el contexto.
Aunque tanto la antropología como la medicina emplean métodos lógicos similares (inducción, deducción, abducción), difieren en el enfoque:
Desde las ciencias sociales se plantean varias críticas clave:
Se acusa al DSM de simplificar en exceso, solapar categorías y excluir casos que no encajan en sus marcos. A menudo parece adaptar la realidad al manual, en lugar de al revés.
Según esta visión, muchos trastornos no solo pueden tener origen físico o químico, sino también ser respuestas adaptativas a situaciones sociales difíciles. Es decir, el sufrimiento psíquico puede ser una forma de expresar malestares colectivos e históricos.
Autores como Arthur Kleinman desarrollaron la Psiquiatría Transcultural, que combina la antropología médica con el estudio de la diversidad cultural en torno a la enfermedad mental. Esta disciplina analiza cómo cada cultura expresa, conceptualiza y trata el sufrimiento mental.
Dentro de esta línea destacan los síndromes culturalmente delimitados (Culture-Bound Syndromes). Son trastornos psicosomáticos sin base orgánica clara que se presentan solo en ciertas culturas. Ejemplos:
Este fenómeno demuestra que el cuerpo y la mente se ven influidos por lo simbólico, y que cada sociedad genera sus propias formas de enfermar y sanar, ligadas a su moral, valores y estructuras.
A lo largo de la historia del mundo occidental, las explicaciones sobre la enfermedad mental han oscilado entre dos grandes polos:
Con la Ilustración, Pinel impulsa la reforma psiquiátrica y nace la idea de “cura moral”.
Kraepelin consolida el modelo biomédico, que se refuerza con los avances en fisiología y psicofarmacología.
Surge la crisis del modelo biomédico, y el péndulo ya no regresa a lo metafísico, sino que vira hacia lo social. Aquí aparece el movimiento antipsiquiátrico.
La antipsiquiatría, término acuñado por David Cooper, aglutina teorías que critican la psiquiatría tradicional y su función política:
El foco de la crítica no es negar el sufrimiento mental, sino denunciar el uso político del diagnóstico: se etiqueta, estigmatiza y controla a quienes se desvían de la norma (ver Goffman). También se diferencian los tratamientos voluntarios (como los de Laing o las comunidades terapéuticas) de los involuntarios, más cuestionables. Se insiste en la idea de que en la modernidad el «loco» sustituye al «poseído» como figura del mal, dentro de una estructura de gobierno científico y estatal.
A pesar de las críticas de los 60 y 70, la psiquiatría no solo no se debilitó, sino que se reforzó. Surge el neokraepelinismo, sostenido en los manuales DSM y el auge del tratamiento farmacológico.
Hoy, vivimos en una cultura terapéutica, donde el lenguaje de la psicología y la salud mental se filtra en todos los ámbitos: economía, política, redes, etc. Se diagnostican y medican nuevos trastornos (estrés, adicción al móvil, etc.), a menudo relacionados con el malestar cotidiano.
Sociólogos hablan de una sociedad narcisista y de tecnologías del yo que moldean emociones y subjetividades, encajando con el individualismo del neoliberalismo global: culto al cuerpo, éxito, autoayuda, coaching…
Destacan iniciativas como el movimiento de Salud Mental Global y Mental Health for All, que proponen un cambio de paradigma:
Este fenómeno incluye varios aspectos comunes: